Cuando el hambre castiga, hace que los hombres se suban al techo y se queden colgados de las vigas mientras las mujeres se tumban en el suelo; no para descansar, sino para apretarse las tripas. Cuando el hambre cierra la puerta, la muerte la abre y viene a traer descanso. No todos tienen tanta suerte. No siempre se lleva a todos. Ni el valiente se sienta para respirar mejor ni las más fuertes se privan de mostrar su miseria. La ven pasar. La miran con anhelo. Todos quieren ser elegidos pero, bien lo sabemos, ella es esquiva. Se lleva a quien le da la gana y a quien no, lo deja suspirando de ganas. No le interesa para nada que sea Día de Muertos o cualquier otro día.

La tierra seca es una maldición. Lo peor es cuando la lengua se pega al paladar y la gente se va muriendo de sed, pero todavía sigue respirando. No basta haber comido ayer. Los que todavía tienen algo de fuerza, intentan secar el sudor que fluye por sus rostros. Se acomodan contra la pared para compensar el peso y la debilidad, y así lograr jalar el aire caliente que corre por las calles y se mete por las ventanas a todas las casas. Respiran cortito. Inhalan y exhalan con jadeos sonoros para llamar la atención de la muerte, pero ella ni caso les hace. Dirá: si todavía tienen fuerzas, que aguanten otro rato más. No interesa que se trate del segundo día de noviembre.

El árbol grueso de la plaza quedó caído en el camino de la calle principal. Los nidos se quedaron tirados y los pájaros con los picos abiertos ya no pudieron cerrar los ojos. Ya no se escuchan los lamentos de las aves carroñeras que se escondían detrás de las enredaderas y que servían de heraldos a la dama más fría. Tampoco se oyen los aullidos de los lobos que tanto miedo causaban. Polvo. Tierra. Ceniza. Calor.

La tarde se apaga y el cielo se ennegrece. Las nubes tapan la luz de la luna y la esperanza de que suelten el agua que las tiene cargadas se evapora conforme las horas de la noche van avanzando. Al rincón del patio llega una mujer de piel resplandeciente que tiene el pelo pajoso enredado en trenzas muy destejidas. Arrastra los pies y recarga la espalda contra el muro. Se acomoda en el rellano y se desliza hacia abajo hasta quedar sentada en cuclillas. Aprieta los dientes tan blancos, cierra los ojos. Lo único que se escucha son sus tres pujidos. Tiene la frente perlada y la mirada típica de quien logró dar vida.

El pequeño salió con ojos tan grandes como los de un venado, los codos suaves, los talones lisos, la piel brillante. Parece el hijo de una leona de cabello corto, de una leona que devora carne tierna. La madre con la nariz enrojecida se pega al hijo a la piel y se escuchan los ruidos del que se deleita con la primera leche que fluye de un pecho achicado y casi vacío. Mientras, la muerte recorre los pasillos y revisa las habitaciones de la casa, percibe los ruidos. Aguza el oído, afina los sentidos. Se rasca el cráneo agrietado como madera seca. Sale al patio azotando la puerta. Los que se quedan dentro le gritan que no se vaya, que tenga piedad. La invitan a que se quede, pero se burla. Rechina las dos hileras de dientes. Rasca la tierra.

La madre se enreda en el rebozo y se hace bolita contra la pared. Se pierde entre las sombras de la esquina en la que buscó cobijo. La noche decide llegar a ayudar. La hunde la más profunda de las oscuridades. Las nubes comienzan a tronar y cegadores golpes luminosos empiezan a rasgar el manto negro de la noche. De nada sirve, la muerte la ve. La ve a ella y al niño. Se aproxima. Los jalones de viento azotan las ventanas y botones de granizo caen sobre los tejados. Gotas gordas se desprenden de las nubes y se sumergen en los terrones secos del suelo. La hierba atada a la hondura desata las raíces y el agua derramada empieza a formar riachuelos.

La madre eleva la mirada. La muerte está parada a su lado. Es tan blanca como el resplandor de la luna sobre el río, como la leche fresca que está mamando el pequeño. Siente que un hormigueo le recorre el cuerpo. Sabe que nada puede hacer para impedirlo. Sabe que no podrá resistirse. Sabe quién la está viendo. Se escucha un bramido tan fuerte como el trueno de un cañón. La lluvia se convierte en una tormenta. La mujer como una fruta madura se desploma sobre el niño. No trató de resistirse.

Otro estruendo. Las puertas de ultratumba están cerradas. Los espíritus de los muertos se arremolinan juntos, como enjambres de mosquitos al amanecer. Se amontonan para seguir a la luna que se va hundiendo entre las montañas. Sus lamentos zumban como hojas secas girando mientras la ventolera las arrastra al cielo.

Que el sepulturero no me entierre, que no me cubra los pies con tierra y que me deje el cuerpo descubierto. Que todos los demás puedan ver mi rostro y que puedan venir a ver mis ojos que se quedaron tan abiertos. Que el tambor redoble por nosotros. El tambor nada más redobla por los vivos. Me iré al río y allí arrojaré a los que ya me había escogido. Bebe tranquilo de ese pozo de cinco aguas. Habrá lo mismo, dulce que salada, insípida que amarga y mientras viva habrá un corazón que conoce su deseo.

No hay aguja sin un punto penetrante. No hay cuchillo sin hoja afilada. La muerte se aleja con pasos tan pequeños como los de las cabras. Algún día futuro, en el ardiente amanecer, seremos puestos en un cajón y llevados en altos hombros a través del pueblo. Por favor, cuando muera, no me entierren cerca del rosal, me dan miedo las espinas. No me pongan debajo de los árboles, le temo a las sombras. No me dejen cerca del quiosco, no quiero sentir los pies de los que bailan. ¿Cómo le diré a mi madre que morí justo el Día de Muertos, si apenas puedo con mi propio dolor? ¿Quién te dijo que moriste?

Entonces, se escuchó un medio suspiro.