Pocas horas después del fallecimiento de José de Sousa Saramago (1922-2010), apareció un obituario firmado por Claudio Toscani en L´Osservatore Romano. En ese texto se irrespeta el sagrado momento de la muerte, y brillan por su ausencia palabras de consuelo para los amigos y familiares del difunto. Los aciertos del novelista y su legado literario y humanista, permanecen ocultos a la sensibilidad y mentalidad de quienes prefieren alimentar fanatismos antes que alegrías y esperanzas. Que semejante ejemplo de maledicencia provenga del Vaticano no es sorpresa.

Ideología y literatura

Con lo dicho no defiendo el pensamiento político y filosófico de Saramago, muy distinto al mío, sino la belleza de su arte narrativo. A Saramago no le sobrevive su ideología, tan nefasta como cualquier otra. Lo que de él queda para la posteridad es su literatura y la sabiduría que en ella se atesora. En lo que sigue comento, a modo de homenaje sencillo y sentido al escritor, algunas de las ideas expresadas en el discurso que pronunció al recibir el Premio Nobel de Literatura (1998). Sus palabras constituyen una pieza oratoria de profundo y vigente contenido.

Jerónimo y Josefa

«El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir». Estas son las primeras palabras de aquella alocución pronunciada por Saramago, y en ellas no pretende el escritor disminuir la importancia del conocimiento ilustrado, teórico académico o científico-matemático, lo que hace es situar la experiencia como pivote o columna vertebral de todo conocimiento, aun el teórico-ilustrado. El personaje al que se refiere Saramago es su abuelo Jerónimo Melrinho, quien junto con su abuela Josefa Caixinha, vivían en la mayor de las pobrezas, al igual que los padres del escritor, José de Sousa y María da Piedade, campesinos sin tierra y de escasos recursos económicos. El abuelo y la abuela trabajaban en la crianza de cerdos, y en su pobreza cultivaron la sabiduría, esto es, un tipo de saber sobre el arte de vivir que supera por mucho al conocimiento de los formalmente ilustrados.

La sabiduría nace de la experiencia

Con dicho establezco una diferencia diáfana entre la teorización y la experiencia. Teorizar equivale a utilizar un aparato de conceptos con mayor o menor habilidad, la experiencia, en cambio, equivale a gestionar la vida desde la vida misma antes de que esta sea pensada. Y en ese gestionar tan práctico y pragmático se encuentra la sabiduría. Estimo que esta distinción es clave en los días que corren, días de pandemia y desmitificación psicológica, social y económica, porque si algo necesitan las sociedades contemporáneas, en cualquier civilización donde se sitúan, es sabiduría nacida de la experiencia, no de teorías, que la teoría es gris, amigo, la vida reverdece continuamente (Mefisto).

Saramago compartía con su abuelo y con su abuela el cuidado de los cerdos, y siempre recordó que, al llegar la noche, al momento de dormir, para que los animales no murieran de frío sus abuelos los llevaban a la cama y ahí, con sus cuerpos, los calentaban. Así protegían su paga y su alimento, así nutrían su esperanza.

No sé si Saramago lo tenía en mente cuando refería esta historia de un hombre sabio sin educación formal, que no leía ni escribía, pero es lo cierto que en esa historia se encierra una importante lección de pedagogía liberadora de soberbias academicistas. Veamos.

Conocimiento implícito y conocimiento explícito

En el conocimiento puede distinguirse un componente implícito y otro explícito. El primero nace de la experiencia, de la vida cotidiana, no pasa por aulas ni teorías, se encuentra en el día a día del trabajo y del vivir, como aquel de antiguos antepasados de pueblos y naciones que realizaron grandes conquistas e hicieron una patria (no patrioterismo ni nacionalismos desequilibrados) sin requerir para lograrlo de una teoría país o de cosmovisiones conceptuales; el conocimiento explícito, en cambio, típico del ilustrado universitario, es obtenido por lectura de libros y escucha de teorías. Al primero lo denomino «conocimiento implícito no formalizado», y al segundo simplemente «ilustración formalizada».

Es claro que el conocimiento socialmente disponible tiene mucho más de saber implícito que de saber formal. ¡Cuánto bien se harían así mismos los académicos, políticos, ideólogos y clérigos si fuesen menos soberbios, y escucharan con atención las lúcidas voces que se desprenden del saber implícito, experiencial, de cientos de millones de seres humanos! ¡Cuánto bien harían a las sociedades en las que viven!

El conocimiento de Jerónimo y Josefa, que es el experiencial, cambia como cambia la vida, se renueva con ella; el ilustrado, por el contrario, con los años, los meses, las semanas, los días, las horas y los segundos, se vuelve fósil, caduca y muere. Jerónimo y Josefa eran sabios porque conocían del vivir con la profundidad de sus vidas, y no con la superficialidad de alguna teorización academicista.

¿Por qué seduce la ficción?

Y Saramago soñaba al escuchar las historias de su abuelo. «José –dijo Jerónimo–, hoy vamos a dormir los dos debajo de la higuera». «Mientras el sueño llegaba –recuerda el escritor – la noche se poblaba con las historias y los sucesos que mi abuelo iba contando: leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un incansable rumor de memorias».

Ahí, bajo la higuera, recibió el escritor las primeras lecciones del antiguo y siempre actual arte de narrar historias ¿Por qué la humanidad, sometida a tanto vértigo y desengaño, se deja enamorar por la ficción? Muchas son las respuestas posibles, pero me gusta la siguiente. En la ficción se esconden (y se revelan) ciertas verdades sobre la condición humana, que cada quien, conforme a su experiencia, sabe tangibles, duras como las piedras de un muro; y nos gusta descubrirlas en las narraciones literarias.

Hay otra razón, tan importante como la primera. Las realidades de las que formamos parte resultan tan deficitarias, insuficientes e incompletas, que anhelamos vivir (y vivirlas) de otro modo, y es entonces cuando aparecen los cuentos, las novelas, los poemas, la música y, en general, las expresiones culturales, que vienen en auxilio de la precaria existencia. Pero cuidado, no se trata sólo de ese anhelo de sustitución ficcional de la precariedad lo que nos atrae en el arte narrativo, en la ficción. Lo ficcional es también un modo de luchar por la dignidad, la libertad y la creatividad.

Leer las novelas de Saramago, por ejemplo, es incursionar en algo mucho más ambicioso y decisivo que el puro entretenimiento; en sus páginas se habla de eternidad, trabajo, explotación, falsedad, masificación, autenticidad, burocracia, libertad, pobreza, inmortalidad, desigualdad, maldad y bien. Estos temas entretienen en la ficción, y es bueno que lo hagan, pero sobre todo cuestionan lo que existe, muestran, queriéndolo o no, las mentiras que amamos con amor enfermo, pero sabemos nos oprimen. Semejante revelación nos hace menos falsos y más dispuestos a la transparencia y al heroísmo. Por esto los dogmatismos y las sectas, los Estados y gobiernos, los mercados y las finanzas, siempre han deseado controlar la ficción, aniquilar el disenso, sepultar la imaginación, porque al enfrentar al ser humano con sus propias mentiras, la ficción lo vuelve apto para vivir la libertad.

Creador creado por sus creaciones

En uno de los momentos cimeros del discurso de Saramago se hace explícito un rasgo del arte de escribir ficciones, ignoro si se aplica a otros escritores, pero Saramago lo dice de sí mismo, y ese es un indicio de su valor para otros.

Creador de los personajes de sus novelas –explica– él es criatura de ellos, tanto que sin esa presencia de papel «no sería la persona que soy». Creador creado por sus criaturas. Extraña y maravillosa circunstancia es esta, seres cuya realidad se resuelve en la palabra escrita en un papel o en la pantalla de un ordenador, se transforman en origen y suelo nutricio de la persona de carne y hueso que los crea, hasta el punto de que esa persona de carne y de huesos no sería concebible sin ellos ¿Qué es lo real, el escritor creador de personajes o los personajes que lo crean a él? Menudo tema de la epistemología literaria.

Utopía, distopía, distropía, esperanza

En semejante y compleja interacción, del creador-creado que es el escritor, que es el arte narrativo, se fraguan algunos de los pensamientos más hondos de Saramago, como el siguiente, donde deja constancia de su sentir profundo y definitivo: «No cambiaremos la vida si no cambiamos de vida». En un humanismo como este, radical y humilde, se realiza la más antigua de las utopías: aquella que proclama el pleno estallido del instante cuando por fin el ser humano sea hermano del ser humano, se reencuentre consigo mismo. Anunciar esta utopía en tiempos de distopías y distropías como los experimentados en días como los de ahora de pandemia, plandemias, recesión económica, conmoción social y crisis política, es la expresión más radical de la esperanza.

No sé si algún día, en algún lejano futuro del universo infinito, la humanidad como especie se reencuentre consigo misma o si su destino es la completa extinción en la vorágine de su demente ignorancia, y en la futilidad y vacío de las ideologías con que puebla sus odios, pero sé que el reencuentro con el propio ser, y con el ser sin fundamento que todo fundamenta, esta a la mano en este instante para cada persona, y no requiere años, siglos o milenios para realizarse, ni tampoco libros ni teorías, ni egos ni egolatrías, tan solo se necesita vivenciar experiencias capaces de encontrar una fisura, una hendija por donde hacer saltar las pesadillas en mil pedazos, y entonces despertar, como dios, como humano, como ángel, no importa…Despertar.