Tiempo devorador: pones romas las garras del león.

(Shakespeare, soneto XIX)

Hablar del tiempo es hablar de sus definiciones. Es hablar en una habitación a oscuras de algo que tratamos de definir sólo con el tacto y que, al mismo tiempo, cada vez que creemos tocarlo, nos esquiva. Intuimos que algo hay ahí: vemos como se nos va la vida y cómo impulsa al mecanismo del reloj. Lo vemos en la memoria y en sus constructos: los recuerdos. El arte lo necesita y lo necesita la ciencia. Lo sabe el pájaro que inicia su canto como preludio de las notas finales que son su breve futuro. Lo administran los huevos fecundos y los nidos abandonados. Los hijos y sus cementerios con pétreos relojes de dos fechas... El tiempo está en todo: a todo lo determina, a todo lo empuja hacia el mañana.

Nos citamos en una esquina determinada por dos calles, en el cuarto piso de un edificio: ahí tenemos las tres dimensiones del espacio... pero necesitamos un cuarto dato: saber a qué hora debemos acudir a esa cita. Nos falta la cuarta dimensión del tiempo... si es que, efectivamente, se trata de una dimensión análoga a las otras tres. Sabemos, eso sí, que un «tienes que acudir ayer» es un imposible, ya que mientras los tres ejes del espacio nos dejan mover libremente -sea en un plano infinito o en uno curvo que nos lleve al punto de inicio-, con el tiempo sólo tenemos -como dijimos- una dirección posible. Y aunque no queramos ir, debemos ir y estamos yendo en el propio no querer. Y así como el pájaro iniciaba su canción «sabiendo» cómo terminarla, nosotros iniciamos una oración desplazando nuestra mente por el eje del tiempo sabiendo qué queremos terminar diciendo.

El razonamiento lo es porque viajamos en el tiempo. Y si las palabras finales tienen algún significado es porque existe el recuerdo de las iniciales: con la memoria podemos retener gran parte del discurso y el conjunto supera hasta cierto punto la temporalidad. El tiempo trabaja mediante transformaciones, o sea mediante el reconocimiento del observador de los cambios, del «antes» y del «después» de Aristóteles. La memoria es el registro de los cambios que produce el tiempo. De hecho, si no hay cambio no hay tiempo, y como el tiempo no se detiene, no hay el «no cambio». Nada es igual a sí mismo nunca... sea infinito y lineal como el tiempo de Occidente, o circular e iterativo como el de Oriente.

La memoria

¿Cuánto dura un instante? Ya San Agustín hablaba de la tendencia del tiempo a negarse a sí mismo: el futuro no lo es, el pasado tampoco y el presente, en cuanto sucede, está también dejando de ser porque está convirtiéndose en pasado... Los instantes no duran. Un reloj, una montaña erosionada, o un último latido de corazón son en el tiempo en la medida en que tenemos alguna idea acerca de lo que es el tiempo, pero no son el tiempo. El tiempo está en otro lado, trabajando fuera de nosotros. No estaba en el calendario más antiguo del mundo, en Aberdeenshire -Escocia-, ni está en el Reloj del Apocalipsis que, tras la invasión de Rusia a Ucrania, quedó a sólo 90 segundos del Fin del Mundo.

Todo cambia y construimos continuidades allí donde no las hay o recuerdos que sólo son deseos congelados, nunca cumplidos y confundidos con hechos que nunca ocurrieron. Lo está en todo y es tan esquivo que se nos escapa del pensamiento porque es previo a él... porque es ciego y sordo. Porque permea nuestra realidad hasta llegar a verlo con infinidad de rostros: en Teología; en Filosofía; en Física o en nuestra vida cotidiana.

Se considera que el tiempo habitual que fija nuestra memoria, ronda los cinco días... al mismo tiempo que la luz de una estrella viajó por millones de años trayendo su memoria a nuestra retina. El tiempo del científico lo convierte en una raya de tiza sobre una pizarra: algo seco, esquemático, semánticamente pauperizado para poder ser controlado y que se ajuste mansamente a propósitos operacionales. Y esa raya es, a su vez, cruzada por otras rayas más pequeñas en las que representamos períodos de reloj o de almanaques o de eras geológicas, que van desde el zeptosegundo -la mil trillonésima parte de un segundo- hasta el kalpa budista -de 1.280 millones de millones de años-.

Escribió Gastón Bachelard: «Los físicos (…) hacen de la duración un tiempo uniforme y sin vida, sin término ni discontinuidad. Entregan entonces ese tiempo enteramente deshumanizado a los matemáticos. Al penetrar en las probetas de lo abstracto, el tiempo se reduce a una simple variable algebraica, la variable por excelencia, en adelante más apropiada al análisis de lo posible que al examen de lo real». Es tan abstracto, tan inasible, que la memoria debe transformarlo para que esa idea de tiempo pueda servirnos de algo. Es tan abstracto, que es muy posible que el tiempo mismo sea el que escribe esto... o que no lo haya en absoluto.

Dijo Carl Sagan: «No quiero creer; quiero saber». Uno entiende seguramente lo que quiso expresar y espontáneamente adhiere a esa intención, pero esa clase de pensamiento ya choca con una hermenéutica que reconoce lo inasible del conocimiento, aún en lo más profundo de la ciencia actual. ¿Cómo acceder al sentir del sentir a través de la ciencia o la filosofía? Sólo la poética es capaz de retener en su cedazo las pepitas de la memoria que componen el tiempo y su significado.

La muerte

Mientras esto escribo, veo por la ventana de mi estudio yacer una apacible tarde de gris primavera en la que llueve imperceptiblemente. La quietud del paisaje es absoluta. El espíritu poético encuentra en ese silencio la paz de lo que está siempre más allá: no cantan su celo sexual los pájaros y no hay ningún perro lejano que deje su áspero decir en el cóncavo espacio final de la tarde. Pienso que así funciona la poesía: indagando quietudes y procesos que los sentidos humanos no distinguen. La poesía no quiere saber, quiere creer. Quiere creer que la quietud de este momento ha abolido el latir de los corazones; el flujo incesante de los jugos en las plantas; las tinieblas de la noche que crecen impalpables y hasta el ominoso rotar de la galaxia... Sabe que todo es mentira, pero cree en ello porque lo real no sirve cuando se trabaja con la verdad. Y el sentir poético cree (su forma de saber) que esos momentos hechos de tiempo se han cristalizado y han podido ser retenidos en un poema.

Por un tiempo estático (valga el oxímoron) se reúnen el angustioso «no querer morir» de Unamuno con el furibundo «morir absoluto» de Borges. Y entre ambos, todo se vuelve una posibilidad sin tiempo, porque la muerte lo cancela. Que el tiempo trae y manufactura a la muerte, es tan obvio como que lo muerto puede acceder a la dimensión de la memoria. Pero esto no es así para el muerto: la bacteria o el ser humano que mueren ya han dejado el tiempo fuera para sí y para los que los recuerdan, sean bacteriólogos o deudos.

La memoria nos trae ese registro de cambio que es la piel misma del tiempo: la muerte. «La vida es sólo una sombra caminante, un mal actor que, durante su tiempo, se agita en escena, y luego no se le oye más. Es un cuento contado por un idiota, lleno de sonido y furia, y que no significa nada...» explica Macbeth. El significado es en el tiempo, y fuera de él, la vida es insignificante... y esta óptica macilenta es la propicia para atraer la influencia de Saturno, el Señor del Tiempo que aquilata la melancolía y lo más excelso, al decir de Luis de León, sacando poetas de hombres hundidos en el reconcomer del tiempo. Así, el calmo atardecer descrito como escenario de este ensayo, tiene más de fría y quieta atmósfera de cementerio que de la móvil tibieza de una primavera austral... extrayendo abemoladas percepciones de poeta.

Podemos ver -con Paul Ricoeur- al tiempo y sus filosofías, o como un objeto de análisis o como un hundirse en el profundo río de Heráclito, mientras que la memoria es el leguleyo que da fe de nuestra elección. Lo conocido -lo recordado- es pasado, lo ignorado es futuro y el tiempo es una manifestación del conocimiento, o sea, de la vida. No podemos conocer al tiempo porque la vida misma es lo que es el tiempo: instante tras instante, cada uno de ellos sin duración, generan la ilusión de una cronología encadenada a nuestra percepción. «El tiempo es una ilusión, aunque insistente», escribiría en una carta Albert Einstein. Y de la alternativa de Ricoeur elegimos la percepción del tiempo profundo -que llamaremos poético- porque no elude el sentido de muerte que nos atenaza.

Carl Sagan no quería saber, quería conocer. El saber -el vivir- trae consigo el compromiso con la verdad... y la pretendida «objetividad» de la ciencia no se casa con el mundo: lo cuenta desde una butaca de teatro. Así, de haber alguna virtud en la poética, será su compromiso con la vida, con el tiempo y con la muerte: el teatro del artista es el Todo... y no tiene butacas. Y esa cuartilla a medio escribir que queda sobre el escritorio del poeta que ha muerto, es la memoria que nutre el significado final de lo vivido, no de lo contado. Porque es muy probable que para los dioses sólo seamos malos actores que se agitan en sus tiempos, actuando en escenarios que miden los científicos... pero el poeta, artífice de alguna verdad, asume con seriedad su rol de construir los muros de lo indefinible para la mente, llevando a Fausto a decirle a Mefistófeles: «Si alguna vez digo ante un instante: ‘¡Detente! ¡Eres tan bello!’, puedes atarme con cadenas y con gusto me hundiré. Entonces podrán sonar las campanas a difuntos, que seré libre para servirte. El reloj se habrá parado, las agujas habrán caído y el tiempo habrá terminado para mí».

Escribe Yasunari Kawabata en Lo bello y lo triste:

-Aquí, frente a tu venerado sepulcro... ¿Por qué no me dejas algún recuerdo de él? En estas piedras está tu corazón. Eso es todo lo que significan para mí.

-¿Todo lo que significan? -repitió él como ausente-. Con el tiempo, hasta las lápidas cambian.

¿Son, entonces, la Muerte y su reloj de arena, las razones por las que vivimos una noción de tiempo, y todo mediado por la memoria? En cuatro años -de 1347 a 1351- mueren unos 200 millones de personas en Europa por la Peste Negra. En 1410 -59 años después- se termina de construir el reloj astronómico del antiguo Ayuntamiento de Praga (Staroměstský orloj): en su esfera se concentran las 24 horas itálicas; la hora germánica actual; la hora planetaria; la hora astral; la hora solar; la hora lunar, sus fases y el tiempo zodiacal. Una trampa para enredar al tiempo, hecha por la memoria aterrorizada de los sobrevivientes de la Peste Negra del siglo anterior... trampa que aún hoy funciona. Y la leyenda cierra con la muerte: se dice que su creador, Mikulas de Kadan, fue cegado para que no pudiera hacer otro reloj igual. Él, en venganza, traba el mecanismo y su corazón -reloj de la vida- mágicamente también se detiene.

Como fuera, sea que cambien hasta las inflexibles lápidas o se atrape el tiempo en redes de relojes para traicionar a la Muerte, son siempre los mismos actores -Muerte, Tiempo y Memoria- los que construyen este tosco material psicológico del que estamos hechos. Me inclino por creer, en esta tarde gris y triste, que la vida es el Tiempo y su Memoria, y que la Muerte es esa sigilosa y vieja urraca ladrona, que discurre invisible entre tumbas, péndulos y granos de arena, cerrando artera nuestros débiles ojos mortales a la visión del infinito imperio de la Eternidad.