Era mayo de 2014 y tuve que ir a Lublin a cumplir con un compromiso académico; una serie de conferencias sobre Latinoamérica a los estudiantes de Historia y Filología de la Universidad Católica de esa ciudad. Todos mis viajes a Polonia han llevado siempre una carga de misticismo. La Universidad tuvo como profesor en sus aulas a Karol Wojtyla, Juan Pablo II, y adjuntó hace pocos años a su nombre oficial el nombre del Papa.

Atravesar media Alemania y toda Polonia desde mi ciudad me sirvió para aprender muchas cosas que me acercaron al espíritu polaco. Los domingos transitan familias completas hasta con los niños más pequeños para ir a misa. Esta vez me percaté de algo inusual: las iglesias, los ayuntamientos de ciudades y pueblos estaban embanderadas de rojo y blanco, la bandera polaca, y blancoamarillo, la bandera del Vaticano. Entonces recordé que dos semanas antes habían canonizado al Santo Padre, Juan Pablo II. Ese era el motivo de las banderas y guirnaldas desde Breslavia hasta Lublin, pasando por Opole y Częstochowa. Los colores de las banderolas y cordeles bajo la luz del sol parecían vestir los espacios urbanos y alegraban de alguna manera la solemnidad de las iglesias.

Al reunirme con mi colega el profesor C.T., me mostró una entrevista que él mismo había hecho a Floribeth Mora. La mujer costarricense que se curó por sus súplicas a Juan Pablo II y cuyo milagro fue clave en la canonización del Papa. El profesor me contó muy entusiasmado: “He hablado con ella misma, le hice la entrevista por teléfono”. La llamada había sido a Costa Rica. La nota en el periódico ocupaba casi toda la página. Lamentablemente mis conocimientos de polaco son muy primarios para poder leer el artículo, pero mi colega C.T. me complementó la información diciéndome: “Floribeth Mora se encontruentra en Polonia, visitando los lugares donde Juan Pablo II había vivido y trabajado”. Su esfuerzo por invitarla a la Universidad y al Departamento de Historia y Filología en Lenguas Romances no había resultado.

Yo tenía muy vaga información sobre el caso “Floribeth Mora”. Comencé la semana de conferencias con los temas sobre los países sudamericanos, pero me quedó una profunda curiosidad por enterarme de más detalles en torno a ese milagro. En mis ratos libres en el hospedaje de la Universidad eché a andar la búsqueda y encontré detalles importantes. Había sido invitada a Roma para la Canonización, 27 de abril, y tenía una agenda recargada en otros países. Las fuentes sobre el milagro contenían la misma información. La señora Mora sufría de un mal incurable. Los médicos le habían pronosticado un desenlace fatal a corto plazo: no tenía esperanzas de vida. Debido al coma artificial Floribeth Mora vivía con cuidados intensivos, en cuyo lapso los familiares esperaban su muerte. Pero precisamente dentro de ese estado Floribeth escuchó la voz de Juan Pablo II que le dijo: “Levántate, no tengas miedo”. Coincidentemente era el 1 de mayo de 2011, el día de la beatificación oficial de Juan Pablo II. El proceso de curación a partir de esa fecha fue lento pero muy seguro. Para comprobar científicamente que está sana, Floribeth ha sido sometida a exámenes por muchos médicos incluso en el Hospital Gemelli.

Los días transcurrieron rápidamente. Casi al final de la semana el profesor C.T. me invitó nuevamente a almorzar al comedor de los curas. Cuando entramos al recinto había definitivamente algo que no podría describir fácilmente. Era un elemento que flotaba en el ambiente. Alguien se acercó al profesor C.T. y le dijo algo que no entendí. Posteriormente él se acerca y me dice: “Allí atrás está Floribeth Mora”. Podía comprobar la emoción en las palabras del profesor. La sopa ya estaba sobre la mesa. Tuve un momento de incertidumbre. De pronto me asaltó la tentación de acercarme a su mesa y persignarme. No lo hice y ahora me arrepiento. Continuamos almorzando. Al cabo de unos minutos nos dimos cuenta que se paró de su lugar para marcharse. Floribeth estaba con su esposo, dos hijos y dos sacerdotes polacos. Al salir del comedor se detuvo precisamente a la altura de nuestra mesa. Varias personas vinieron a su encuentro, algunas monjas también. Cogieron sus manos y le pidieron su bendición. Mientras Floribeth impartía su gracia a un metro y medio de distancia de nuestra mesa, traté de concentrarme y orar por un momento breve.

Finalmente reflexioné en esa coincidencia, en ese momento fortuito. Me parece que la fe nos otorga instantes extraordinarios de felicidad y misticismo. Mientras caminábamos hacia la puerta principal de la universidad, el coche con la comitiva de Floribeth avanzaba a paso muy lento por el embotellamiento en el semáforo. Alcanzamos a verla unos instantes más conversando con su familia. La luz cambió a verde y el pequeño bus enrumbó a la avenida Racławickie. El milagro de Floribeth recogía todas las estaciones de su benefactor y llegó a Lublin para quedarse, aunque fuera por poco tiempo, en el comedor de la universidad.

En el camino de regreso me enteré que la agenda de doña Floribeth Mora estaba bastante recargada y pasaría cuatro semanas en Polonia dando conferencias y visitando lugares santos. Se me ocurrió que la coincidencia en el comedor tenía un origen inexplicable. Son esas cosas que suceden con una periodicidad cuya extensión rescata los puntos débiles de nuestra fe. El desaliento y la rutina cotidiana destruyen ocasionalmente nuestra convicción y nuestro registro interno de culto a la religión. Sin embargo, la mano divina los refuerza, para suerte nuestra, con estas sincronías felices.