Había terminado el vuelo aquel de la noche de Año Nuevo y restaba sólo el tramo final.

El avión despegó en Frankfurt casi puntualmente y su tiempo según itinerario para una distancia poco más corta que la de Santiago a Buenos Aires, cruzando ya no sobre los Andes, sino sobre los Alpes, fue también poco menor.

Recordé la primera vez que hice este viaje por avión, en circunstancias muy distintas, y no conseguí calcular con seguridad la cantidad de veces que lo había hecho desde entonces. Me acordé también de la única vez que lo hice en auto, muchos años antes. Cuántas vueltas, pensé entonces: cuántas vueltas de vida me han sido necesarias; como si hubieran transcurrido tan lentamente, como si cada vez hubieran tardado tanto, como si yo mismo hubiera tardado tanto; tardado, que se dice en México por lento. Con esto de las tantas vueltas que da la vida fue que posiblemente me acordé de: Recuerde el alma dormida,/ avive el seso y despierte/ contemplando/ cómo se pasa la vida… Y de ahí seguí a que me tardó por ejemplo tantos años aprender que psique no quiere decir mente, sino alma; terminar de comprender que alma no es un concepto metafísico contrapuesto al de razón y asociado a la idea religiosa de inmortalidad; y me acordé de una escultura de Canova sobre Psique y Eros, que sin embargo había admirado mucho antes de haberlo aprendido, y cuyo nombre dice buena parte de cuanto mejor se puede decir sobre el amor: Psique reanimada por el beso del amor.

Contrariamente a lo pensado antes, P. concluyó así en que lo que al principio le había parecido lento, o tardado, como quiera que haya sido, había ya sin embargo no sólo transcurrido, sino que podía incluso considerar que rápido, si se atenía a todo cuánto le quedaba todavía por delante.

Al descender del avión, le pareció que sonreía y se escuchó entonces cantar; eran ya los versos finales de aquel mismo himno: …sonriendo con el alma/ prendida en el amor.

A la salida del aeropuerto, mientras empujaba el carro con su equipaje, tarareaba todavía el estribillo final: La, lará, lará, lará, lará,/ La, lará, lará, lará; lará, lará (la melodía interrumpiéndose brevemente en el segundo verso antes de las dos últimas reiteraciones, éstas cantadas al inicio en tono más alto y concluyendo enfáticamente).

Escribiría un libro, pensó en fin.

Este libro.

Las puertas de la llegada se abrieron automáticamente de par en par y, mientras buscaba con la vista entre quienes esperaban, así abrió también sus brazos, seguro de su encuentro, como el de la confluencia de los ríos en la ciudad a que regresaba.

Al entrar en la casa había un poema: Estaré siempre/ su sombra sensible./ Aun si usted es mi sueño,/ no despierte,/ sino duérmalo conmigo/ como hombre y mujer.