En la vida las cosas más terribles ocurren
en silencio y de manera natural.

(Svetlana Alexievich)

Tomo prestado parte del título de la traducción al castellano del libro de Svetlana Alexievich: Voces de Chernóbil. Crónicas del futuro. El original en ruso sería algo así como Una oración por Chernóbil. Encabezo este artículo con una cita suya, sobre la metáfora del silencio, que atraviesa los cinco episodios de Chernobyl, la miniserie de HBO (EE.UU.) y Sky (Gran Bretaña), creada, escrita y coproducida por Craig Mazin.

Leí en algún lado que alguien se refirió a Chernóbil como uno de los sucesos más importantes de la cultura pop. Nunca creí poder ver un desastre nuclear como parte de la cultura pop, pero entiendo hacia dónde iba el comentario. Como un hijo de la generación X, que creció en Occidente hacia los años 80, gran parte de mi historia fue construida como un espectáculo, o en todo caso, como un suceso televisado. Supongo que a eso se refería Baudrillard cuando hablaba de simulacros. Quizá no haya sido tampoco casualidad que en 1986 ya hubiésemos presenciado la explosión del transbordador Challenger. Estados Unidos y la Unión Soviética eran algo lejano para un niño de Alajuela, en Costa Rica, pero la pantalla nos acercaba, y el relato de la Guerra Fría ya estaba en nuestro ADN. En el fondo, asistíamos a la historia como a una película de ciencia ficción con algunos elementos de terror.

Chernobyl, quizá el suceso televisivo de este 2019, nos devuelve a esa época, pero nos enfrenta por fin con ciertos fantasmas y nos ofrece una perspectiva única. Han sido necesarios más de 30 años para que los efectos del desastre de la planta nuclear Vladimir Ilich Lenin (ubicada en Prípiat, al norte de Chernóbil) empiecen a ser analizados en todas sus impresionantes y terribles consecuencias. Hoy sentimos este relato ficcional como algo más verdadero y cercano a lo que se suele llamar «realidad». Claro que la serie llega luego de varios documentales y del libro de Svetlana Alexievich (que la valió el Nobel de Literatura), pero es lógico que se haya necesitado tanto tiempo para que el asunto se masifique y la comprensión de sus consecuencias se difunda.

Chernobyl nos cuenta la historia de lo sucedido desde el momento de la explosión del reactor cuatro de la planta nuclear. Vemos a los funcionarios encargados, sus caras de terror; vemos a los bomberos, las primeras víctimas externas; vemos a los vecinos, tranquilos sobre un puente, observando extrañas luces en el cielo; vemos a los miembros del partido negarlo todo, por negligencia, estupidez, terquedad o fidelidad política, pero también por ingenuidad e ignorancia (no sé si viene a ser lo mismo). La planta ha estallado. El Estado soviético no sabe realmente qué pasó, pero en lugar de averiguar con rigurosidad, decide simplemente cerrar sus ojos. Vale más la reputación del país que las vidas de sus habitantes.

Así las cosas, el dilema de Chernobyl es sobre todo político, burocrático, y aunque esto es fundamental, pues en última instancia afecta todas las áreas del quehacer humano, alguien podría apuntar que lastimosamente la serie tampoco es un alegato contra la energía nuclear, y que en dicho apartado a lo mejor se ha quedado corta.

Lo que llama más la atención de Chernobyl es el sentido de apremio y urgencia que uno siente. No es reality tv ni mucho menos, es un drama histórico en toda regla, estéticamente magnífico, que logra transmitir la idea de estar observando en tiempo real un desastre nuclear nunca visto ni experimentado sobre la faz de la tierra. Parece fantasía o ciencia ficción de terror y ya sabemos el final, pero de ahí viene su grandeza (tal vez con una serie como esta, la gente entienda por fin por qué razón la fobia contemporánea a los spoilers no tiene sentido y está solamente alimentada por series malas y libros malos). La sensación de apremio, de asfixia, incluso, se logra mediante una banda sonora ominosa, que aprovecha con precisión los silencios. Estos silencios se convierten a su vez en ámbitos para que distintos personajes asuman un papel protagónico, sean los altos mandos del partido o los anónimos bomberos o soldados.

Valery Legasov (Jared Harris) es el físico nuclear que tiene la mayoría de las claves, la voz atormentada de la conciencia nacional, porque en el fondo sabe qué ha sucedido. Boris Shcherbina (Stellan Skarsgård) es el burócrata estatal de alto rango, que se verá transformado hasta observar el horror de frente y saberse condenado a muerte por la radiación. Ulana Khomyuk (Emily Watson, personaje ficticio) es la conciencia liberada, la física nuclear que arriesgará su vida hasta descubrir qué sucedió realmente. Anatoly Dyatlov (Paul Ritter), el ingeniero en jefe, responsable en parte de la explosión. A ellos se unen Vasily Ignatenko (Adam Nagaitis), uno de los primeros bomberos fallecidos y Lyudmilla Ignatenko (Jesse Buckley), su esposa embarazada. Las masas también serán protagonistas: los mineros del episodio tres, que deberán abrir túneles o los civiles del episodio cuatro, reclutados para deshacerse de los animales domésticos y de granjas. En este último grupo destacan Pavel (Barry Keoghan), un joven arrastrado a un paisaje desolador y Bacho (Fares Fares), quien lo entrenará. El episodio cuatro también ve la llegada de miles de trabajadores, que deberán subir a la azotea para arrojar el grafito al reactor destruido, antes de que pueda ser cubierto.

El episodio cuatro funciona de alguna manera como catalizador. No se trata de héroes, tampoco de soldados, mucho menos de políticos o miembros del partido. Estos personajes deambulan por granjas abandonadas, en silencio, tomando vodka para soportar las jornadas, matando perros o vacas. Estamos frente al anonimato absoluto y por tanto ante el dolor total. No hay un solo signo de esperanza o de vitalidad. La muerte no es simbólica. Desde esta perspectiva, se podría afirmar que Chernobyl es heredera de la mejor tradición literaria rusa, que tan bien ha sabido retratar al pueblo, sus luchas y desgracias así como los dilemas existenciales derivados de una cultura atávica y de monarquías e imperios.

Vuelvo al epígrafe de Svetlana Alexievich: «En la vida las cosas más terribles ocurren en silencio y de manera natural». Pienso de inmediato en la «banalidad del mal», expuesta por Hannah Arendt. Los seres humanos no cometen crímenes horribles porque sean malos o enfermos, los cometen porque siguen órdenes, porque actúan bajo una ética de eficiencia, porque no analizan las consecuencias. En el caso de Chernóbil, pareciera que más que un problema ecológico o de salud pública, lo verdaderamente espeluznante, lo verdaderamente nefasto es la burocracia. Líderes miopes que han alcanzado el poder y que no permitirán que nadie los cuestione guían al pueblo al barranco. Sus subalternos, deseosos de escalar, harán lo que aquellos les ordenen. El absurdo de Kafka se cruza con 1984, de Orwell, y adopta un tono de historia de terror.

Hará falta, de igual modo, que al menos uno solo de esos burócratas vea la muerte de frente para que algunas cosas cambien. Shcherbina le dice a Legasov que gracias a él han podido hacer algo. Legasov le dice a Shcherbina que otros científicos también hubieran ayudado, pero de no haber sido por él, por Shcherbina, nada habría sido posible. Shcherbina vio la muerte. Para Shcherbina el mal dejó de ser banal. Entonces tomó acción. Exigió. Dejó de plegarse a las órdenes del partido.

Desde este punto de vista, Chernobyl habla sobre la búsqueda de la verdad, sobre el lastre burocrático que adquiere dimensiones horroríficas, sobre el egoísmo y la miopía de los líderes políticos, sobre el anonimato de las víctimas de la guerra, del poder y de las malas desiciones. En última instancia, sobre el desamparo absoluto del ser humano frente al mundo y sus instituciones. El retrato preciso de una época destaca no tanto por esta precisión, sino por la impotencia que provoca. Al menos nos permite comprender un poco mejor el pasado y nos hace cuestionarnos con más vehemencia nuestro presente.

Si la energía nuclear nos ha provocado todo esto, ¿hacia dónde iremos luego de las nuevas revoluciones tecnológicas, de la inteligencia artificial, de la singularidad, del cambio climático, del agotamiento de las reservas naturales, del ascenso de la nueva derecha, del auge del neopentecostalismo, del poscapitalismo? Aunque, ¿valen estas preguntas? En el episodio final, el director de la KGB le dice a Legasov que será olvidado. Legasov le advierte sobre los peligros de ocultar la verdad. El director le responde, con cinismo: «¿Por qué preocuparse por algo que no va a ocurrir?».

En una entrevista reciente, Paul B. Preciado afirmaba que libramos

«una batalla importantísima. Se trata de una lucha no por los medios de producción, como lo fue la lucha del liberalismo-socialismo en el siglo XX, sino por los medios de reproducción de la vida. Es la lucha definitiva, puesto que en ella está en juego la supervivencia de la vida sobre el planeta Tierra».

El paisaje no es hermoso. Chernobyl podría ser una lección del pasado proyectada al futuro. El ser humano se enfrenta por primera vez a su exterminio. ¿Cómo escribiremos esta crónica del futuro? ¿Será en silencio, con el silencio o a pesar del silencio? A lo mejor aún tengamos una nueva oportunidad, una esperanza, como las de todos esos héroes anónimos que cavaron túneles, que se sumergieron en fosas inundadas o subieron a azoteas para arrojar el grafito radioactivo. ¿Será posible que la noción de «verdad» pueda ser recuperada, como instrumento de liberación?

En el episodio final, una pequeña oruga sube por la pierna de Shcherbina. Él la observa. Volvemos a la sala del juicio. A lo mejor esa pequeña oruga es la respuesta.