Montevideo, 2012.

Uruguay dice: no a Aratirí.
No a Monsanto. No a la baja.

(Pintado en la Rambla, junto a las pintadas de apoyo al Frente Amplio. Barrio Sur)

El invierno empezaba a hacer estragos en las calles de la capital. Robinson no faltaba nunca a su cita: allí estaba siempre, de pie en el semáforo, custodiando el cambio de luces y el viraje de los vientos. Por eso a Helena le extrañó verlo sentado en el descampado y desvió la bicicleta para adentrarse en el pasto: «¡Vecina, no me dejan trabajar!» —le gritó desde la distancia. El hogar sin muros donde vivía desde hacía un lustro tenía vistas al río. Le ofreció mate, pero ella declinó la invitación. Nunca se había fijado en su tienda de campaña, disimulada a un lado del solar. El perro, sentado a los pies del limpiavidrios, parecía contagiado de la preocupación de su compadre: «Primero vino la policía de tránsito, después me encerraron por unas horas en el calabozo de la seccional quinta. El abogado me ha dicho que se ha prohibido ejercer en la calle, al menos hasta que empecemos a pagar impuestos. He ido a enterarme bien, porque aparentemente era una notificación que se hacía en base a unos artículos de la Intendencia, pero la persona que me atendió no sabía nada. Creo que ahora todo está en manos del Ministerio del Interior. Tendré que esperar unos días y no podré trabajar». Robinson siguió abrazando el mate, que calentaba tanto como sus mitones y su boina de lana negra. Helena le preguntó cómo se las apañaría sin ingresos durante esos días. Robinson solo la miró profundamente, como intentando arrebatarle lo que implicaba esa pregunta. Fue más explícita: «¿Qué comerás?, quiero decir». Él sonrió y su mirada perdió intensidad: «Vecina, no te preocupes, siempre encuentro algo en la basura. Si no va envasado, lo lavo como puedo. Guardo garrafas de agua que los porteros de los edificios cercanos me van llenando. A veces la gente deja bolsas enteras de comida colgadas fuera del contenedor. Solo hace falta ser observador». Helena se ofreció a llevarle alguno de sus guisos al día siguiente antes de aferrarse a los puños de su bicicleta para reemprender el camino a casa. Robinson hizo un gesto con la mano para suavizar su insistencia.

Desde su regreso de Colombia, Helena no concebía esa esquina de la ciudad sin el limpiavidrios. Le había contado que desde hacía semanas estaba inquieto por los planes de construcción de un gran hotel en el descampado donde vivía. Por suerte los permisos se estaban retrasando porque los vecinos litigaban para no perder las vistas del horizonte. Con la ayuda de uno de ellos, Robinson había redactado un documento que le serviría para recoger firmas. Se lo mostró a Helena. Atestiguaba el servicio que hacía al barrio, manteniendo el solar limpio para evitar riesgos de incendios. Ella también firmó. Admiraba su atrevimiento, su buen humor en medio del temporal. Bailaba mejor que limpiaba las lunas, elegía a sus amigos, a quienes lanzaba piropos, mientras guardaba improperios para aquellos que no respetaban a los peatones o aceleraban cuando el semáforo acababa de cambiar a rojo. Robinson atestiguaba con sus grandes sombreros y pelucas de colores las desigualdades del país; trabajaba cada día por ser visible; aunque ello le granjeaba algunos enemigos que hubieran preferido no ver lo que la ciudad escondía.

Un día, Helena le comentó que envidiaba su oficina al aire libre y que no tuviera un auto. «Quienes usáis las piernas —le dijo— deberíais tener una recompensa por emitir menos CO2. En cambio, yo trabajo encerrada, uso pases de plástico y me obligan a completar cursos de seguridad on line que enseñan cómo distinguir una mina antipersonal. ¡Me gustaría saber cuál es su utilidad en Uruguay! Esa es mi cárcel —le dijo señalando su oficina— mientras tú disfrutas del sol, del mar, de la brisa y de libertad de movimiento». Robinson parecía entenderla, pero contraatacaba frotándose los dedos: «¡Vecina, admítelo, si están en eso es porque deben ganar muy bien...!». Helena se rendía y seguía su camino, no sin recibir algún piropo. «¿Sabes por qué me caes bien? —le preguntaba—. Porque sos muy linda». En bicicleta o en auto, Helena prefería poner punto y final a la conversación y se esfumaba entre el murmullo de la ciudad en movimiento, sin poder evitar ese pinchazo de culpabilidad por haber gozado de oportunidades en la infancia y adolescencia de las que Robinson había carecido. Sabía que no por ello él era más pobre.

La figura de Robinson se fue desvaneciendo conforme Helena pedaleaba hacia la playa Ramírez. Volvió a su mente la última reunión de la tarde. Las dinámicas laborales a veces imponían una pérdida excesiva de tiempo. Extraño personaje el tal Jorge Urraca, difícil encontrar tanta soberbia contenida en un solo envase. Se creía investido por quienes él reconocía como los dioses del Olimpo. ¡Así que ese era el experto en comunicación de la minera, el adalid del mutismo mercenario, el defensor del silencio absoluto! Su intervención había quebrado el sentido a la búsqueda de Helena y evidenciado los complejos de Urraca. Ni siquiera manejaba con rigor el concepto de derechos humanos, aunque parecía creer saberlo. «Un viejo amigo de la ONU», le habían dicho sus colegas. Hubiera sido mejor que llegara con los jirones de la bandera azul en la boca, con la proyección azimutal equidistante del mundo en dos mitades, con las ramas del olivo deshojadas. El propósito del encuentro era profundizar en el debate social en torno a un tema con gran impacto en el modelo de desarrollo, pero el gobierno ya había decidido, la empresa privada hacía oídos sordos y su vocero no escuchaba. «La sociedad no tiene que elegir —increpaba a los representantes de distintas instituciones—. La sociedad ya votó por un gobierno que adopta medidas por ellos». ¿Un experto en comunicación que no sabe lo que es el diálogo social? —se cuestionaba Helena interiormente. Mejor no mencionar los cráteres, el veneno que se quedaría incrustado a las entrañas de la tierra, que sería vertido a los campos, el combustible que alimentaría a camiones pesados... Si realmente era tan hipócrita su postura, en qué medida humana habría que basar el bienestar de las sociedades. Desde luego no en ese crecer desmesurado que iba aniquilando a las otras especies del planeta y no tardaría en barrer a la humanidad. Miró a Urraca, de pie, tan seguro del sentido de su disertación, demonizando los diálogos que «aireaban el conflicto social». Su powerpoint lleno de imágenes de un mundo ideal, enlatado, merecedor de una distopía de inicios de siglo XXI. ¡Era mucho mejor silenciar como unos pocos se hacían ricos explotando el patrimonio natural de todos, ignorar el humo de sus perforaciones y, por supuesto, no divagar acerca de los escasos impuestos que finalmente se pagarían! Urraca hacía marketing, no comunicación social y solo informaría cuando los aires le favorecieran y hubiera que hacer campañas ficticias sobre la generación de empleos o de ingresos. «Esta empresa trabaja por el desarrollo de Uruguay». Bastaba con pronunciar una palabra mágica, aceptada por todos. ¿Para qué perderse en complicaciones? Lo habían enviado allí para transmitir a la ONU su mensaje: que tenían que acatarse los planes del gobierno y apoyar el desarrollo de las infraestructuras y las obras que alentasen el crecimiento económico. Ahora los Estados socios tomaban las riendas de la cooperación internacional. El concepto de sostenibilidad quedaba muy bien en las publicaciones, pero era mejor no constatarlo con la realidad. El paradigma del crecimiento desmedido y la necesidad material insatisfecha hasta el infinito parecía intocable. Él ya había claudicado y solo consideraba válida una ecuación: depredación igual a ganancia del más fuerte. ¿No había que vivir el presente? Sus ojos forzaron la vista detrás de las gafas: «¿Huella ecológica?, ¿resiliencia?». Miró a Helena con una sonrisa cínica. No, no sabía ni quería saber qué significaban aquellas palabras. ¿Por qué tendría que hacer Uruguay lo que ningún otro país había hecho? Con el salario que le pagaba la minera podía llevar una vida cómoda en su país y ahorrar para cuando llegaran las vacas flacas. Los ecologistas y las organizaciones de la sociedad civil le causaban grima, aunque de vez en cuando se encontraba con algún viejo camarada. Ahora lo miraban de forma extraña, pero él pensaba que estaban tan comprados como él. No les daría oportunidad de que cuestionaran su fuente de ingreso. Por eso miraba a Helena, amenazante, cortándola cada vez que tenía oportunidad, con la agresividad que exhiben los seres vulgares. A ella le había quedado claro: no seguiría argumentando contra ese muro de acero. Los demás ya le habían oído decir lo más importante.

En las proximidades de la playa Ramírez, con un ritmo de pedaleo disfrutable, Helena se quedó reflexionando. Se acordó de aquella vez que fue a darse un baño en la Barra de Maldonado entre las olas poderosas y una pareja de pájaros la atacó. Quiso ver en ese gesto la defensa de otros seres ante las agresiones humanas, pero no dejó de asustarla. La minería llegaba al país para enfrentarlo a un desarrollo que nunca acababa de aterrizar, del que todos querían sacar provecho. Sabía lo que estaba en juego y que el gobierno ya había marcado las cartas. En lo tocante al modelo económico, el paradigma mundial invitaba a la inercia que algunos llamaban ortodoxia. Durante el tiempo que había trabajado en Naciones Unidas había creído que era posible abrir «grietas» y penetrarlas, aunque la mayoría de sus compañeros no tenían ningún interés. Más bien se esforzaban en poner paños calientes a las intenciones de explotar la minería de gran porte. Se necesitaba generar ingresos para mantener las políticas públicas. Parecía no haber contradicción: toneladas de explosivos, aguas contaminadas, enormes camiones para transportar cantidades ingentes de combustibles, la tierra abierta en canal, consecuencias para la salud... Aquello era lo que algunos se esforzaban en llamar «minería sostenible». Unos pocos se enriquecerían y después los organismos internacionales ayudarían a paliar los impactos medioambientales con el dinero de los impuestos de ciudadanías que no tenían participaciones en las empresas mineras. Lo habían permitido otros países, ¿por qué no hacerlo igual? El Sur imitaba al Norte. Canadá era el país elegido por su respeto a los derechos de las mujeres, pero también el que daba cobijo de paraíso fiscal para las transnacionales mineras. No, Helena sería franca por una vez en su vida: no iba a poner sellos verdes donde había que poner banderas negras con calaveras. A Uruguay le había llegado la hora: puerto de aguas profundas cerca de un balneario turístico y minería de gran porte. La etiqueta de «Uruguay natural» se caía como un viejo letrero de una casa abandonada. Esa izquierda social, podía mirar hacia otro lado en lo ambiental. Los cráteres se abrían por la codicia de algunos hombres: heridas en un planeta operado a corazón abierto. En las entrañas de la tierra se precipitaba un latido en riesgo.

Siguió avanzando en su bicicleta. En Punta Carretas vio detenerse a un coche de policía. Salieron dos agentes y pidieron la documentación a un grupo de chicos que acabaron esposando. Se acordó de la cárcel de tiempos de la dictadura; ahora albergaba un centro comercial que quedaba a unos pasos. Quiso saber si había cambiado tanto esa sociedad y sus vigilantes. Esa misma mañana, después de conversar con Víctor, el policía recién llegado para custodiar el edificio de Naciones Unidas, sintió ese escalofrío que insuflan los relatos humanos conmovedores, capaces de explicar la realidad mejor que los informes y reuniones. Era muy temprano y en la oficina la penumbra prolongaba la longitud de las salas. Solo estaba Víctor en la cocina calentando agua para colar mate. Le contó que ese destino había sido un premio tras largos años de servicio policial. El traslado le llegó cuando estaba a punto de claudicar. Antes había trabajado en distintas comisarías de Montevideo, la mayor parte del tiempo en la seccional 24, en el barrio del Cerro. Aquello, le dijo, puso en sus manos una fotografía de todo lo que la ciudad ocultaba bajo la alfombra. En el país tranquilo había circunstancias de drama cinematográfico, pero sin glamour ni luces ni cámaras en acción. Víctor había visto las numerosas caras que esa realidad tenía: la de niños maltratados, mujeres vejadas, adolescentes que a falta de otras opciones caían fácilmente en las garras de la pasta base. En la comisaría recibieron la llamada de unos vecinos que habían oído gritos en la casa de al lado, donde vivía una pareja de médicos con sus dos hijos pequeños. Víctor llegó al lugar y tuvo que derribar la puerta después de tocar varias veces al timbre y que nadie le contestara. Lo primero que vio fue el rostro de un niño de cuatro años encima de su madre muerta. Se llevó su pequeño dedito a la boca y le dijo: «No hagan ruido que ya se va a despertar». Un poco más allá, una niña de dos años gateaba cerca del padre asesino, quien también yacía después de quitarse la vida. Helena lo escuchaba mientras veía como el rostro de Víctor se apagaba entre las sombras que el día empezaba a vencer: «A la mañana siguiente había que volver al trabajo con el corazón deshecho, tragar otra vez jarabe de palo. Tomar aliento y observar, pero con una mirada cambiada, contagiada de un filtro amarillento, opaco, un filtro que deforma la visión de las cosas, que viven como dentro de una tormenta, en torbellino constante y agotador».

Y todo seguía, el horror convivía con las vidas placenteras. Sonaba otra vez el teléfono y una madre le pedía que fuera a recoger a su hija de nueve años porque ella, consumidora de pasta base, ya no podía hacerse cargo. Entonces Víctor volvía a calzarse el escudo de superhéroe y partía hacía la casita medio en ruinas de una señora embarazada. Su nuevo compañero, también adicto, le entregaba a la niña aduciendo que era imposible cuidar de dos. «De algún lugar del techo caía una gotera» —recordó Víctor. «Le di la mano, estaba desolada. La llevé hasta el auto para acompañarla al Instituto del Niño y del Adolescente, donde la ingresarían en un centro de menores al amparo del Estado, pero sin afectos reconocibles, sin besos de buenas noches, separada para siempre de todo lo que había conocido hasta el momento. La niña lloró todo el viaje —continuaba Víctor—, sus largos lamentos se quedaron grabados en algún lugar del coche patrulla. El día después, y todos los que le siguieron, los ecos de sus lamentos permanecieron. Resonaban tan fuerte en mi corazón que a veces tenía que frenar el auto porque sentía que me faltaba el aire. Era inútil encender la radio, un sinsentido llevar la música puesta: la voz de la niña era un tañido dormido en mis oídos. Su desesperación había impregnado un coche patrulla que siempre transportaba a chicos duros».

Claro que hubo otras veces que la congoja le daba una tregua. En una de esas ocasiones asistió un parto en un lugar vetado por una banda violenta. Ninguna ambulancia hubiera podido penetrar en esa parte del barrio, el tiempo jugaba en su contra. Habitualmente era imposible deambular en esas calles, pero habían hecho una excepción mientras la vecina estuviera de parto. Todos sabían qué hacía Víctor allí, y por eso le protegerían el tiempo suficiente para poder dejar las cosas encauzadas. No fue necesario ni cerrar el auto; igual hubiera sido imposible porque le temblaban las manos. Se pudo tranquilizar en el interior de la casa, cuando vio que era vital su apoyo físico y emocional para acompañar a esa mujer durante su alumbramiento. Aún en su ignorancia, tuvo que asistirla, sin experiencia ni conocimiento, superar la prueba mayor de todos sus años de servicio. Nació una niña y él la arropó. Salió de allí sabiendo que al día siguiente le volvería estar vedada la entrada: esos eran los códigos y él los aprendió a la fuerza. Había otras historias: niños sin infancia, violencia sobre violencia, embarazos de adolescentes que acababan de dejar a sus muñecas, maltrato... Pero todas se escribían en el mismo lugar, uno que estaba construido sobre la desprotección y la exclusión, donde en ocasiones se obraban los milagros y brotaban lazos de solidaridad verdadera que creaban nidos para calentar todas las carencias: se prestaba un cuarto a los vecinos que se quedaban en la calle o se hacía una colecta para repartir comida a quienes atravesaban una mala racha. Abundaban los casos de personas que quedaban fuera del hogar amenazadas por su propia familia, pero siempre había un vecino con quien compartir un mate en los días soleados de invierno, mientras las conversaciones aludían a que ya quedaba menos para que llegase la primavera.

Helena, encaramada a su bicicleta, contempló la ciudad por encima de la playa. Desde ese lado parecía un ser vivo que reflejaba sus perfiles brillantes sobre el río. El mundo estaba lleno de contradicciones y discursos huecos, pero también de resistencia. Los protagonismos de la ambición se cobraban a víctimas que nunca sabrían la cantidad de dinero y de reuniones que costaría llegar a acuerdos para paliar los daños tan negligentemente provocados. Era difícil el aprendizaje sobre el bien común: un laberinto embrollado y sin fin. Helena pensó que quizás hacía falta otra especie que sustituyera a esa tan imperfecta y bipolar: capaz de los gestos más nobles y de los más deplorables. Desde lo lejos, la playa de Pocitos, en su tráfico y sus edificios, daba el aspecto de ciudad, aunque los coches se avistaban diminutos y mudos. Tampoco los bloques de viviendas cobraban su dimensión real, a pesar de que nada tenían que ver con los rascacielos y embotellamientos ensordecedores que había conocido en Bogotá. La noche cayó y le extrañó esa calidez tan diferente al frío de días atrás. Ni siquiera la luz artificial alcanzaba a matizar la armonía de aquel espacio verde y abierto. No era el paisaje ideal de las playas y el cielo de Rocha, embriagado de estrellas, pero una podía ahogar por un rato las tensiones en aquel mar grande.

Aunque no lo necesitara, solo por el placer de convidarlo, decidió cocinar al llegar a casa para Robinson. Tenía que probar su pascualina con pasas y el brownie casero que había ido tomando consistencia con los años de práctica. Después, cuando él la parase por la calle, le repetiría lo mismo:

Siempre recuerdo lo que dijo tu padre: «Dónde comen cuatro comen cinco». Un gran hombre tu viejo.