Lucio Anneo Séneca nació en Córdoba en el año 4 de la era cristiana, pero la mayor parte de su vida transcurrió en Roma; hijo de padres acaudalados, recibió una educación esmerada que le permitió ocupar diversos cargos públicos. Pupilo suyo fue el emperador Nerón, quien llegó a confiarle las riendas del gobierno imperial; sin embargo, la insania del monarca acabó enfrentada a la cordura del hispano, quien se quitó la vida en el año 65, tras ser acusado de participar en una conjura contra su señor.

El pensamiento de Séneca es deudor de la escuela estoica, surgida en Grecia en el s. III a. C. Su legado filosófico quedó expresado en ensayos como De la ira (escrito en el año 37), las tres Consolaciones (41, 42 y 43), De la serenidad del alma (53), De la brevedad de la vida (55), De la firmeza del sabio (55), De la clemencia (56), De la vida bienaventurada (58), De los beneficios (59) y De la vida retirada (hacia 62).

El edificio doctrinal de Séneca se sustentaba sobre una visión organicista del Universo, entendido este como un animal superior, formado por la combinación de todos los seres menores. La integridad y coherencia del Cosmos estaban regladas por una inteligencia o principio ordenador que el pensador cordobés denominó pneuma (aquí traducible como «alma»).

Según Séneca, la capacidad racional del ser humano forma parte del pneuma universal, conque todos podemos entender las leyes que rigen el funcionamiento cósmico… por supuesto, si prestamos la detenida atención a los fenómenos de la naturaleza.

De lo anterior se deduce que todos los seres humanos son iguales, en tanto que participantes y potenciales intérpretes del pneuma universal. Y como trasunto lógico de tal afirmación. Séneca se opuso a una de las instituciones sociales más arraigadas de su tiempo, la esclavitud. Es más, sostuvo que las relaciones interpersonales –y por extensión, ¡las mantenidas por los sujetos privados con los poderes públicos!– deben regirse por el principio del amor. Por supuesto, esta fraternidad, en tanto que universal, debiera escapar a los márgenes de la ciudad o el Estado en que se habita, y también del patriotismo que acaba incitando a la guerra: su alcance es cósmico. Séneca consideró al Universo entero como patria, al conjunto de la humanidad como familia.

Así pues, la fraternidad universal es la primera gran conclusión de la ética de Séneca. La segunda, derivada del mismo principio de conocimiento del pneuma, será la conformidad. Veámoslo.

De la noble actividad de observación del mundo físico, proseguía el cordobés, se desprende que los sucesos naturales están sujetos a dinámicas cíclicas. Además, estos ciclos muestran siempre un equilibrio entre fuerzas aparentemente antagónicas: por ejemplo, la alternancia y sucesión de la noche y el día, el calor del verano y el frío de invierno, la bonanza y la tormenta… También la complementariedad reproductiva de los sexos. Así se comprende la necesidad cósmica de la muerte y la enfermedad, opuestos de la vida y la salud, que aterran al ser humano pero contribuyen a la eterna renovación del Universo.

Por mucho que rabien o se desesperen, los humanos nunca podrán torcer el curso de esta ley natural de compensación entre opuestos (cabría decirle al buen Séneca: pero pueden hacer literatura, por lo menos para desahogarse). Así pues, ¿vale la pena preocuparse por lo que no se puede impedir? Lo mejor es conformarse; asumir el principio básico de la vida tal como nos viene dado. Esta actitud reportará el consuelo necesario para el inevitable sufrimiento que la finitud y la adversidad despiertan en nuestro ánimo.

Séneca pide a la especie una profesión de humildad. Viene a decirnos: olvidad las pretensiones de poder sobre la naturaleza, porque ella es el molde en el que hemos sido creados y a cuya horma estamos eternamente sometidos. La humanidad no es el centro del universo, ni tampoco un ser privilegiado entre los otros seres, sino un elemento más de la fórmula magistral que ha dado lugar al Cosmos.

Quien asuma que solo somos una brizna de polvo estelar en el inmenso arenal del Universo, gozará de las ventajas de un ánimo templado, imperturbable ante la efusión de las pasiones y los gozos materiales. Ahora bien, debe quedar claro que Séneca no defendió ningún tipo de puritanismo, pues nunca rechazó de por sí ni el dinero ni los placeres, y en sus recomendaciones no hay atisbo de condena de nada ni nadie. Sostuvo el pensador y estadista: mientras los placeres y riquezas sean meros instrumentos de nuestros buenos propósitos y contribuyan a hacernos felices, tanto a nosotros como a nuestros semejantes, bien estarán; pero cuando se conviertan en objeto y meta de nuestras vidas, nos enfrentarán a la conciencia de nuestra finitud, y perderemos nuestra entereza y buen juicio, amén de nuestros mejores sentimientos.

Entre los placeres que Séneca estimaba, su predilecto era la filosofía, pues le otorgaba un margen de independencia intelectual y de capacidad de acción trascendentes a cualquier ligazón e interés material. Además de brindarle un profundo gozo espiritual, más reconfortante aun que la fama, el poder y las riquezas.

Hasta tal punto es libre el sabio, decía el cordobés, que incluso tiene capacidad para renunciar sin miedo a la propia vida. Al cumplir con su propia mano la pena capital impuesta, Séneca se mostró consecuente con otra de las enseñanzas de su doctrina ética: la muerte no es un castigo ni una desgracia, sino un estado natural que permite descansar de las tribulaciones de este mundo. Por tanto, no hay que temerla en aras de ningún valor: «Nadie está obligado a permanecer en la vida», dejó escrito en De ira. Como Sócrates, prefirió un final digno a una vida humillante.