Estamos por jugar la promoción y, al primer minuto de saberlo, pensé en llamarlo. Claro que sabía que era difícil por donde se mirase. Era el único campeonato del país en donde había promoción además de dos descendidos directos y un campeón a puntos. Y digo el único porque de verdad así era. Ni en el torneo de primera existía tal cosa. Acaso uno perdía la categoría.

Pero había llegado a la coordinación del complejo uno que venía del sur, de la Argentina, y decía que así era como debía jugarse un campeonato, ya que, para ejemplo, la liga argenta era la más competida en América.

Si se quejaban por la malla rota la reparaba, si se pedía que regaran las canchas más cerca de la hora para evitar el polvo a la hora de juego no tenía enfado en mandar otra pipa. Todo lo que pedía la comunidad trataba de cumplirlo, manejaba igual la alberca, el gimnasio y la pista; pero que no perdieran la categoría tres, sino uno, y que hubiera fase final de eliminación directa ni pensarlo. Era sí o sí con torneo a puntos y de doble vuelta.

Nosotros estábamos en ese problema porque cada vez éramos más viejos y las piernas nos pasaban factura. Tipos que ya estábamos en edad de retiro, algunos hacía ya un par de años que lo practicaban, pero nos aferrábamos a esa cancha; misma en la que todos comenzamos. Claro que, durante nuestra juventud, con intención de llevar nuestras hazañas a mejores escenarios conocimos otras mejores, pero siempre volvíamos.

Comenzamos a regresar porque el fútbol se estaba extinguiendo. Todos contábamos historias que apuntaban a lo mismo. Ligas de pocos equipos, de niveles tan bajos como el aburrimiento y jugadores que ya no iban porque les negaban el permiso o estaban en la cárcel o si no había plata de por medio desaparecía el interés. Pero los grandes torneos y acaudalados mecenas también estaban desapareciendo.

Nosotros éramos de la resistencia, de manera que cada uno contaba su historia para justificar su ausencia en primera: una rodilla muy golpeada, una novia embarazada, la falta de dinero, el despido por desplazo ante el hijo de una figura… Claro que ninguna era cierta. Por ahí el más descarado aventaba a soltar que había probado la gloria por escasos minutos y quedó inmortalizado en un periódico que él conservaba, pero nunca nadie había visto.

El equipo tenía tres bandos que de principio nos recordábamos como rivales de batallas que duraron años. Nos reencontramos en finales, nos llenamos de patadas, hablamos mal de los otros y alguno se había ido a las manos más de una vez. Aquí seguíamos sin ser amigos, pero ante las dificultades uno llevaba a lo que quedaba de su clan sin preguntar, otro le decía que llegara al medio tiempo, alguno se metía sin que lo notáramos, uno más era llamado de urgencia para estar completos.

Así comenzamos a jugar. Un grupo no se la quería pasar a otro; otro discutía por estupideces. A veces ni nos saludábamos. De a poco nos fuimos metiendo en tal lío. Equipos contrarios, llenos de jóvenes briosos y veloces, de esos que no les afecta ni la resaca, tampoco ayudaban. Lo extraño es que nadie faltaba, quizá porque comenzamos a ser los once justos.

Cuando la cosa mejoró un poco ya no había caso, perdimos los últimos seguidos. Ahí pensé en traer al Gaucho.

Apenas terminó el partido lo solté. Las quejas fueron un infierno; todos los clanes lo detestaban por una cosa diferente. Por envidia, porque era demasiado engreído, porque gritaba siempre, porque si no le iba al pie ni se movía y además lo recriminaba o porque quería cobrar todo: penales, corners, tiros libres desde donde fuera... Yo lo sabía y todo era cierto.

Se creía argentino porque decía que esos eran los mejores. «Resisten en todo el mundo», aseguraba. Llegaba con mate en mano, hablaba con el voseo y hasta el yeísmo rehilado. También era cierto que leía a Borges y a Sábato cuando no estaba practicando la comba, pero nada de eso nos importaba.

Algunos decían que ese sí había estado cerca de primera, que les daba a los árbitros en función de una ligera ayuda y hasta que había regresado a la Argentina. Los que de verdad lo conocíamos, sabíamos que había nacido en el mismo barrio que nosotros, que iba al mismo mercado, que también pedía prestado y exageraba todo. Había dejado de ir a la misma cancha porque ya nadie lo invitaba, sus amigos se habían retirado y él había pasado por todos los equipos desertando luego que no le cumplieran algún capricho y hacer una rabieta. Quizá ahí todos se preguntaban cómo lo habían aguantado tanto, aunque sus exigencias no iban más allá de que no lo sacaran nunca, que metieran a algún amigo que lo acompañaba, que sacaran a otro, que se las dieran todas o que cambiaran la pelota.

Todos se marcharon molestos mientras se escuchaban varias voces: si viene yo no juego. Avisa si viene para quedarme en casa. Yo no voy a salir por él.

Lo llevé de todos modos.

Pasé a buscarlo a la casa de su madre donde había vivido siempre. Estaba igual de flaco, un poco más viejo y usaba anteojos. Ahí me contó su historia. Larga, llena de tropiezo y miseria. Se notaba que pasaba mucho tiempo solo porque me habló por horas. Evocó otras canchas, otros juegos, otra suerte.

El día del encuentro se dieron tantas patadas como si contaran igual que goles. El árbitro, que lo habían traído de fuera para que no tomase partido y solo para ese día, fue amenazado de muerte más de una vez, y si volteaba pidiendo apoyo a los líneas, estos miraban a otro lado. Paró el juego un par de veces amenazando con no reanudarlo más, mientras caminaba hacia el delegado. Pero este estaba encantado con el barullo, se reía y acaso decía «¡dale!, ¡dale! Ponelos a jugar» mientras daba una calada.

Para ese momento todos sabíamos que era de un solo gol y ya no nos importaba si era el más feo de la historia. Para el entretiempo eran tres los que, con pretexto de un tirón o un desgarro, se ofrecían a salir. El Gaucho se había comido la banca como nunca. Alentaba, iba por las pelotas voladas y se lamentaba desde la tribuna.

Para la segunda parte, ya con él adentro, la cosa cambió y pasó lo más increíble que yo haya presenciado. También para él era inexplicable pero no ajeno; le pasaba desde chico, me había contado aquel día en su casa. Cuando le cayó una pelota mordida al centro de la cancha, de donde casi no se había movido, el árbitro, que estaba a no más de un metro le dijo: «al otro lado va uno tuyo sin marca»; el Gaucho la bajó con los botines llenos de cal y tierra que ya no parecían los que se había comprado para aquel partido y sin mirar la cambió de banda a un lugar donde era imposible que viera por como tenía acomodado el cuerpo, si esperaba a girar seguro se la robaban. Corrió en línea recta hasta el límite del área a esperar el centro y el arbitró le volvió a decir: «su central siempre va a primero», y el Gaucho entró a esperarla al segundo.

Nota

1 Subtítulo del escritor argentino, Julio Cortázar.