Número 505. Bloque de pisos de una ciudad industrial venida a menos. Olor a polución, orines, cigarros mojados, polvo y lúmpenes. Todo en uno. Alba se conformaba, «podría ser peor», «podría no tener casa en propiedad siquiera», «podría no tener trabajo», «podría estar más sola aún»…

La casa había involucionado hacia una caricatura de sí misma. La luz esplendorosa de antaño ahora se dejaba ver tímidamente rara vez y las persianas parecían encorvarse como un anciano hacia su último destino: la tierra. La comodidad de camas, tresillos y sillas fue reemplazada poco a poco por grietas y viejos harapos que reposaban sobre ellos. Tan solo pensar en que el domicilio volviese a su esplendor, ya suponía un verdadero dolor de cabeza. «Quimeras, Sísifo, imposibles, arreglo una cosa y me doy cuenta de que debo solucionar 7». Alba hablaba de su hogar, pero perfectamente podría ser su vida. Desorden, ansiedad, caos y anhelos, todo en uno y uno en nada.

En su habitación descansaban trofeos olvidados de algo que se le daba bien y ya no recuerda junto con fotos de seres queridos extintos o fuera de contacto. También estaba el lecho, su cama desde niña, donde ya no dormía nadie más que ella, algunos recuerdos y cada vez más muelles desgastados del colchón. Libros con carcoma, memorias de términos técnicos de distintas ramas de las humanidades y novelas que ya no le importan. «De la vanidad al desamparo no hay mucho recorrido y quien piensa demasiado está condenada a sufrir, se decía». Pero, el problema eran las esculturas.

Tras las muertes familiares y su propia defunción en vida, fueron aflorando estatuas en la vivienda. Cada reguero de lágrimas parecía originar una efigie en la habitación donde yacía la mayoría de su tiempo: el salón. Su cara y cuerpo de cuando era niña y la dejaron en ridículo en aquella función de teatro formó una talla de mármol. El rostro vago de sus padres ausentes durante su infancia también se materializó en marfil. La viva imagen de su primera pareja en tono amenazante fue de las primeras en aparecer. Ella misma vestida de futbolista con 15 años y llorando de dolor por su lesión en el menisco. Una Alba de hace 5 años llorando de alegría al ver cómo sus amigas lograban tener hijos y formar una familia. Estatuas sin rostro de seres dañinos que prefería no recordar. Construcciones de arcilla deformes que pretendían ser ella y que no se sostenían en pie. Su padre anclado a una silla de ruedas esperando su último desenlace. El busto de su jefe al despedirla.

Aprendió a vivir con ellas. Las observaba y buscaba un espacio donde continuar con su vida anodina en el salón. Algunos días comía en el suelo, con las estatuas de los profesores que le hicieron saber que era una inútil dándole con el dedo en la cabeza. Otras veces apilaba su ropa sucia en las manos de su abuela materna, mientras recordaba cómo le daba jamón de postre para comer. Lloraba. Al lado del espejo había un corro de estatuas de personas que le acosaron por destacar y ser diferente. Formaban un círculo con dedos acusadores y caras de chismorrear. Cerca de la televisión había una manada de construcciones con la boca cerrada con cremallera. Gritos sordos, silencios que duelen. Próximas al balcón aparecieron escaleras de caracol infinitas y escaleras de marfil que conducían al vacío del piso de la calle.

Incluso al sofá habían llegado las estatuas. La última lágrima originó materiales que ataron a Alba a las estatuas que ya inundaban el salón. Todas ellas formaban las esculturas de alguien que se fue.