«Si no te portas bien, el Niño Dios no te traerá nada y tu carta no tendrá respuesta…».

Tal frase era realmente perentoria para niños y niñas de la infancia pasada, y suficiente incentivo para adoptar conductas irreprochables y disciplinadas, al menos por los últimos meses del año…

Una de las memorias más impactantes en estos días de la Navidad es la de la creencia en el Niño Dios, que era la Encarnación de Jesucristo Nuestro Señor, y quien se encargaba de traernos felicidad al finalizar cada año calendario, en correspondencia con el comportamiento bueno o reprobable de nuestra niñez. Se nos inculcaba esta creencia como algo consustancial a la celebración del advenimiento del Hijo de Dios a nuestro mundo, y nada mejor que convirtiéndolo en el procurador de felicidad a compensar nuestros buenos comportamientos y acciones con aquellos juguetes que conformaban nuestro imaginario infantil.

La Carta al Niño Dios era un objetivo que—por semanas enteras—uno mentalmente iba preparando y que luego se convertía en la espera de la llegada de la medianoche del 24 de diciembre para poder verla realizada ante nuestros ojos. Aumentaba nuestra alegría y, algunas veces, también traía algún desencanto al no cumplir con todas las expectativas que dicha Carta contenía. Asimismo, dicha Carta era un mecanismo de presión de los padres exigiendo buen comportamiento y/o buen rendimiento escolar y, en general, un mecanismo de castigo o premio a lo largo del año entre una y otra venida del Niño Dios.

Pero cada Navidad tenía sus propios rituales y formalismos. El tema central era el de rememorar su Nacimiento en un pesebre de Belén y en condiciones muy rústicas y pastoriles. Así, era necesario imitar tales escenas y los Nacimientos eran la manera de recrear con el mayor respeto y solemnidad tal escenario.

Mi abuela paterna, Lucía Robleto, era la artista dedicada a estos menesteres. Para esta época, se esmeraba en crear a mano pequeños nacimientos cuyo centro era el pesebre en el cual yacía la imagen del Niño Dios semidesnudo. Con el pasar de los años siempre reproducía su figura humilde y beatifica, con sus brazos extendidos como expresión de su misión de Salvador del Mundo y acogedor de todos los hombres y mujeres de buena voluntad.

Fácil es recordar a la abuela Lucía, creando a lo largo del año paisajes propios de nuestras diferentes culturas. El alambre, el algodón, las hojas de maíz (chala), el almidón para la pega, y el llamado «papel de la china» eran los materiales que completaban la visión artística, creativa e innovadora de la autora de tan distintos escenarios navideños. Con el papel de la china se formaban las cotonas, los pantalones y otros ornamentos con brillantes colores. El algodón enrollado y/o prensado daba lugar a las cabezas, redondas y de diversos tamaños, y adornadas con sombreros o mantillas según el género. La magia creadora se apoderaba del almidón y hacía posible el sostén de todo en su lugar y con carácter duradero. El alambre era el esqueleto de las distintas esculturas creadas, y su flexibilidad permitía ponerlos de pie, simulando caminar, o estar de rodillas.

Ella se esmeraba por crear estos nacimientos que variaban en tamaño y ubicación de los diferentes actores del mismo, y agregando o no incluyendo algún detalle en unos u otros para así diferenciarlos. Luego, los entregaba a los familiares primero, y después a sus amistades o conocidos que se acercaban a sabiendas de su arte rupestre, y así ir a preparar en las distintas casas de habitación un nacimiento completando con otras figuras y adornos el arte creado por la abuela. Arte realmente rústico y artesanal, pero de mucho valor artístico, que se desarrollaba a bajo perfil y que tomaba vuelo en esta época de Navidad.

Recuerdo como en un año, una vez elaborado el pesebre en espera del Niño Dios de que se disponía, la abuela Lucía procedía a crear figuras de personajes de la historia bíblica, solo que en este caso eran figuras que reproducían nuestro mundo rural. Los testigos del Nacimiento del Hijo de Dios eran humildes campesinos de cotona, caites y pantalones rústicos. Sus cuerpos surgían de los simples alambres de energía usados en esa época, y cuya flexibilidad permitía acomodar sus brazos o piernas para así darles diferentes apariencias y roles en el escenario a construirse alrededor del pesebre hecho de madera.

Todo esto lo enmarcaba la abuela en un paisaje del más exquisito arte indigenista. El mismo alambre eléctrico daba vida a distintos animales en consecuencia con los relatos Bíblicos de este acontecimiento, de una trascendencia religiosa y cultural que aún perdura en nuestros tiempos.

Estos nacimientos también se convertían en juguetes de diversa categoría. Recuerdo que un año, decidimos iluminar a los ranchitos que ofrecía el paisaje rural—los cuales lógicamente, en esa época, no tenían iluminación. Decidimos incorporar una vela en la estructura rústica. Como se imaginan, una vez encendida ésta, la llama se extendió inmediatamente por todo el algodón y el papel de la china, así como por la paja seca que cubría las estructuras del rancho rural. Mis hermanos, primos y yo, como Bomberos improvisados, terminamos de ampliar el desastre echando agua sobre lo que se quemaba y—como no podíamos controlar el agua que echamos—todas las otras figuras del nacimiento que restaban. Pretendiendo encubrirlo, nos fuimos a la cama en culpable silencio. Pero la evidencia era irrebatible—el pesebre se convirtió en un desastre ecológico, artístico, y definitivamente afectó como el Niño Dios nos recompensaría en ese 24 de diciembre.

Pero en todo caso, para nosotros la Navidad era el Advenimiento del Niño Dios, el Alfa y Omega de nuestra niñez. Al crecer y llegar a ser mayores, la venida del Niño Dios siempre estaba sumamente arraigada en nuestra cultura tradicional y religiosa. Alrededor de ello giraba la trascendencia de la época, y su respetuosa conmemoración también nos impregnaba de una determinada concepción de la vida.

Tal así, a los 26 años volví a vivir y sentir la gran importancia del Niño Dios en nuestras vidas durante la noche del trágico y violento terremoto que asoló a la ciudad de Managua a la medianoche del 23 de diciembre de 1972. Llegamos en medio de las réplicas a los escombros de la casa en que vivía una de mis hermanas con tres señoras más, sin saber con qué nos encontraríamos. Después de horas y horas de excavación, logramos sacarlas a todas con vida, sufriendo de diferentes grados de heridas. Pero al sacar de las ruinas a Doña Maruca, una señora ya de edad mayor, ésta rehusó ser llevada a un lugar seguro hasta que se rescatara a su Niño Dios.

Éste se encontraba en un nacimiento que adornaba año con año, y que todo el que pasara por la acera de la casa pudiese disfrutar la visión del Niño Dios. Esta imagen la poseía desde muchos años atrás. Le había llegado de su bisabuela, y probablemente se había esculpido a finales del Siglo XVIII. Un Niño Dios sumamente precioso, de un tamaño y peso superior a los Niños Dioses que podían encontrarse en cualquier tienda del país, y cuyo rostro daba la impresión de ser realmente un Niño Humano, esculpido por algún antiguo y talentoso artesano de España. Solo para esta época navideña lo exponía al público.

Así, me tocó regresar para entre los escombros y logré llegar al pesebre. Creyendo que solo tenía que levantar la imagen requerida, me encontré con que de su torso, el Niño Dios estaba fuertemente atada al pesebre. No me acuerdo cómo, pero logré soltarlo, y así recuperarlo. Hasta hoy día, no entiendo cómo, estando el pesebre y el Niño Dios rodeados de una destrucción total, no habían sufrido daño alguno. Al entregarle la imagen del Niño Dios a Doña Maruca, ella lo acogió como si fuera su hijo y, abrazándolo, expresó que ya estaba lista para salir.

Dicho todo lo anterior, ocurre la siguiente reflexión: ¿cómo, y en qué momentos, se fue diluyendo esta tradición y concepción de la fiesta navideña, para ser sustituida por otra forma de celebrar esta magna fecha? Forma de celebración traída de otros países y que gira alrededor de situaciones totalmente ajenas a nuestro mundo como lo son la nieve, el trineo jalado por renos y, la figura central del Santa Claus, que aparece con ropa de invierno y con sacos de juguetes para repartir. Sustituyendo así la concepción previa del Niño Dios como eje central da la conmemoración.

En este contexto, es interesante considerar la Fiesta de la Purísima, una celebración religiosa nicaragüense que dedica ocho días entre finales de noviembre y comienzos de diciembre para conmemorar a la Virgen de la Inmaculada Concepción. Nadie sabe desde cuando se celebra, ni como comenzó la tradición—mucho menos por qué ce celebra solamente en Nicaragua. Estos ocho días incluyen procesiones, misas especiales, y reuniones entre vecinos, amigos y familiares para orar y cantar las canciones escritas para esta festividad. Además, hay distribución de regalos de distinta índole: caramelos y juguetitos para los niños; comidas para los que participan en las festividades de las distintas casas de habitación o para los que pasan por la casa a buena hora; rifas que pueden incluir hasta la canasta básica para un mes; y otras actividades celebratorias. Así que, si uno sirve de anfitrión en estas fiestas, puede llegar a ser una tremenda inversión.

Así que, si todavía existe este tipo de fervor religioso en al menos un país, ¿cómo llega Santa Claus a reemplazar con tanto éxito y en tan poco tiempo—unas pocas décadas tal vez—al Niño Dios? Lógicamente ello implicaría un esfuerzo investigativo que no nos corresponde en esta ocasión.

Cabe además una confesión: en esa época de la niñez, y del personaje central del mismo Niño Dios, uno consideraba que este sistema funcionaba en todo el mundo. No se comprendía en la época que muchos hogares no celebraban las fiestas cristianas, o que por razones fundamentalmente económicas había hogares que no estaban incluidos en el mapa de ruta del Niño Dios. Para muchos niños y niñas, la medianoche del 24 de diciembre era como cualquier otra noche y carecía de significado alguno para ellos.

Tomando conciencia de los índices de pobreza, y de las desigualdades económico-sociales y culturales de esta época, nos encontramos que la nueva forma de celebración Navideña tampoco ha resuelto el problema de la equidad. Millones de chiquitines continúan sin recibir la visita del Santa Claus; y lo que fue la tradicional Navidad de la niñez se no se ha convertido en una White Christmas llena de nieve y en un Santa Claus en brillante color rojo, con trineo jalado por veloces renos. Sino, así como antes esperaban en vano al Niño Dios, estos niños ahora esperan en vano al Santa Claus. Por eso, en medio de nuestras celebraciones de la época, es importante no olvidarnos de los reales valores de la Navidad y lo que implican ellos para la humanidad.