No solo el mundo participacionista y mítico penetra continuamente en el pensamiento científico y racional, y el pensamiento racional confiere forma teórica al mito, sino que en definitiva ambas visiones nos dan, por una parte, el universo seco y escuálido de las relaciones matemáticas, y, por la otra, el universo irresponsable de la emoción y la fantasía. El pensamiento primitivo es la realidad histórica en que mejor se concreta y se manifiesta el pensamiento participacionista, pero nuestra experiencia espiritual, individual y colectiva se mueve en gran medida todavía hoy dentro de la participación.

(Francisco J. Rubia. «El cerebro nos engaña»)

Nada me hace más dependiente de mi ignorancia que temer a lo que esconden «las palabras», pues ellas guardan «saberes» primigenios descubiertos mientras evolucionábamos para sobrevivir desde aquel tiempo en que carecíamos de ellas.

No es correcto referirme al «conocimiento» como un «objeto tangible» en sí y por sí mismo. Y para mostrar mi desconfianza, hasta el extremo que ella es capaz de alcanzar —¿pensando o creyendo?—, afirmo que Él es entelequia, constructo de los incontables inventados y fabricados con la mejor herramienta de la que dispusieron nuestros antecesores más antiguos para producir el «saber cómo sobrevivir mejor»: la palabra.

Exagero, como se hace cuando queremos robar la atención de quien o con quienes nos comunicamos. «Exagerar» es la caracteriza más frecuente y común que usa «la palabra». Y, también, el verbo más conspicuo de otros muchos recursos «técnicos» retóricos que fue sumando esa tecnología, única de nuestra especie —el lenguaje articulado—, para ampliar su alcance y hacer más atractivo y seductor lo que con ella podría decirse, reflejarse, mostrarse, evocar. En resumen: «manipular y dominar».

La palabra «nació» de la necesidad de mejorar la forma y el modo de vivir, y exenta de cualquier otro propósito sagrado; deseaba «impresionar» a quien la escuchara —¡impresa en cualquier otra «mente» animal”!—, con un fin universal: «informar» —o sea, dar forma al comportamiento de quien la recibiera— o, lo que es lo mismo: «instruirlo/la en un saber». ¡Esto debo explicarlo de un modo que facilite aún más entender qué quiero decir y lo que significa!

Veamos el asunto desde otra perspectiva; el «paradigma» que gobierna el modo de producir «saberes» que circula en el Mercado Global del Conocimiento Humano del que disfrutamos hoy (¡este no es un «constructo» sino «algo» tangible, medible, cotizable y, además, generador de desigualdades, frustraciones y felicidad, gozo y riqueza!): «Somos criaturas dependientes de Dios —monoteísmo— o, cuando menos, de otros y otras incontables divinidades —politeísmo—, que su ser reúne en ‘Él’, o ‘Ellos/Ellas’, lo que contiene en su ‘naturaleza intocable’».

Tal es la complejidad, que civiliza la vida de nuestra especie. Y ese «Ser» está resumido en tesauro de palabras, implícito en la suma de todas las lenguas creadas por los sapiens para «clasificar y limitar», en porciones discretas, lo que la percepción del mundo que rodea a cada sapiens le ofrece como «medio» donde existir, así como la totalidad de las «interacciones y combinaciones posibles» —¡inabarcable e incalculable!—, que supone el conjunto de el todo que hemos alcanzado a saber, construir y destruir en este «mundo globalizado».

Ningún sapiens en particular es capaz de imaginar ni remotamente, por más inteligencia, de fe o ciencia, que le auxiliara, cuándo las varias especies de Homo, de quienes descendemos los actuales, descubrieron que podían «comunicarse» entre sí lo que cada uno de ellos percibía como «patrón de causa y efecto» en lo que les ocurría mientras existían. «Existencia» que, por entonces, tanto ella como él ignoraban cómo expresar con exactitud.

¿Pueden imaginar, explicar, hacerse idea, de cómo fue, realmente, ese «momento» de nuestra historia evolutiva cuando aún nuestra especie no disponía de «método discreto» (separa por partes, mediante el «segundo sistema de señales» del que ya disponíamos como «animales») para expresar lo percibido?

Cuando hago esta pregunta, violo la «verdad religiosa/científica/literaria», acuñada por alguien que nunca existió, pero que aun así anuncia lo siguiente: «Palabras, palabras, palabras, todo lo demás es silencio…»

La palabra, como instrumento —tecnología para representar y comunicar la realidad—, sustituyó el modo pan-sensual tradicional, holístico, general, de usar el «pensamiento cognitivo» del homínido. Fue, y aún hoy día lo es, el «acto represivo» más violento y útil al que es sometida cada criatura de la que hoy llamamos «especie humana». Ningún avance, progreso, o mejoramiento posteriores, conseguidos por La Evolución, nos ha ofrecido más buenos —¡y peores!— resultados para nuestro bienestar/malestar. ¿Por qué?

¿Albert Einstein ¿pensaba o creía?: «Dios no juega a los dados». Pero la materia, quizá, no posee suficiente inteligencia propia —¡o voluntad!— para evitar hacerlo: está sometida a las azarosas leyes regulares que continuamente lo cambian todo para lograr una forma temporal que le confiera inmortalidad breve permanente (escuchen a Roger Penrose, físico matemático británico, profesor emérito de la Universidad de Oxford y correceptor del Premio Nobel de Física 2020 explicar lo que ocurrió «antes» del Big Bang y lo que podría «suceder» después en el futuro del Universo).

En mi juego imaginario con las palabras, he identificado una advocación temporal de ellas que podría explicar cómo, nosotros, homínidos avanzados (¡«cosas temporales» de la transformación de la materia, premiadas con el atributo «animado», que nos confiere la cualidad de «tener vida»!), llegamos a descubrir/inventar la palabra. El razonamiento es el siguiente:

Si aceptamos, como hipótesis viable que el propósito principal del Universo es evitar morir, terminar, desaparecer (la materia ni se crea ni se destruye, solo se transforma), o al menos así lo sugiere la expansión continúa de los cuerpos en el espacio apreciada por observaciones de los astrofísicos —movimiento de expansión que deforma los modos de transcurrir del tiempo en esa totalidad cósmica, según afirma la Teoría de la relatividad—, la manera más sencilla y simple de lograr esa «no muerte» es la «reproducción continua». ¡No es esto por lo que luchan entre ellas y contra otras todas las especies e, incluso, una «regularidad» practicada por los individuos en particular de cada una de ellas para inmortalizarse: descendencia!

También puede razonarse que ese «patrón» es fuente y origen de lo que llamamos «sexualidad» y que en ella están contenidas todas las variantes de energías que la hacen tangible. Si este orden de palabras produjera certeza verosímil, podríamos derivar, inducir, deducir, reformular, sino todas, muchas hipótesis que han tratado de explicar «el origen del lenguaje» de los homínidos. Y, sí, ¿por qué no?, las causas de que seamos los sapiens la especie que ha llevado a sus máximas consecuencias la evolución de la palabra. Pero la palabra, no es solo la mejor herramienta con que cuentan los sapiens para producir conocimiento… sino también confusión. ¿Existieron los trastornos mentales —enfermedades psiquiátricas—, antes de que los homínidos comenzaran a usar la palabra? ¿Qué enfermó a Alonso Quijano?

Dejó las respuestas que daría yo a esas preguntas para los siguientes textos que darán continuidad a este. Pero voy a detenerme aquí, porque estoy extenuado por intentar entender todo lo que, actualmente, no alcanzo a saber «por qué sucede» —¡en este planeta, particularmente! Necesito hacerlo, para crearme el «plan de lo que haré el próximo cuarto de siglo» —la cantidad de tiempo que calculo me resta para existir. Algo similar hice hace un cuarto de siglo y, como es natural, usé la palabra para «saber, comprender, proyectar» lo que debía hacer desde entonces hasta hoy. Si usted desea saber lo que me dije a mí mismo en aquel entonces, diríjase hasta «el lugar de la nube» donde está almacenado «El arte de mantener la calma en medio de la confusión».

Nota

Rubia, F. J. (200). El cerebro nos engaña. España: Ediciones Temas de hoy S.A., p. 57