Mi primer recuerdo de la radio me lleva a mi infancia, cuando apenas mi nariz rozaba el borde de la mesa donde reposaba una enorme caja marrón. Pero no era aquella una caja cualquiera, era un objeto misterioso con el que mi madre y mi abuela hacían magia, y con solo girar alguno de los dos grandes botones comenzaba a sonar una bonita música, o empezaban a hablar algunas personas que yo imaginaba diminutas porque seguro que debían vivir dentro de ese artilugio.

Cuando ya fui lo suficientemente mayor como para volver sola del colegio, con diez u once años, y usando mi recién conseguida libertad, salía de clase a media tarde y acompañaba a una amiga a su casa. Vivía en un piso interior de una casa antigua del barrio de Chamberí y para llegar hasta su puerta había que recorrer un larguísimo pasillo (o así me lo parecía); nada más entrar en aquella casa nos recibían las cálidas voces de los actores de Simplemente María, un serial radiofónico que su madre y su abuela escuchaban con atención y congoja, pues siempre los protagonistas pasaban por tribulaciones y tristezas infinitas. Recuerdo aquellas voces como si fueran una espesa bruma que hubiera invadido sin remedio cada rincón de la casa.

Y no es esta la única radionovela que recuerdo. También por estos años habitaba las sobremesas Lucecita, una joven campesina que sufre mil avatares amorosos. Y digo «habitaba» porque eran muchos los comercios que llenaban sus minutos con estas novelas; sin ir más lejos, recuerdo más de ocasión en la que la panadera me atendió con ojos llorosos porque sentía en sus carnes las desdichas de Lucecita.

Por supuesto, también por aquellos años, o quizá algo más adelante, un programa se extendió como la pólvora por todas las casas: El consultorio de Helena Francis. Seguro que recuerdas su queda melodía y la firme, pero a la vez, suave voz de la consejera leyendo las a veces ingenuas y a veces desesperadas cartas que sus oyentes le enviaban, y para las que siempre tenía el mejor consejo preparado. Hace un par de semanas escuché en YouTube un fragmento del programa y ciertamente me sorprendió la modernidad de la que hacía gala entonces.

Con el paso de los años llegué a la adolescencia y la radio se convirtió en mi mejor amiga, pero no porque escuchara sesudos programas, sino porque me daba lo que entonces me hacía más feliz: música. ¿Qué hay mejor en el mundo que la música? Me parecía entonces incomprensible que las personas mayores (léase a partir de 30 años) escucharan programas en los que hubiera un locutor que solo hablara… ¡qué aburrimiento más terrible! En aquellos años ni me planteaba comprar los singles, LP o casetes de mis cantantes o grupos favoritos, siendo la quinta de siete hermanos mis padres ya hacían bastantes malabares para mantenernos. Así que solo cabía una opción: grabar las canciones de la radio. Ahora lo recuerdo con cariño y sonrío al pensar en lo complicado que era conseguir grabar una canción entera sin que el locutor hablara antes, durante o al final de la canción; era como atrapar por las alas a una mariposa pero sin quitarle una mota de ese polvillo que las recubre: misión imposible.

La adolescencia me llevó de un extremo a otro, y de pronto escuchaba Los 40 principales, o me sumergía en la oscuridad del cuarto de estudiar con mis hermanas, solo iluminado por nuestros cigarrillos, para escuchar Flor de pasión, delicioso programa «contado» por un locutor de voz aterciopelada y pasión en cada palabra; nos descubrió cantautores franceses, divertido pop italiano o música fugitiva de la censura. Un auténtico broche de lujo para cerrar el día.

Un verano de aquellos años lo pasé en Pamplona, donde una de mis primas, periodista, tenía un programa en la radio. ¡Vas a venir a la radio y te voy a entrevistar!, me dijo eufórica. No podía decirle que no, así que al día siguiente allí estaba yo, dentro del estudio con los protagonistas de esa magia. He de decir que mi participación fue… bueno, digamos que no fue muy fluida, pero lo que vi en aquella pequeña habitación me emocionó. Tras una pequeña intervención, mi prima indicó al control que pusieran música y entonces rápidamente se levantó de su silla y comenzó a bailar con su compañero como si aquel fuera el momento más feliz de su vida. Me pareció aquel instante magia en estado puro.

Cuando llegué a lo que de niña creía que eran las puertas de la vejez, es decir, la treintena, empecé a preferir escuchar programas que me contaran algo interesante y que no me distrajeran con música. La vida poco a poco me fue apartando de la radio y a ello contribuyó sobremanera la irrupción de internet y de la nube que todo lo guarda. Para escuchar una canción solo tienes que tirar del hilo y la música baja como si de un globo se tratara. Tantos globos habitan los cielos que hasta los recuerdos más entrañables se han devaluado porque los tenemos al alcance de la mano y ya no hay mariposas que atrapar.

¿Por qué escuchar un programa de radio entero si de su contenido solo me interesa una pequeña parte? Siguiendo esa premisa me conduje durante años, muchos años, escuchando y consultando solo los temas que a cada momento me iban interesando hasta que sentí que esta rutina me llevaba a aprender, sin duda, pero había despersonalizado mi relación con la información, con la música, en fin, con la vida. De modo que un día instalé en mi teléfono móvil una aplicación para escuchar la radio (obvia decir que me había desecho de todos los aparatos de radio durante aquellos años) y le di una oportunidad a uno de esos programas en los que se habla de todo. Grata sorpresa, me gustó.

A partir de ese día me impuse la rutina de escuchar cada día unos minutos más del programa, y he de decir que la obligación se tornó en un agradable momento del día. El locutor ya no era en mi cabeza un individuo «parlante», sino que se convirtió en esa persona con la que pasar la tarde; esa persona que a veces te cuenta cosas increíbles, pero a la que en otras ocasiones le suplicarías que dejara de hablar de ese tema tan aburrido, esa persona que siente y vive como tú, esa persona que… Ahora que reparo en ello, creo que esa descripción se ajusta con exquisita precisión a la palabra «amigo», ese amigo que por la magia de la radio camina siempre a tu lado.