Francisco Smythe (1952-1998), vivió los cambios culturales de los intensos y breves años de la Unidad Popular, durante los cuales, al compromiso político y ético, se añadió la apertura hacia nuevas fronteras plásticas como el informalismo español que marcaron su actividad artística. También vivió los primeros cinco años de la dictadura en Chile, donde fue uno de los padres del arte conceptual, que más adelante, en los años 80, se denominaría «Escena de avanzada».

Llegó a Florencia en enero de 1979, con una Beca de estudios otorgada por el Gobierno italiano para estudiar en la Facultad de Letras y Filosofía del Instituto de Historia del Arte y Arquitectura de la Universidad de Florencia, observó el nacimiento de la Transvanguardia en un país en donde prevalecían claramente la alegría y los colores.

Artistas como Francisco se pusieron a trabajar en Florencia, en esta ciudad emblemática, agregando aspectos significativos a la experimentación visual de esa época.

Nos encontramos frente a una actitud artística descentrada, literalmente excéntrica, fruto de individualidades autónomas, que en el lapso de treinta años, habían tenido que enfrentar un huracán de eventos extremos y opuestos, entre los cuales se buscaba, con una gran dificultad, restablecer un equilibrio.

Y si la historia, la vitalidad cultural, la identidad artística, se fundan en la capacidad de organizar la memoria, Smythe, sin lugar a dudas, lo ha logrado. Existe un hilo conductor que está relacionado con una energía, una pulsión cómplice y protagonista a la manera de esos momentos de encuentro, de aquel extraño y fascinante esquema.

Un camino siempre pintado, donde impera el juego luminoso, el ritmo y la vibración de las formas: en las flores y en los paisajes, en los personajes imposibles creados y diseñados y que solamente la poesía puede concebir, porque la poesía es verbo que se quiere convertir en carne.

Bellísima su incursión en las montañas: aquí hace explotar los colores y es única la espontaneidad con la que crea la escena; a través de la belleza nos hace entrar en una especie de mirada hecha de conexiones paradojales entre pasado y futuro, en un tiempo desvanecido.

Figuras simbólicas, rimbombantes y llenas de historia, maravillosas y místicas, figuras elegantes, como si fueran tiernos exorcismos con los cuales crearse una mitología autobiográfica.

Lentamente crece en él la exigencia de apropiarse del tejido urbano, del paisaje nebuloso y matutino, de los desolados muros, flores, de las sombras detrás de sus corazones donde se escondía una realidad siempre más íntima y personal, su melancolía.

Francisco logró, en el paso por esta vida, sembrar signos, porque su palabra visiva tenía una necesidad de componer, organizar continuamente, como constantemente sentía la necesidad de evitar el estancamiento, las esperas prolongadas, los retrasos; un afán casi de precedernos y sorprendernos que no han hecho solamente perfumar su pensamiento sino que hacerlo profundo.

Una parte importante de su obra se expone en Florencia, en el Palazzo Medici Riccardi, a partir de importantes colecciones provenientes de las regiones Toscana, Lazio y Emilia Romaña.