En las calles de Bogotá, cada vez es más habitual escuchar el acento venezolano y la palabra fetiche del país, pana. La crisis social en la que se encuentra sumida el país venezolano ha provocado el éxodo de miles de personas de ese país, en busca de mejores condiciones de vida y huyendo de la violencia que azota las calles del país. El flujo migratorio ha variado a lo largo de toda la historia, pero pocas veces se ha visto una reversa tan opuesta como la que se ha vivido entre Colombia y Venezuela, que han cambiado totalmente su papel en la ecuación.

Venezuela es el segundo país con más colombianos de todo el mundo, según los datos emitidos en el año 2012 por Migración Colombia, el Departamento Nacional de Estadística y el Ministerio de Relaciones Exteriores de Colombia. Cabe esperar que esos datos hayan variado en los últimos años, pero la importancia que tuvo el país venezolano como una válvula de escape para más de 600.000 colombianos no podrá ser borrada de la historia. Colombia, a finales de los años 80 y la década de los 90 sufrió algunos de los años más violentos de su historia. El ascendente poder del narcotráfico en todo el país y la violencia generada por la guerra entre las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y por el propio Gobierno eran asuntos que languidecían a la sociedad colombiana hasta el punto de que muchos de sus ciudadanos buscaran salidas fuera del país.

Venezuela, por su proximidad geográfica y el ascenso económico en el que se encontraba a finales de los 90 comenzó a ser uno de esos polos de atracción. Los venezolanos, entonces, actuaron con respeto y tolerancia. Siempre habrá casos concretos, pero no se produjo un rechazo por parte del país que vio nacer a Simón Bolívar, el libertador de América, quien soñó con la llamada Gran Colombia y que se desbarató a medida que el tiempo pasó y las tensiones crecieron. La creencia de que existe una cultura que abarca a todos los países de la zona, Ecuador, Perú, Venezuela y Colombia, que una vez lucharon juntos contra el mismo enemigo opresor, el Reino de España, perdura en el tiempo. Los ciudadanos así lo sienten y todas las malas noticias que, lamentablemente, azotan cada cierto tiempo a cada uno de estos países duelen en el seno más profundo de cada uno de los países mencionados. La acogida no podía ser diferente.

Ahora, con todo ese peso sobre las espaldas de ambos países, la inmigración ha cambiado su flujo. Son los venezolanos los que se aventuran a llegar a Colombia, hastiados de la situación de su país, buscando entre los recovecos de sus destinos una salida fugaz que les permita respirar. Julio César se levanta todos los días con el albor del día. Se viste con una chaqueta roída que mantiene desde que trabajaba como albañil en las calles de Caracas. «No es tan viejo; sólo que, con tanto viaje, se dañó», dice sacando el orgullo que nunca pensó tener que demostrar. «Es difícil. Tener una vida con sus problemas, pero más o menos estable y tener que meterse uno en una buseta a pedir».

Julio César acude todos los días al Transmilenio, el transporte público de Bogotá, a vender chicles y maní. Con lo que consigue, puede malvivir y pagar la comida y el arriendo de una pequeña habitación en la que vive con su mujer. «No tenemos hijos y eso facilita las cosas». Ella también trabaja en una tienda de tatuajes donde ejerce como administrativa. Las malas condiciones laborales del país en términos legislativos junto a la llegada de tantos venezolanos han provocado que muchos vínculos laborales no se firmen bajo contrato, y que los salarios sean muy bajos. «Si quieres, bien; si no, habrá otro», sentencia Julio César. «Mi mujer gana muy poquito y trabaja muchas horas. Está buscando otras cosas, pero no es fácil encontrar algo que rentabilice».

Jenny tiene tan sólo 26 años. Dejó a su hija en Caracas y se metió dentro de un vehículo desde el que cruzó la frontera con Colombia por Cúcuta, la mayor puerta de ingreso en el país. Tardaron más de un día en recorrer los 1.400 kilómetros entre ambas capitales. “Fue duro, pero más dura fue Bogotá cuando llegué”. Jenny cree que no aguantará mucho más porque no ha conseguido un trabajo estable hasta ahora, los ahorros se consumen y echa de menos su hija. «Era algo que podía esperar, pero no creía que las condiciones laborales acá fueran tan difíciles y malas». Ella, que no quiere meterse en cuestiones políticas, tan sólo rechaza la violencia de las calles de su ciudad natal. «No sé quién tendrá culpa, pero la situación de conflicto ha quebrado la organización social de Venezuela. Son muchos pequeños errores por todas las partes que han llevado a esta situación. Todos esperamos volver pronto a nuestro país para tratar de recuperarlo y con ello, recuperarnos nosotros».

El Gobierno colombiano, sin embargo, trata de no alarmar a sus ciudadanos en cuanto a la llegada de personas oriundas del país vecino. De hecho, aseguran que los datos indican que tan solo se ha incrementado en un 5% el flujo de inmigrantes venezolanos en territorio colombiano. La tolerancia con la que Colombia recibe a los ciudadanos de Venezuela impacta si la comparamos con la reacción de Europa frente a todos aquellos refugiados que piden una oportunidad desde hace varios años, cuando estalló la guerra de Siria. O aquellos que, simplemente, trataron de encontrar una oportunidad laboral durante el siglo XX y el XXI. La reacción fue la pataleta, la escasa noción de que las circunstancias acaban socavando a los más afortunados. La cultura propia, la mirada de tú a tú gracias a las muchas desgracias que han asolado a ambos países, tienen como consecuencia que Colombia y Venezuela entiendan que las malas noticias pueden llegar en cualquier momento y en cualquier lugar.