¿Ya viste las brujas junto al cementerio? «Llegaron anoche», dijo Mateo, con sorna. Ello me bastó para, de un salto, precipitarme colina abajo. Me apuré hacia el otro lado de la bahía por la brecha curva terregosa rumbo a la Playa del Panteón donde un montón de gente se apiñaba en círculo alrededor de una combi VW estacionada junto a una tienda pesada como las del desierto del Sahara, algo común en los sesenta por este lado del país.

Había un grupo de paisanos mirones fascinados por el espectáculo: una hermosa dama con ojos similares a piedras preciosas, otra como de dos metros con sonrisa increíble, una joven bella de 14 años, autista con un gran colguije pendiendo de la nariz, un bebé de un año con la presencia de uno mucho mayor, y una niña de 5 años, inmune a los mosquitos.

Ambos grupos, visitantes y locales se ocupaban en un intercambio bastante extraño: las «brujas» solo estaban sentadas cómodamente, sonriendo bajo el sol agradeciendo silenciosas a las deslumbradas familias mediante tímidos «gracias» cada vez que alguien de la multitud, con franca admiración, sacaba otro regalo, en apariencia lo mejor que tenían a la mano, como comida, dinero, ropa y más para ser entregado a ellas, sin cuestionar nada, como sumisos creyentes haciendo una ofrenda sagrada en un templo.

Nadie diría que estas magníficas mujeres estaban de hecho hambrientas, sin un centavo en sus bolsos después de una agotadora travesía por carretera desde San Francisco hasta la costa de Oaxaca. Aun así, aunque apenas habían arribado el día anterior se veían frescas y relajadas como si nunca hubieran salido de casa. El hecho de ser adoradas por ese grupo de paisanos visitantes desconocidos para ellas acicateó mi deseo por conocerlas mejor.

Conseguí iniciar conversación con Patrice, la belleza de 43 años con ojos de esmeralda. Su cabello lacio extremadamente largo y vestimenta exótica, junto con la ausencia de maquillaje y su exquisitamente elegante y refinado porte me alertaron que ella no era una mujer ordinaria. Más aún, bajo esa nítida apariencia tipo gitana podía ver en sus ojos algo oscuro y ominoso acechando con increíble magnetismo seductor. Algo más que novedoso para un chico ingenuo de 17 años como yo.

Me contó que eran curanderas en una comuna hippie en San Francisco visitada por Jimmy Hendrix y Janis Joplin. Con solemnidad, me mostró algunas fotos de ellos y algunos «curanderos», hombres vestidos de manera extravagante donde el maquillaje, plumas y cuernos mostraban hechiceros mirando amenazadores desde sitios con trasfondo desaliñado. Al despedirnos, fui invitado a una fiesta hippie más tarde y continuar nuestra conversación. Desde luego, ¡acepté!

Al aproximarme al campamento esa misma noche Patrice salió directa y me condujo hacia un área apartada dentro de la tienda. Nos enfrascamos en conversación en la que ninguno de los dos podía contener la gran emoción y entusiasmo por habernos conocido. Yo estaba exultante por su belleza madura y fragante mientras ella se veía muy complacida que yo hubiese aceptado su invitación. Me demostró sus dotes con el tambura mientras yo escuchaba atento acostado sobre mi espalda al tiempo que el resto de la fiesta charlaba animadamente afuera junto a la fogata.

La quema de incienso, el ambiente, y toda la escena eran tan nuevos para mí que empecé a sentirme inquieto. Continué acostado ahí por unos momentos más y no me tranquilicé hasta que ella dejó de tocar el instrumento e iniciamos una conversación. Luego todo empeoró: estábamos cara a cara muy cercanos y mientras ella más hablaba, más cautivado me sentía; estaba en total embeleso por ella. Tanto que no me apercibí cuando todo empezó.

De repente, la noche y todo lo demás habían desaparecido en un instante y al siguiente ya era de día. Yo flotaba en el aire, cruzando frente a una bellísima cascada extático en una calma balsámica. Tan deslumbrado que fui tentado a entregarme a tan deliciosa sensación cuando de pronto sus ojos aparecieron sobrepuestos en la imagen y ello me aterrorizó pues supe que ello no podía estar sucediendo, y aunque sólo duró dos segundos, un terror crudo me obligó a desviar la mirada por instinto ¡y por temor a que algún hechizo cayera sobre mí! Armándome de valor logré liberar mi vista antes de que ella gritara: ¡No!

De un salto me puse en pie y con terror mortal salí corriendo a lo largo de la playa, lejos de su tienda. En contraste, la noche lucía especialmente hermosa. Podía ver el reflejo de las luces de Puerto Ángel a través de la bahía bajo la tenue luz de la noche estrellada, pero yo estaba poseído de terror. Cuando estuve a considerable distancia y solitario en medio de aquella playa, caí de rodillas sobre la arena fresca anonadado ante el repentino estado emocional en que había caído.

Con gran temor a lo desconocido, pero curiosamente empoderado por una fuerza extraña y aún temblando, «supe» que mi edad real no era 17 años. No, mi nombre y todo lo que forma la persona que soy, mi identidad, era sólo un accidente en una existencia que databa de eras pasadas. Supe que me estaba asomando a la «real» realidad de todo lo que existe, donde no hay tiempo, o muerte, tan brillante y bendecido y acogedor que simplemente dejé de pensar y contemplé la noche llorando.

No recuerdo cómo regresé a Puerto Ángel. Permanecí recluido en la casa de mis amigos durante los 3 días siguientes por miedo a toparme de nuevo con las damas. Patrice había dejado una huella tan desgarradora sobre mi mente adolescente que me mantuve a la defensiva, temiendo también lo que había atestiguado en aquella playa solitaria después de nuestro encuentro.

Avergonzado ante mi falta de valor después de haber sido provocado por Mateo y sus hermanos, decidí ir a la Playa del Panteón una vez más a confrontar mis temores. Aunque secretamente sabía que regresar a Patrice implicaba un tipo de compromiso, un salto gigante en mi aprendizaje vital, salir al encuentro de aquello que se me ofrecía significaba tener que aceptarlo como un hombre.

Esta vez tomé un atajo. En vez de seguir la brecha curva, recorrí a duras penas el acantilado rocoso de la bahía sorteando las olas que golpeaban su pared prístina. De loza en loza fui saltando hasta aterrizar sobre la Playa del Panteón. Asustado, lo primero que vi fue la figura de Patrice sentada a la distancia sobre la playa solitaria mirando directo a mí. Ella sonreía dándome la bienvenida como nunca nadie lo había hecho antes en mi vida.

Me arrellané junto a ella al tiempo que predecía mi futuro a través de las monedas del I Ching imaginando lo grandioso que sería llevarme con ella y fungir como sanadores en San Francisco. Habló de su vida y después de charlar, el tema real de la conversación comenzó a revelarse. Me dijo que yo era la persona que había esperado toda su vida, que yo era su estrella, su amor ideal, ¡mientras me besaba en un abrazo tan intenso e íntimo que no me percaté que ya estábamos dentro del mar!

Pasamos el resto de ese día del mismo modo hasta que llegó la noche. Invitado a permanecer, nos mantuvimos en un beso durante toda la noche más extraordinaria que había conocido hasta ese momento. Ella estaba perdidamente enamorada y yo sólo trataba de mantener el paso tratando de comprender todo lo que estaba pasando y para lo que claramente no estaba preparado. Sin embargo, no nos separamos hasta que terminó la Semana Santa y regresé a mi empleo en la jungla.

Dos semanas después fui por asuntos a Puerto Ángel. Por coincidencia el cartero tenía para mí una nota. Era de Patrice diciendo que me echaba de menos y quería verme pronto. Al terminar asuntos en la Inspección me apuré a verla. Continuamos nuestro tórrido idilio y permanecimos juntos durante un indescriptible fin de semana adicional después del cual regresarían ellas a California y yo a mi escuelita en Huatulco.

Patrice me había invitado en innumerables ocasiones a huir con ella, y aunque yo la había rechazado repetidamente ella de manera equívoca continuaba soñando despierta con un lugar donde juntos viviríamos dichosos por el resto de nuestras vidas seguramente contando con que me iría con ella. Pero cuando le dije que yo me quedaba en México todo su mundo se vino abajo con estrépito. De hecho, todas ellas estaban pasmadas por esta revelación. Patrice no podía creer que su soñado amor se deslizara de sus manos como la arena en las olas.

A partir de ese momento lloró profundamente atormentada. No soportaba la idea de nuestra separación, no podía creer que yo hubiera decidido permanecer en México. Patrice se retrajo desolada durante el tiempo que esperamos mi autobús. Todas lloraban y hasta Sherlane hizo contacto visual conmigo mientras Rose luchaba por entender por qué había decidido quedarme.

Mi corazón estaba roto, así como el de Patrice quien nunca dejó de sollozar hasta lo último que vi de ellas, ondeando los brazos diciendo adiós.

Regresé a mi escuela a terminar mi gestión los últimos 4 meses y luego volví a la Inspección en Puerto Ángel a finiquitar mi contrato. Satisfecho y emocionado ante mi inminente partida, deliberadamente fui a casa de Mateo a despedirme. El silencio me sorprendió. Esta vez no había provocaciones, ni chistes, ni bromas. Mateo, La Rana, Aurelio y Pavo permanecían agachados y silenciosos evitando contacto visual. Al principio creí que sólo bromeaban, pero entonces Mateo apenas audible dijo: «Tu bruja no se fue». ¿Qué? Miró a los demás como esperando su aprobación o apoyo para continuar hablando y espetó la peor noticia que nunca escuché: «Se volvió la prostituta de los lancheros, una alcohólica, una indigente, una limosnera apenas sobreviviendo. Puedes encontrarla en la palapa de la playa».

Sentí que el cielo se derrumbaba, que las puertas del infierno se abrían, que las piernas no me sostenían. Incapaz de llorar, pero con un nudo en la garganta y con visión de túnel corrí cuesta abajo hacia el restaurante donde no fue difícil localizarla. Estaba en una mesa con 4 o 5 hombres rudos, todos borrachos especialmente ella, quien parecía dormir o estar desmayada.

Me acerqué a la mesa donde los hombres continuaban su griterío sin prestarme ninguna atención; Patrice estaba derrumbada sobre una silla metálica con la cabeza colgando sin notar que yo estaba junto a ella. Cuando pronuncié su nombre lentamente alzó su mirada con movimiento tembloroso sin reconocerme. Sus ojos vidriosos luchaban por enfocar, su cara hundida, su cabello sucio y sus andrajos, todo daba la impresión de una persona sin hogar, pisoteada.

Le tomó un tiempo reaccionar y darse cuenta quien le estaba hablando. Llorando con infinita tristeza, casi grité ¿por qué, Patrice, por qué? Su cara pasó de total indiferencia y abatimiento a recorrer toda la gama de emociones humanas antes de saber que era yo. Algo que quiso ser una sonrisa murió antes de mascullar con voz aguardentosa «¡Porque te he estado esperando!». Y empezó a llorar mientras los hombres reían ruidosamente y se burlaban. Aterrorizado y habiendo llegado a mi límite absoluto, me largué de ahí directo a mi autobús a la Ciudad de México sin volver atrás llorando sin cesar ante una sensación inequívoca de ruina, culpa, y devastadora tristeza.

Epílogo

Podría haber olvidado más pronto el tormentoso suceso con Patrice si no fuera por el extraño fenómeno que aconteció cada noche durante los siguientes 6 meses: la misma visión que tuve cuando nos conocimos se recreaba cada vez que las luces se apagaban. Ahí, en un circuito visual, mi paseo aéreo frente a la cascada se repetía mientras los ojos transparentes de Patrice me perseguían una y otra vez.