Hay en Descartes un dualismo no resuelto entre lo que aprendió de la ciencia contemporánea y el escolasticismo que le habían enseñado en La Flèche. Esto le condujo a incoherencias, pero también le hizo más rico en ideas fructíferas de lo que podría haber sido cualquier filósofo completamente lógico. La coherencia podría haberle convertido simplemente en el fundador de una nueva escolástica, mientras que la incoherencia le convirtió en el origen de dos importantes pero divergentes escuelas de filosofía.

(Bertrand Russell)

Aunque las concepciones cartesianas de la naturaleza son criticadas periódicamente y a veces rechazadas, la contribución de Descartes perdura por la profundidad y claridad de sus ideas. Con la claridad y la profundidad de un pensador clásico abordó los enigmas más profundos y graves para el ser humano: ¿qué es la materia y qué es el espíritu?, ¿cómo podemos imaginar sus relaciones, qué criterios deben cumplirse para superar toda forma de escepticismo?

La operación fundamental del método cartesiano, bien conocida, es la duda metódica: «Creí necesario... rechazar como absolutamente falso todo aquello en lo que pudiera imaginar la más mínima duda, para ver si no quedaba después algo en mi credibilidad que fuera enteramente indubitable» (Discurso del Método, IV, 1., 1637). Es una etapa algo exagerada y provisional que prepara la certeza. Una vez confrontada la duda, constata que queda en su creencia algo absolutamente cierto: «Yo soy, yo existo, es necesariamente verdadero, siempre que lo pronuncie, o lo conciba en mi mente.» (Meditaciones Metafísicas, Segunda Meditación, 1641).

Esta duda severa pone de manifiesto la exigencia cartesiana, actitud que se explica por la frustración del matemático-filósofo ante la diversidad de opiniones sobre los mismos problemas y por su deseo de aplicar, siempre que sea posible, un método tan estricto como el de las ciencias matemáticas. La razón es que Descartes, aun estando consciente del valor para la formación de la mente de las lenguas antiguas, de las fábulas, de la historia y de la teología, piensa que hay que reconocer que estas actividades no satisfacen la búsqueda de la verdad.

Según Descartes, es evidente que soy un ser pensante, es decir, que duda, concibe, afirma, niega, quiere o rechaza algo, imagina, tiene sentimientos. Se sigue que el pensamiento, en sentido cartesiano, incluye el entendimiento, la voluntad, la percepción, la imaginación y los sentimientos. Es este un elemento inusitado de esta doctrina porque el pensamiento y la voluntad, por nombrar solo estas dos facultades, son muy diferentes. No puedo, por ejemplo, imaginar sin mi cuerpo, sin mi cerebro, pero esta observación no contradice la creencia del fundador de la filosofía moderna en el carácter inmaterial de la mente. Esta falta de contradicción se explica por el hecho de que distingue, tanto en la imaginación como en la percepción, entre lo corpóreo, por un lado, y el estado puro de conciencia, por otro. Así, en tanto que estado puro de conciencia, ni la imaginación ni la percepción son cuestionadas por Descartes.

El cuerpo humano no escapa a la mecánica de la extensión. El Tratado del Hombre (1630) muestra cuán lejos llevó Descartes el estudio del hombre dentro de las categorías materialistas. Se trata de una explicación mecanicista no solo del cuerpo sino también de las actividades mentales en la medida en que dependen de la actividad corporal subyacente. Pero la conciencia pura permanece fuera de la actividad corporal, la frontera entre el cuerpo y la mente no desaparece: «El alma es una sustancia enteramente distinta del cuerpo. Es así, pues examinando lo que nosotros somos, nosotros que ahora pensamos que nada hay fuera de nuestro pensamiento o que exista, manifiestamente conocemos que para ser no tenemos necesidad de extensión, de figura, de ser en algún lugar, ni de alguna otra cosa semejante que se pueda atribuir al cuerpo, y manifiestamente conocemos que nosotros somos en razón solo de que pensamos. En consecuencia, sabemos que la noción que nosotros tenemos de nuestra alma o de nuestro pensamiento precede a la que tenemos del cuerpo, que es más cierta, dado que aun mantenemos la duda de que haya cuerpo alguno en el mundo, y que sabemos con certeza que pensamos». (Principios de Filosofía, 8, (1647). Esta clara frontera entre el cuerpo y la mente no fue reconocida por la mayoría de los pensadores y científicos posteriores a él, ni por los materialistas en general, sea cual sea su campo.

Si un procedimiento presentado como un camino hacia la verdad me ha engañado, debo desconfiar de él en el futuro. Hay, por ejemplo, ilusiones ópticas. Si al observar un sistema a través de un microscopio atribuyo al sistema examinado una estructura proyectada en el sistema por el microscopio, entonces la percepción visual no es fiable. Más generalmente, si los sentidos me han hecho tomar una cosa en lugar de otra, debo descartarlos como fuente de verdad. Supongamos por un momento que los sentidos son dignos de confianza, y aunque tuviera la certeza de que no estoy soñando, seguiría existiendo la posibilidad de imaginar un genio maligno. Esta hipótesis no debe confundirse con el Dios engañoso imaginado en las Meditaciones, mientras que la maldad es atribuible al Genio, el engaño no es atribuible a Dios. La divinidad no puede engañarnos, «Dios engañoso» es una expresión autocontradictoria. El genio maligno es imaginado como un personaje extremadamente poderoso que no tendría reparos en engañarme, y nada menos que la infinita bondad divina debía ser invocada por Descartes para descartar esta hipótesis escéptica.

El tipo de argumentos que emplea contra la fiabilidad de la percepción ha sido criticado a menudo desde la Antigüedad. Se ha señalado que la sensación como tal nunca nos engaña. Que, si la sensación cambia, lo único que demuestra es que alguna propiedad ha cambiado, ya sea en el objeto real percibido o en el sujeto que percibe, o en ambos; que la duda es solo metódica, etc.

Recordemos que, desde el punto de vista cartesiano, la proposición «soy un cuerpo» es tan dudosa como la creencia de que existen cuerpos externos con tal o cual característica. Es común hablar del cuerpo y de su unión con el espíritu, sin embargo, nada de eso es evidente para el filósofo dualista. El único atributo que no puede separarse de la mente es el pensamiento. Descartes está convencido de que la razón es intuitiva. Su punto de partida es una intuición y su punto de llegada es otra intuición que se alcanza mediante razonamientos que deben ser perfectamente transparentes. (Aquí vemos, una vez más, la influencia de las matemáticas y su concepción de esta ciencia ─la función de la intuición─ en su filosofía).

Aunque otros pensadores antiguos y medievales distinguieron claramente entre mente y materia, nuestro autor dice en una de sus cartas, pensando especialmente en San Agustín, que él, Descartes, fue el primero en mostrar que el ser pensante es una sustancia inmaterial y nada más. (Recordémoslo: sustancia significa autonomía en la existencia. Una sustancia no necesita nada más para existir ni para ser concebida. Por eso algunos creyentes posteriores sostenían que solo Dios podía cumplir tal requisito). Si la mente es una sustancia, puede prescindir de la materia para existir y los conceptos que la describen son lógica y empíricamente independientes de los conceptos necesarios para describir la materia.

Aunque concibió al ser pensante como una sustancia inmaterial y nada más, Descartes, como cualquier ser humano normal, vivió la unidad de su persona y estuvo consciente de ella: «Existen ciertas cosas que experimentamos en nosotros mismos y que no deben ser atribuidas solo al alma, ni solo al cuerpo, sino a la estrecha unión que existe entre ellos, tal como explicaré más adelante; este es el caso del deseo de beber, de comer, de las emociones o pasiones del alma que no solo dependen del pensamiento, como la emoción de la cólera, de la alegría, de la tristeza, del amor, etc.; este es también el caso de las sensaciones, como la de la luz, los colores, los sonidos, los olores, el gusto, el calor, la duración y todas las otras cualidades que solo caen bajo el sentido del tacto» (Principios de Filosofía, I, 48).

¿Cómo entender entonces que esta unidad real resulte de la conexión de dos sustancias que todo separa? Recurriendo tal vez al aspecto lógico o conceptual proponiendo, como hipótesis destinada a salvar la coherencia cartesiana, que el filósofo ha demostrado que el concepto del yo (el cogito) no implica el concepto de cuerpo o de materia. Habría mostrado una posibilidad intelectual más que un hecho real. La reflexión sobre el concepto del yo revela que podría haber existido sin mi cuerpo. La mente sería separable del cuerpo, pero solo en el pensamiento puesto que, en realidad, no puede existir fuera de un órgano fisicoquímico tan complejo y vivo como el sistema nervioso central. Por mi parte pienso ─me complace señalarlo─ que la situación es análoga a la presentada por Aristóteles con respecto a la relación entre las propiedades matemáticas y los seres físicos. Los objetos y los hechos sensibles, físicos, como la Luna o la línea del horizonte, poseen propiedades matemáticas, como la circularidad o la linealidad, separables de los objetos sensibles mediante el pensamiento. Así, en el pensamiento, las propiedades matemáticas se convierten en seres matemáticos abstractos, como el círculo y la línea recta en la geometría euclidiana, y a partir de ahí son concebibles como si (i.e. no realmente) su existencia fuera absolutamente independiente de la materia sensible (Aristóteles critica a Platón el haber transformado un ser matemático intelectual, abstracto, en ser real).

Es entonces difícil saber o interpretar lo que Descartes quería decir sobre la independencia mutua de las sustancias, y de esta insuficiencia se deriva nuestra dificultad para evaluar sus argumentos de manera correcta y definitiva. En cualquier caso, si una propiedad, el hecho de pensar, depende de otra cosa para existir, del cuerpo, no es una cuestión puramente conceptual o psicológica, es también un problema empírico y ontológico. El filósofo no parece haber separado adecuadamente la lógica y la psicología, por un lado, de la ontología por otro. Sin embargo, hay que reconocer también, en su favor esta vez, que no podemos hacer otra cosa que sacar conclusiones ontológicas de nuestra forma de pensar, sobre todo cuando estamos seguros de saber algo: la explicación implica la verdad y la verdad implica la realidad. Para Descartes, como para todo racionalista, el orden de la razón es el orden de las cosas. Lo contrario parece inconcebible.

Se pregunta él si hay cosas externas a la mente y llega a concebir otra sustancia o región independiente, la corpórea o material, cuyo atributo es la extensión. Pero el yo pienso, luego existo, hace de la materia algo menos cierto que la mente. La filosofía cartesiana tiende al subjetivismo, y todo lo conocible sobre la materia se derivará de lo que sepamos sobre la mente. Al identificar la materia y la extensión continua, Descartes propuso a la humanidad una de las especulaciones imaginables más audaces. La res extensa no significa más que divisiones, formas y movimientos. La idea es comparable en su profundidad y consecuencias de largo alcance a la hipótesis de Leucipo y Demócrito: todo está hecho de átomos discontinuos.

Desde el punto de vista cartesiano, el mundo material es la variación incesante de la forma y de los movimientos de una sustancia extensa única, simple y homogénea. La materia llega a ser entonces estudiable con las herramientas de las matemáticas, y los fenómenos naturales se reducen a las descripciones cuantitativas de las que son capaces la aritmética y la geometría. La concepción cartesiana del espacio o extensión en longitud, anchura y profundidad, gracias a su continuidad ─Descartes es el inventor del concepto de espacio en tanto que entidad continua─ se convirtió en parte esencial de la física clásica. Otra ventaja de esta idea es que, para el filósofo, dice Einstein: «todas las superficies se dan en principio como equivalentes, sin dar preferencia arbitraria a las formas lineales en la construcción de la geometría», como era el caso de los griegos (The World As I See It, ch. 5). Se entiende el interés de esta última observación para la construcción de las teorías físicas de Einstein.

La concepción cartesiana de la res extensa supone una renovación de la tradición que distingue entre las verdaderas propiedades de las cosas reales externas al sujeto conocedor, las cualidades físico-geométricas o cualidades primarias, y las propiedades subjetivas o cualidades secundarias, los colores, los sonidos, los olores, etc. Estas últimas constituyen la apariencia. De acuerdo a Descartes, las ideas sobre el espacio tienen validez objetiva porque se conciben con claridad y distinción, lo que no ocurre con las cualidades secundarias. Piensa que el fundamento de las cualidades primarias es la extensión porque es la base de la corporeidad de las cosas. Pero esta extensión debe ser de naturaleza abstracta puesto que la extensión de las cosas físicas concretas, como lo demostró Berkeley, no es pensable fuera de las cualidades secundarias.

Al identificar el mundo exterior con la extensión, Descartes llenó un vacío importante que había observado en el desarrollo de la ciencia, ¡y de qué manera! Estaba sorprendido por el hecho de que a pesar del reconocimiento general de los beneficios de las matemáticas «por su certeza y la evidencia de sus razones», se utilizan solo en las artes mecánicas. Si la materia es extensión, esto significa que la sustancia de la naturaleza es algebraico-geométrica. Y por sorprendente que parezca, la extensión incluye también los fenómenos biológicos, incluido el comportamiento animal más sofisticado, todo lo cual es una serie de procesos mecánicos.

Para nuestro filósofo el conocimiento es una representación. De ello se deduce que el intelecto se relaciona directamente solo con los objetos intelectuales. El intelecto es incapaz de intuir los cuerpos en tanto que objetos materiales. Si el mundo material es conocible, lo es por su extensión, por su carácter matemático (inmaterial). La extensión «piensa» en la medida en que es matemática. Se me vienen a la mente ciertas intuiciones antiguas: «Lo semejante es conocido por lo semejante» (Empédocles), y si las Ideas son conocibles, es porque tenemos un intelecto que se asemeja a ellas (Platón). En Descartes el principio de Empédocles se manifiesta de la siguiente manera: lo físico puede actuar sobre lo físico, lo mental sobre lo mental, de lo que se obtiene el mecanicismo en física y el asociacionismo en psicología. El paralelismo es ineluctable.

Si la persona es una unidad, la mente debe estar en contacto íntimo con el cuerpo en algún lugar, y con su reflejo mecanicista intentó encontrar el lugar preciso de la interacción. Sin embargo, ¿cómo entender que la mente, siendo inmaterial, ocupe un lugar espacial donde esté en continuidad con el cerebro? Semejante fenómeno es inexplicable, y una vez establecidos los términos del problema como se acaba de hacer, los intentos cartesianos no podían sino fracasar.

A pesar de lo desesperante de la situación, Descartes propuso la hipótesis de que el punto de contacto entre el cerebro y el alma está en la glándula pineal, la epífisis, porque es única y porque está en el centro: «Considero que todas las otras partes de nuestro cerebro son dobles del mismo modo que tenemos dos ojos, dos manos, dos oídos y que, en definitiva, todos los órganos de nuestros sentidos externos son dobles; ahora bien, puesto que no tenemos más que un único y simple pensamiento de una misma cosa al mismo tiempo, resulta absolutamente necesario que exista algún lugar en donde las dos imágenes que llegan a través de los dos ojos, o las otras dos impresiones que procedentes de un solo objeto nos llegan a través de los dobles órganos de los otros sentidos, se puedan juntar en una, antes de pasar al alma, a fin de que no le representen dos objetos en vez de uno» (Las pasiones del alma, art. 32). (Obviamente hoy decimos que si buscáramos la sede de la mente tendríamos que localizarla en la corteza cerebral). El alma toca así esta glándula hormonal situada en la parte posterior del diencéfalo, que a su vez envía «espíritus animales», mensajes nerviosos electroquímicos al resto del cuerpo. La mente, entidad inmaterial, no puede aumentar la cantidad de movimiento de los espíritus animales, y el libre albedrío, por ejemplo, solo puede alterar su dirección.

Es comprensible que los sucesores del filósofo no demoraran en abandonar esta función atribuida a la glándula pineal. El enigma permanece. Geulincx saca a relucir la idea implícita en Descartes de que la mente no puede controlar al cuerpo. El paralelismo se acentúa y Geulincx no ve otra opción excepto asumir de que nada está dotado de eficacia causal: todo sistema material o espiritual es incapaz de actuar causalmente sobre cualquier otro sistema, material o espiritual. Solo Dios puede hacerlo (ocasionalismo). O bien se imagina el leibniziano desarrollo paralelo de sustancias de distinto orden, la armonía divinamente preestablecida, hipótesis increíble, sin valor cognitivo, como el ocasionalismo y como toda doctrina que recurre a una divinidad fantástica para resolver nuestros problemas y enigmas.

Quienes creen en la libertad humana ven aquí una grave dificultad: si el mundo material está perfectamente determinado por las leyes de la física, ya no hay un intersticio en el lado del espíritu por el que pueda entrar la elección de una voluntad libre para modificar su desarrollo. Quiero levantar la mano y lo hago: mi mente actúa como iniciador de una serie causal, continuidad evidente, por ejemplo, para los primeros estoicos como Crisipo de Soles porque concebían el pneuma, un sustrato universal unificador de todo lo existente. Este fenómeno no tiene explicación cartesiana. En efecto, el problema más difícil para el dualismo interaccionista es la relación causal entre las dos sustancias, el cuerpo extenso y la mente pensante. ¿Puede la mente actuar sobre el cuerpo sin violar las leyes de la física? ¿Son nuestras abstracciones lo suficientemente completas y precisas, y las mediciones lo suficientemente finas para asegurarnos de que en el acto de control voluntario hay conservación del impulso o de la energía?

La física y la ontología son esenciales para responder a estas preguntas. Así en la física actual, entre las nociones últimas, encontramos la energía (que existe en varias formas) y el campo. Son conceptos útiles para describir las interacciones en todos los sectores de la física. Las interacciones entre partículas elementales en movimiento, como los electrones, protones y neutrones, que probablemente son más interesantes para el estudio del cerebro que el campo gravitatorio, se analizan con la noción de campo electromagnético. Esto significa que entidades disímiles, siempre que tengan algunas características físicas, pueden interactuar porque las acciones están mediadas por el campo. Pero según el dualismo cartesiano, la mente, en tanto que conciencia pura, no tiene características físicas, razón por la cual las nuevas nociones de la física no son pertinentes.

Una de las objeciones más repetidas y con razón, dirigida tanto a Descartes como a los físicos quienes piensan que, por ejemplo, la mecánica cuántica es pertinente para avanzar en la clarificación de nuestro problema, llama la atención sobre la necesidad de tener en cuenta la constitución biológica del hombre. La biología y las ciencias del comportamiento enseñan que el desarrollo del aparato cognitivo es, en particular, una dimensión de la evolución del cerebro y que, evidentemente, no hay actividad pensante sin cerebro (sublata causa, tollitur effectus). Ahora bien, algunos momentos de meditación solitaria sobre nuestra conciencia individual, sobre nuestra identidad personal, sobre el hecho de sentirnos el centro de nuestro entorno, nos dejan perplejos: nuestra conciencia nos impresiona como si fuera una extranjera en el mundo físico, impresión evidentemente no compartida, entre muchos otros, por el radiólogo quien, mientras pensamos, observa la actividad cerebral en su máquina para imágenes por resonancia magnética.

De acuerdo al naturalismo universal todo es natural, y la formidable tarea para nosotros, pensadores naturalistas, que razonamos siguiendo el axioma de la continuidad causal de la naturaleza, es imaginar los conceptos idóneos para describir esta continuidad.

Notas

Descartes: «Esta proposición: yo soy, yo existo, es necesariamente verdadera siempre que la pronuncio o que la concibo en mi espíritu».
Para Descartes, si el mundo material es conocible, lo es por su extensión, por su carácter matemático, inmaterial. El alma, afirma Descartes, es una sustancia enteramente distinta del cuerpo. La frontera nítida entre el cuerpo y la mente no es reconocida por la mayoría de los pensadores y científicos.
Las doctrinas que recurren a una divinidad fantástica para resolver nuestros problemas o enigmas, como la relación entre la mente y el cuerpo, no tienen valor cognitivo.
Absolutamente todo es natural, y los naturalistas reconocemos que no tenemos ahora los conceptos idóneos para describir completamente la continuidad causal de la naturaleza.