Era algo que tarde o temprano iba a llegar. Ya no hay vuelta atrás para confirmar lo que era inevitable, que la antigua televisión que visionaban nuestros padres y en algunos casos abuelos, una televisión en la que los contenidos que primaban se supeditaban en una serie de valores, positivos y negativos al mismo tiempo, que hoy en día brillan por su ausencia. La televisión de calidad ha muerto y en su lugar asistimos día tras día a un denigrante banquete en el que los platos principales son la carnaza, el morbo y la abrumadora falta de objetividad.

Existen cosas contra las que no se puede luchar. La ausencia de verdad en la mayoría de los informativos repartidos por las distintas cadenas de televisión es una de ellas, bien porque es un mal que lleva presente desde hace demasiado tiempo o bien por la existencia de un entramado de intereses políticos y económicos contra los que sería imposible luchar. Pero no todo está perdido.

Las cadenas de televisión, en su gran mayoría, se han dejado seducir por el poder de lo que es morboso y denigrante a partes iguales. En otras palabras, la pescadilla que se muerde la cola. Poco a poco se ha ido olvidando la presencia de unos valores que, años atrás, estaban más arraigados en la sociedad. Y lo más preocupante de todo el asunto no es que haya sucedido, sino que parece que estamos de acuerdo con ello. Los espectadores se sientan horas y horas frente al televisor y asisten imperturbables a un festival en el que los seres humanos se despellejan unos a otros y permiten que otros, embriagados por el suculento aroma de la audiencia y el dinero, se adueñen de su dignidad, la tiren al suelo y la pisoteen sin miramientos. Y nosotros, defensores de las causas pobres, los que siempre nos indignamos cuando se vulneran los derechos de las personas de a pie, no somos capaces de reaccionar contra lo que, claramente, puede calificarse de violación de derechos. Una realidad con la que vivimos y contra la que nadie se pone en pie de guerra por el simple hecho de que entretiene y proporciona a aquellos que ya tienen los bolsillos llenos más beneficio y riquezas. Un reflejo del mal por el que está atravesando la sociedad desprovista de valores que caracteriza al siglo XXI. Una triste paradoja que jamás dejará de ser paradoja.