Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne.

(Génesis 2:24)

I

Los trazos eran finos. Curvas delicadas en los bordes y pinceladas en los pliegues. Era como si el hombre pintase sombras en las paredes de un callejón. Mis ojos se desviaron hacia la piel desnuda, la inspiración de la obra, y no dejé de preguntarme si acaso había mejor persona que un artista. El mundo les debía su encanto —me decía—, su misticismo, su genialidad. Pregunté si había estudiado en una escuela de arte en Europa o si tuvo a un maestro que lo hubiese formado; algo que lo convirtiese en el genio que era. Kowalski detuvo el pincel y, sin observarme, respondió: «A un artista no se le interrumpe cuando trabaja. El arte es la inspiración del momento, el efímero placer de plasmar un pensamiento en un pedacito de la realidad». Al cerrar sus labios, el pincel volvió a empaparse de rojo. Abrí la boca, fruncí el ceño y la pregunta desapareció cuando el índice de Eva se posó sobre sus labios. Bajé el rostro, apreté los dientes y tragué saliva amarga.

La observé nuevamente y noté que ella me imitaba. Ambos teníamos miradas de asombro y las bocas apretadas; ambos esperábamos que el creador dijese que ya era suficiente por ese día, que podíamos ir a nuestras casas a pensar en los pedacitos de realidad de nuestras pupilas. Permanecí callado por el resto de la velada y entendí que las palabras de Kowalski habían respondido otra interrogante que no deseaba —o no lograba— verbalizar: ¿eran todos los genios tan soberbios?

A la mañana siguiente, mientras tomaba una taza de café en la biblioteca, vi su fotografía en la sección de cultura del periódico. «Vladimir Kowalski, el genio polaco del Granatismo», se titulaba el artículo. El autor era un periodista y artista plástico, y hablaba de Kowalski debido a su visita al país. El texto era descriptivo y se asemejaba a una nota de espectáculos: destacaba su infancia precaria en el antiguo Voivodato de Toruń, marcada por el comunismo represivo de Polonia en los años setenta e inicio de los ochenta; la profunda admiración por su compatriota Jacek Malczewski y la obra Thanatos (1898-1899); el movimiento que encabezaba, el Granatismo, y las mujeres que eran retratadas en esas pinturas. A pesar de la nimiedad de la redacción e información del artículo, en las últimas líneas, el autor deslizaba una pregunta sugestiva: «¿Se encontraría, algún día, una de sus pinturas granatistas en un museo, o solo las conoceríamos por fotografías de los propios coleccionistas privados?» Fue en ese instante en que comprendí que sería uno de ellos, uno de los pocos que tendría una pintura de Kowalski. El propio maestro me lo había sugerido. Sería uno de los pocos hombres que tendría a una de sus mujeres de rojo.

II

Conocí a Eva un sábado, mientras cenaba. Supe que era la primera vez que trabajaba en un restorán de cinco estrellas debido a su nerviosismo al servir el vino. Vestía como el resto de sus compañeros, llevaba el cabello castaño en una coleta y el maquillaje que usaba era muy suave, como el rojo de sus labios. Sabía que me sonreía por educación, pero entre sus comisuras se escapaban las preocupaciones. Pedí la cuenta, dejé un par de billetes en el libro y le agradecí su atención. Señalé que volvería la próxima semana y que esperaba encontrarla. Eva fingió una última sonrisa.

La segunda vez que nos encontramos, Eva realmente sonreía. Se acercó a mi mesa, con el andar elegante y la intención de tomar mi orden; sin embargo, se sorprendió cuando la invité a cenar conmigo. Giró el rostro hacia ambos lados y finalmente decidió aceptar mi propuesta. Me incorporé y la ayudé a sentarse. Sus compañeros la observaron.

—Horacio Almazán, mucho gusto —dije, con una sonrisa.

—Eva Núñez —respondió, tímida, como si aún fuese una niña.

—Sé lo que debe preguntarse en estos precisos momentos y responderé a esa duda antes de partir —uno de los camareros se acercó a la mesa. Vigilaba con el rabillo del ojo a su compañera, pero no se atrevía a decirle una palabra. Supuse que el muchacho sabía que era dueño del local. Se disculpó por interrumpir nuestra conversación y nos entregó las cartas—. Ordene lo que desee, Eva.

Se limitaba a responder mi curiosidad. Cursaba el tercer año de Medicina en una universidad privada de la ciudad y vivía con su madre. Supe que trabajaba medio tiempo en aquel restorán para pagar los gastos que acarreaban sus prácticas. Supe que comía y bebía muy despacio porque temía que la comida y el vino manchasen el mantel. Supe que nunca antes un hombre le había acomodado la silla para que se sentase y que odió aquel gesto. Entendí que todas las mujeres que conocía y conocería se llamarían, en algún momento, Eva. Creí que sería imprudente indagar en los secretos de una mujer, por lo que evité hablar de su padre, de sus amores y de su edad; y ella me lo agradecía con bosquejos de sonrisas. Había terminado nuestro momento y la costumbre —o el deseo de mostrar mi hombría— me obligaba a cumplir mi palabra.

—Habla con tu superior —dije, al pedir la cuenta—. Dile que renuncias y que quiero que se te pague la liquidación de inmediato. Desde ahora en adelante, hasta que acabes tu carrera, yo pagaré tus gastos —noté que Eva quería negarse, que las preguntas se acumulaban en sus labios—. Déjame terminar, por favor —ella apretó los dientes—. Solo tengo una única condición: quiero que seas modelo para una pintura —los hombros de Eva cayeron y sus pupilas se agrandaron—. Hablaremos de los detalles en el auto. Te esperaré afuera.

Mis palabras no la habían convencido, pero una sonrisa selló el acuerdo. Luego de hablar con su madre en la mañana del siguiente día, firmamos un documento que estipulaba mi deber con ella. Formalidades mías, según la propia Eva; honor y palabra de hombre, según yo.

III

Kowalski conoció a Eva tres días después. Cuando supo que retrataría a una mujer, se empeñó en que fuera un desnudo completo. Me negué rotundamente a aquella idea, pero Eva accedió a ser plasmada de esa forma. Le aseguré que no era necesario, pero ella respondió con voz suave: «Lo hago por el arte, Horacio». Fue la única vez que me llamó por mi nombre.

Se desnudó y dejó que su cuerpo cayera sobre la madera. Kowalski quería retratarla sobre una mesa redonda, sosteniendo una rosa, sin ningún tipo de maquillaje y con el cabello enmarañado. El primer día, luego de mi pregunta sobre el aprendizaje del polaco, supe que si quería ver el progreso de la obra debía permanecer callado. Las figuras rojizas tomaban forma en la tela con el pasar de los días, pero Eva aún no era retratada.

Al transcurrir una semana, Kowalski me citó una hora antes de que siguiese con la obra. Acudí a su estudio y este me recibió de buena manera. Al parecer, quería mostrarme el avance del cuadro sin la presencia de Eva. Observé los trazos a una distancia prudente y noté que la pintura que utilizaba el maestro era diferente, que olía a metal. Kowalski adujo que solo trabajaba con una mezcla especial, pues el color que buscaba solo lo encontraba en un único lugar.

—¿Hay algo que quiera saber, señor Almazán? —me preguntó Kowalski.

—Si no le incomoda, quisiera saber por qué aún no pinta a la modelo —noté que una sonrisa se dibujaba en el rostro del polaco—. Ha transcurrido una semana y aún no aparece en el cuadro.

—No puedo pintar a una mujer con esta mezcla —Kowalski se alejó por un momento, buscó entre sus pinceles y tomó uno. Lo sumergió en la pintura que utilizaba y me la mostró—. Necesito un color más vivo, más fresco.

—¿Quiere que se lo consiga? —pregunté, al cruzar los brazos.

—No, no —movió la cabeza hacia ambos lados y alejó su herramienta—. Todo tiene su momento. Un mago no asombra al público hasta el final del truco. La clave del arte es la paciencia.

Lo observé por un momento. El polaco veía el granate sobre el lienzo como mis ojos observaban al fantasma de la mujer en la pintura.

—¿Por qué me ha citado antes de la sesión, señor Kowalski? —pregunté, sin desviar la mirada.

—La verdadera pregunta es, señor Almazán, ¿por qué quiere que esta mujer sea retratada? —el polaco esbozó una sonrisa—. ¿Acaso le interesa la muchacha?

—Eso no es de su incumbencia —repliqué, con seriedad—. Pero es extraño que me cite una hora antes y que, a pesar de toda una semana, aún no haya pintado a Eva.

—El extraño es usted, señor Almazán. Distrae a la modelo, y ello me distrae. No pertenece al momento de la creación.

Me arreglé el saco bruscamente y dejé escapar aire caliente por la nariz. Estuve a punto increpar su arrogancia, pero la voz de Eva socavó mi mente. «Lo hago por el arte, Horacio». Le prometí al polaco que no presenciaría el resto de sesiones y me despedí sin estrechar su mano. Decidí que solo vería a aquel hombre cuando fuese necesario o si Eva me lo pedía. Solo si ella me lo pedía.

IV

Eva ya no estaba nerviosa al comer. Supuse que, luego de un mes de cenar juntos, sus miedos o distanciamientos habían desaparecido. Parte del documento que ambos firmamos especificaba que ella debía lograr un rendimiento académico de excelencia y era el tema de conversación de cada semana. Ella misma había deseado que fuera parte del trato. «Si no consigo merecer su ayuda, de nada vale que la tenga», me había dicho aquella vez. Sin embargo, siempre terminábamos hablando de Kowalski. Aquel hombre siempre aparecía en nuestras conversaciones como una maldición eterna.

—A veces creo que está loco —dijo Eva, luego de limpiarse los labios con la servilleta—. Es raro ver a un hombre oler la pintura cada vez que realiza un trazo. Pareciera que no puede vivir sin respirar ese olor.

—Es un hombre extraño, es cierto —respondí, al observar sus labios—. Sin embargo, es uno de los mejores artistas de este tiempo. Soportar sus extravagancias es poco, en comparación a la grandeza de su obra.

—No lo justifique —Eva sonrió—. El hombre está loco de remate.

Le devolví la sonrisa y charlamos por una hora sobre sus estudios y mi pasado matrimonial. Solo con un par de personas había conversado sobre mi esposa. Luego de su muerte, preferí que el silencio hablara por mí. No hay persona que no entienda el lenguaje del silencio y no había comunicación que sobreviviera con él. Pero con Eva era diferente. El silencio se prolongaba y dentro de él aparecían sonidos que comunicaban más que nuestras palabras; pero el hombre siempre aparecía entre nosotros. Su nombre no era pronunciado, pero su presencia era inevitable. Kowalski. Quería verme aquella noche y ella era su mensajera. Decidí que no quería verlo ese día, pero los ojos de Eva me convencieron. «Solo esta vez. Quiero saber cuándo terminará la pintura». No podía negarme.

Llegué a la hora acordada y no planeaba quedarme por mucho tiempo. La puerta estaba abierta. Toqué con los nudillos e ingresé lentamente. El hombre estaba sentado frente al lienzo y lo observaba detenidamente, como si estuviese en trance.

—Señor Kowalski —dije, con voz grave—. Quería verme.

—Sí, señor Almazán —el polaco ni siquiera me dirigió la mirada—. Acérquese, por favor. Necesito su opinión.

Al caminar hacia su posición, noté que la pintura aún no retrataba ni un milímetro de Eva. Había transcurrido un mes desde que se había iniciado el proceso y cada día el hombre la observaba desnuda, sin dibujarla.

—¿Usted es un artista o un pervertido? —pregunté, furioso—. Ha pasado un mes y aún no pinta a Eva.

Kowalski sonrió y buscó uno de sus pinceles. Este era más grueso que el resto y no tenía ni una sola mancha.

—Le quiero contar algo sobre el arte —dijo Kowalski—. Específicamente, sobre el arte de retratar a una mujer. Cuando usted ve a la joven, ¿qué ve realmente? ¿Una mujer o el alma de una mujer?

—Ambas —respondí, al instante—. ¿Qué tiene que ver eso?

—Cuando yo veo a la joven solo veo el alma de una mujer. La mujer está ya en el cuadro, pero un cuerpo necesita un alma para que pueda vivir. Cuando Dios creó a la mujer, tomó una costilla del hombre, una parte de él, y le dio su propia alma. El problema con los artistas es que no tenemos ese poder. No podemos darle un alma a nuestra propia creación. Sin embargo, podemos dar vida de otra forma. Podemos dar sangre —Kowalski alzó el pincel y desglosó una navaja del mismo—. Pero para crear a Eva, necesito una parte de Adán.

Mientras mi pecho se empapaba de rojo, entendí que Kowalski no era un genio, sino un hombre más que quería hacerse pasar por Dios. Él usaba su arte sangriento; yo, mi dinero. Entonces, pensé en ella y le pedí perdón a la distancia, sin poder pronunciar ni una palabra. Eva no era una persona para ambos: era un trofeo. Un premio que entregué a este hombre sin moral ni principios, a este hombre que me convenció que era mejor que yo. A este hombre que era igual a mí.