La Ilíada y La Odisea, fueron compuestas por Homero en el siglo VIII a.C. Con estas obras nace la epopeya, un tipo de poesía que narra terribles batallas y fabulosas historias protagonizadas por héroes, en las que los dioses intervienen protegiendo y poniéndose al lado de sus héroes favoritos.

Homero era un poeta ciego, esto le da cierto carácter divino, y mitológico. Los poemas homéricos, junto con la Biblia hebrea, revelada por Dios, forman los textos fundamentales de la literatura antigua.

Los autores de ambos textos tienen un punto en común, Homero autor de los dos poemas épicos no podía ver, y Dios no podía ser visto. La mayoría de los poemas épicos se han perdido, pero se conservan dos grandes obras: La Ilíada y La Odisea.

La Ilíada escrita por Homero, comienza en el décimo año del asedio a Troya, es una historia de amistad, de celos y de venganza.

Uno de los héroes más importante que aparecen en esta obra es el personaje de Héctor, antagonista de Aquiles (guerrero valiente y aguerrido pero dominado por su cólera).

Frente a Aquiles, es Héctor quien posee unos valores más firmes e inestimables como son el sentido del deber, su compromiso para con su pueblo y su lealtad.

El príncipe Héctor, (hijo del rey Príamo) intervino en la guerra de Troya para defender la ciudad de los griegos. La Ilíada narra un episodio de la guerra de Troya: los griegos están furiosos porque Paris el hijo de Príamo, el rey de Troya ha seducido y raptado a Helena la esposa de Menelao el rey de los griegos y se la lleva a Troya. Los griegos pondrán sitio a la ciudad, con un asedio que se prolongará durante diez años.

El relato se centra sobre todo en Aquiles, el héroe griego, quien enfrentado con el rey Agamenón, después de muchos ataques, finalmente se retira del combate. Esto hace que los troyanos tomen ventaja, pero cuando Aquiles se entera de que su amigo íntimo, Patroclo, ha muerto en la batalla, regresa para vengarse y mata al jefe enemigo Héctor.

El príncipe Héctor aparece como el guerrero más arrogante y valiente, dotado de una gran nobleza, que se ve obligado a dirigir el contraataque, desoyendo a su esposa Andrómaca que le advierte que la guerra ya está perdida, y su destino será la esclavitud y la muerte, pero él, consciente de que no puede rehuir el enfrentamiento, decide luchar contra los griegos con la decisión de entregar hasta la última gota de su sangre, dando sobradas muestras en la batalla de su valor y coraje.

Aquiles da muerte a Héctor, después ata su cuerpo a su carro de caballos y lo arrastra alrededor de las murallas de Troya durante doce días. El rey Príamo, padre de Héctor, suplica que le sea devuelto el cuerpo de su hijo para poder celebrar los funerales, a lo que Aquiles accede.

El relato en que el rey Príamo se postra ante Aquiles para que le sea devuelto el cuerpo de su amado hijo Héctor está lleno de dramatismo, todo un rey, que había sido un hombre muy poderoso y arrogante, se convierte, ante todo, en un padre lleno de angustia y desesperación, a quien no le importa la humillación de tener que suplicar arrodillado frente a Aquiles, el gran guerrero famoso por su cólera que movido por a piedad, accede a devolver a su padre el cuerpo de Héctor.

Homenaje a Héctor (poema de Pilar Galán)

El muy amado hijo de reyes,
el guerrero más heroico de la ciudad de Troya,
el más temido por sus enemigos.
El hombre que no aprobó la guerra legendaria
que llenaría tantos pliegos de la historia.

El que quiso la paz entre griegos y troyanos,
el símbolo del soldado caballeroso y gentil,
el que supo luchar sin tregua, sin final.

El que abrazó una guerra inabarcable,
y en una batalla tan lenta como atroz
hizo huir a los griegos,
mas no los derrotó en lo profundo
del corazón.

El destino ya estaba escrito con letras de derrota y sangre:

La fatalidad te llegó al comenzar el contraataque.
Tú presentiste que en tu armadura
brillaban los destellos de la muerte,
que la ciudad de Troya, desde el principio, ya estaba condenada.

Tu esposa Andrómaca quiso detenerte,
abrazando tu cuerpo con devoción y ternura.

Con el corazón desolado, en el fulgor de la noche,
deslumbrado por las ráfagas cárdenas,
de las guirnaldas que resplandecían en la oscuridad,
besó tus labios tiernamente
para sellar vuestro amor.

Ella, ahogada por el llanto,
pidió que el viento de la noche
confundiera tu memoria
y no partieras.

Tu decisión estaba ya tomada.
Ni los oráculos más persuasivos
hubieran logrado cambiar
la tragedia.

II

Y así fue sucediendo:

Los años tormentosos de las primeras batallas,
volvieron a estar presentes,
la excitación, el insomnio,
la sensación de no pisar tierra,
solo vivir flotando, esquivando la muerte.
La guerra y los combates se mostraron
interminables.

Un manantial de revelaciones terribles
se hizo luz, el horror apareció latente
cuando la sombra de Aquiles, vengando a su amigo,
apareció como un rayo fulgurante
cegando la noche.

Tú presentiste que el tiempo de la agonía,
del horror o del éxtasis
había comenzado a existir
en ese instante.

Y quisiste ser el dueño de tu propia muerte,
mirándola de frente, desafiante, altivo,
esperándola impaciente entre laureles violáceos,
y te abrazaste a ella para no regresar.

III

La historia fue testigo:
La niebla invisible envolvió las murallas de Troya.
Tu cadáver heroico atado al carro de Aquiles
fue sin piedad arrastrado.

Tu sangre tibia regó la tierra sedienta
como un juramento de fidelidad eterna.

El atardecer sembró de sombras y alaridos
el desolado campo de los muertos,
fue entonces, solo entonces.
Cuando apareció el rey Príamo,
el desolado padre de Héctor.

Como salido de una niebla pétrea,
su arrogante cuerpo empequeñecido,
su rostro bifurcado de dolor,
como si sus pasos le llevaran sin remisión
hacia un delirio de sangre imprevisible,
hacia la última orilla de la angustia,
de la que no es posible regresar.

Con inmensa tristeza
reclamó implorando
el cuerpo profanado
de su adorado hijo.
Que finalmente
le fue concedido

Sus restos fueron velados hasta clarear el día,
que amaneció tímido y desganado
vestido de pálidos crisantemos.

El triste rey, su inconsolable padre,
le lloró amargamente, ahogado en los recuerdos,
inmóvil, en soledad, indiferente a los zarpazos de la nada,
hundido en el silencio de las sombras.
¡El alma vacía!

No encontraron ni bálsamo, ni ungüento,
ni notas melodiosas, ni angelicales cantos,
ni voces maldicientes, ni furias desbocadas,
que mitigaran su profunda herida.

¡Nos veremos muy pronto!
Fueron las últimas palabras,
que su boca exhaló
al declinar el día.