Aquí me quedé y ya he perdido la cuenta del tiempo que llevo en este lugar. Han de ser muchos días porque el camino que recorrí hasta acá desapareció entre rastrojos, hojas de palma, troncos partidos en dos, matas de plátanos, cuerpos hinchados de animales y gente muerta, basura y lodo. La devastación arrasó con todo. El viento silbó de la misma manera en la que una víbora furiosa sisea. Me da tristeza, muchos tabachines siguen floreando a pesar de que las raíces están expuestas, desenterradas y secas.

Aquí meritito me quedé y no solo he perdido la cuenta del tiempo que llevo en ese lugar, también traigo trasnochado el recuerdo de lo que pasó. Tengo miedo de olvidarme de quién soy. Aquí me quedé, solo en mi soledad. Aquí me quedé, con hoyos en los recuerdos, con agujeros en el corazón, o a lo mejor, con huecos en la vida. A la gente le gusta hablar de su dolor y de su soledad. Yo no me puedo permitir ese lujo, no tengo con quien compartir nada de nada. Eso me pone nervioso.

Son pocas cosas las que sé. Yo soy un hombre de mar. Salí volando por los aires sobre mi lancha de pescar y vine a caer en un socavón hondo y oscuro que tiene muchos corredores. Estoy perdido. Eso quiere decir que no sé dónde estoy. Sí sé de dónde vengo. Si cierro los ojos, siento mis huesos temblar y mecerse sobre las olas del mar, mientras el horizonte se pintaba de colores azules y rosas para despedir al sol hasta el día siguiente. Esas eran mis mañanas y mis días. Echar al mar las redes, conseguir el sustento para los míos y para una que otra diversión.

Le dije a mi mujer que la pesca nocturna nos daría más centavos y mejores condiciones. Era un pretexto para el amor efímero que traía con una de las muchachas del burdel que está atrás de La Quebrada. Una hembra tropical de piel de madera, carnes firmes y ardores apasionados. Solo de recordar lo feliz que me hacía, me tiemblan todas las partes. Nos metimos a la lanchita y nos hicimos a la mar para amarnos entre cardúmenes vertiginosos que se acercaban a espiarnos como muchachos traviesos que vienen a ver lo que andábamos haciendo. Ellos contemplaban y nosotros nos abrazábamos como si quisiéramos pasarnos los pensamientos del uno a la otra por los besos, la fuerza y el ritmo.

Por andar entretenido en el abrazo y la delicia de los laberintos de la carne, no atendí el anuncio de la tormenta. Sal. Mimos. Caricias. Mis facultades marítimas andaban en otros afanes. Las costas se fueron alejando, los vientos se aceleraron, el aire se hizo de silbidos de advertencia. No hice caso. Andaba concentrado en lo que hacía. Las manadas de ballenas, las pacas de tortugas, los enjambres de insectos huían entre lamentos interminables. Algún pájaro extraviado aleteó con prisa. El agua del mar subió de temperatura. No me quiero justificar, pero la Guardia Costera tampoco nos advirtió del peligro que se estaba formando un sistema tormentoso. Ni idea de que nos metimos alegremente en un flujo cortante de viento violento. No sabíamos que íbamos a meternos al seno del huracán.

No me enteré del momento en el que el viento elevó por los cielos mi lancha pesquera. La conquista de los secretos del fuego se apagó de pronto, en un instante. La luz desapareció. Por más que intenté retener el cuerpo ardiente entre mis brazos, el aire la arrancó de mi lado. Voló. Se perdió entre las nubes. Grité. Grité hasta quedarme afónico. El olfato dio cuenta del aroma lodoso a tierra mojada, a picante de verduras y plantas que se destrozaron sobre las piedras. Surcaba los aires mientras mi lancha se iba desarmando. Apreté los ojos, los dientes, los puños, el cuerpo entero. En un acto de ebriedad desordenada de aguas que crecen en un enojo excesivo y el viento se agolpa con una ira torrencial, supe que moriría. Perdí el conocimiento.

Aquí me quedé. No me morí. Desperté en este lugar desconocido. No sé cuánto tiempo ha pasado. La luz me quema con una intensidad inexplicable y el olor a flores marchitas que el aire ha barrido me entra hasta el último hueco del cuerpo. Estoy casi desnudo: mi camisa está rasgada, mis pantalones se hicieron girones, no tengo zapatos. Los muslos tienen chorretes de tierra, las manos están negras de hollín.

Oí el comienzo de las lluvias como murmullos, como los rezos de la gente en un velorio. Me incorporé. No. No era mi funeral. Casi. Pero, no. No era mi funeral. Percibí unas risas. Me puse en cuclillas. No supe si era un perro, una hiena o un chacal. Me propuse descifrar las risas y de tanto escucharlas con atención, pude olvidar que las tripas se me retorcían de hambre. A lo mejor, la risa era mía.

Como aquí me quedé, empecé a hacer acomodos. Improvisé un jergón con las tablas de mi lanchita pesquera. Caí enfermo. La cabeza me latía, como si fuera a estallar. Sudaba. Tenía escalofríos. Gracias a la lucidez que desarrolla la fiebre en medio del desorden exterior, logré dormir horas y horas. Deliré. Logré entablar diálogos. Hablé con mi mujer, le pedí perdón. Hablé con la mujer que voló por los cielos, también le pedí perdón. No sé si las volveré a ver. Las quiero volver a ver.

Una noche, en medio del impulso de la vida que se aviva en el delirio, entré en un silencio profundo y quieto. Una boa se deslizó a mi lado y pasó de largo. La piel tan fría del animal no percibió mi resuello. Tal vez sí que me había muerto. No, aquí sigo. Una claridad viscosa me anunció la llegada de un nuevo día. A merced del tacto logré enterarme de que el lugar estaba repleto de fruta: papayas, cocos, mangos. Recordé. Si el olor es gelatinoso, no te lo comas. Indica que no está bueno para comerse. Comí de todo. Lo gelatinoso, lo maduro y lo verde formó parte del menú. El hambre estaba a punto de hacerme perder la razón. Aún más, si es que eso fuese posible.

Cuando se me cansaron las manos de arrancar fruta y las quijadas de estar comiendo como un chango en la selva, traté de huir. Corrí despavorido tan rápido como los pies descalzos me lo permitieron. Me sé orientar muy bien en el mar. En la tierra, no. Mis pasos me regresaron al mismo lugar del que me quise alejar. Así pasaron varias veces, hasta que me di por vencido. Lo hice más de veinte veces. Siempre regresé al mismo lugar. Aquí me quedé. No he vuelto a intentar huir. ¿Para qué?

Durante el día trato de ocultarme de los animales grandes que también tienen hambre. Por las noches, caigo abatido. El calor y la humedad me llevan a visitar a mi mujer y a la mujer. Las siento a mi lado, las toco con manos temblorosas, el corazón se me desboca y por increíble que parezca, siento que ellas se ríen de mí tomadas de la mano. Aquí me quedé desde aquella vez. Ellas sí que están en otro lugar.

Vivo entre rastrojos, hojas de palma, troncos partidos en dos, matas de plátanos, cuerpos secos de animales y gente muerta basura y lodo. Me he dado a la tarea de enterrar cadáveres. Así me entretengo. Así evito el mal olor y dejo de ver la podredumbre. Hay una penumbra apacible. Enciendo las varas para formar una fogata. Trato de mandar señales de humo para que descubran que aquí estoy. Trato de no ahogarme con el picor y olor agrio que se despende de las hojas que quemo. La soledad me desgasta.

Hago cruces de palma. A veces les pongo nombre. Otras, no. Lo hago para sentir el encuentro apresurado de la piel con algo que me haga evidente mi presencia. Así me entero de que sigo vivo.

No sé por qué, pero creo que pronto saldré de aquí. Alguien vendrá a rescatarme. Bajará cuando se despejen los viejos senderos, cuando abran la carretera. Llegará alguien que me rescate, que me lleve de regreso a casa. No sé por qué, sigo teniendo esperanza. Algo me dice que voy a salir vivo de aquí. Para algo, aquí me quedé. ¿O, no? Yo creo que ha de ser que sigo viendo como los troncos muertos de los tabachines continúan sosteniendo las ramas que todavía logran dar flores anaranjadas. Son cadáveres que dan muchas flores, como racimos largos, coloreados y colorados con líneas amarillas. Flores que huelen bien. Flores que avivan la paciencia con esperanza. Si los árboles muertos dan flores, alguien llegará por mí.

Sigo con la esperanza de que vendrán. Me sacarán. Me ayudarán. Volveré a verte, Acapulco. ¿Volveré a verlas? Y espero que, entonces, el olvido me ayude a borrar el tiempo miserable que me apartó de ti. Me explicarán qué sucedió. Me harán entender las razones del agua tan tibia y los aires tan acelerados. Yo, que soy un hombre de mar, no entiendo por qué salí volando por los aires sobre mi lancha de pescar y vine a caer en un socavón hondo y oscuro que tiene muchos corredores. Aquí me quedé, pero ya me quiero regresar.