La otra tarde mi hija adolescente, arrastrando los pies, entró en mi despacho y me dijo con enorme tristeza: «Mamá, se me han roto los vaqueros», mientras entre sus dedos sostenía unas hebras sueltas que colgaban de la pernera derecha de los pantalones. Me enterneció su pesar y sin mirar otra cosa que sus ojos le dije: «No te preocupes, Laura», y le di un abrazo a modo de «cura, cura, sana, culito de rana», mientras tomaba los pantalones para ver el alcance de los daños y si era posible arreglarlos para que la felicidad volviera a la mirada de mi niña.

Pero toda mi bondad se tornó de pronto, y pasó de asombro a incredulidad, y de ahí se convirtió en una especie de ira que no pude contener. Tomándolos por la cinturilla, los alcé hasta la altura de mis ojos y los contemplé atónita. Aquellos vaqueros… aquellos vaqueros podían haber formado parte del fondo de armario de algún vagabundo de la Roma imperial (si es que en aquella época los vaqueros hubieran estado de moda). No, creo que me quedo corta, podrían haber sido la ropa de andar por casa de los desdichados leprosos del medievo… No mostraban los vaqueros más de un palmo de tejido indemne y miraras por donde miraras las fibras aparecían huérfanas y lejos de sus hermanas, las fibras del otro lado del agujero.

«¿De verdad me estás diciendo que se te han roto los vaqueros?», respondí enfadada, muy enfadada. «Pero si no hay un centímetro sano, ¡si son puros andrajos!», le dije. «¿Es que acaso sabes exactamente los agujeros y su ‘área’?» (mencioné esta palabra para que se diera cuenta de que le estaba exigiendo una respuesta muy precisa). «Pero, mamá, ¿no ves que este roto ha descompensado la ‘asimetría simétrica’?» Y a continuación levantó la mirada hacia el cielo con gesto de incredulidad e impaciencia, como si se estuviera comunicando con una invisible amiga colgada del techo dándole la razón.

Me vino a la memoria entonces una escena parecida de hace años, muchos años. Me vi a mí misma delante de Guada, mi abuela, defendiendo el uso de pantalones, es más, el uso de pantalones vaqueros, y recordé sus palabras casi como si las estuviera escuchando ahora mismo. Me regañaba diciendo: «¿Pero tú te has visto cómo vas? Si parece que has cogido la tela de una lona vieja y te has hecho unos pantalones. Con lo guapa que estarías con una falda y una blusa…» Y empezaba entonces a tirar de recuerdos de cuando era joven y, a pesar de que mil veces había oído esas historias… me gustaba escucharla porque me transportaba a un mundo diferente que a mí me sonaba extraño, casi de cuento.

Guada siempre había sido muy presumida y me contaba que, durante la semana, no podía arreglarse porque su trabajo en el almacén de frutas familiar no se lo permitía; sin embargo, cuando llegaba el fin de semana o las escasas vacaciones de que disfrutaba se ponía «de punta en blanco», como ella decía, y lucía la misma ropa que le había visto a la reina Victoria Eugenia cuando esta iba de vacaciones a Biarritz y, si bien es cierto que la modista le confeccionaba los modelos con paños de otra calidad, el resultado era espectacular. Con cierta picardía me confesaba Guada que su madre la regañaba porque no era correcto socialmente que una jovencita de clase humilde se atreviera a emular en elegancia a la mismísima reina de España y, por ello, la reprendía severamente… «¿Te regañaba como tú lo estás haciendo ahora conmigo?», le pregunté a mi abuela, y tras un silencio cómplice me dijo… «Sí, igual», y rompimos a reír.

Volví entonces a la realidad de los vaqueros de Laura y, tras examinarlos con atención, me di cuenta de que efectivamente… estaban rotos.