En abril del 2021 publiqué la semblanza de José Pernalete, mi profesor de historia de Venezuela del bachillerato. En la misma recordé mi pertenencia a un grupo de estudiantes que nos apasionaba el conocimiento, y que nuestra amiga común: Yadira Carpio, llamaba «los cuatro mosqueteros». Hace poco me enteré de que uno de mis grandes amigos de esos tiempos, uno de estos espadachines; nos dejó el 10 de junio de ese mismo año. Todos lo nombrábamos por su apellido: Amores, y a él siempre le estaré agradecido porque ejerció una importante influencia sobre mi carácter y costumbres. Los valores de cordialidad y buenas maneras que había aprendido en casa, él los consolidó con su ejemplo en el trato con cada uno de los miembros del Colegio Santiago de León de Caracas e incluso más allá. El siguiente escrito es una manera de darle las gracias, aunque sea a través de la comunión de los santos, de la memoria y de la eterna fraternidad humana.

Alejandro José Amores Marsinyach, nació en Caracas el primero de diciembre de 1970, y llegó a nuestro colegio en primer año de bachillerato. Por esas cosas de la vida; esa mañana del primer día de clases que nos presentamos estaba también otro de mis grandes amigos del colegio, aunque de la Primaria (Julián José Bouza); pero Bouza se retiraría al poco tiempo. De modo que se iba un buen amigo y llegaba otro. Muy probablemente la amistad surgió; no solo por el parecido en la personalidad, ambos éramos tranquilos y respetuosos de los profesores; sino también porque éramos de los pocos que llegaban temprano. Siempre compartíamos en unas mesas que estaban frente a las oficinas de los coordinadores en el primero o segundo piso del edificio de las aulas, desde cuyas ventanas se podía ver el Pico Oriental del Ávila y Parque Cristal.

No recuerdo si nos asignaban puestos, pero en mi memoria él siempre estaba en el pupitre que se encontraba delante o detrás del mío, por lo que en las pocas fotos que se tomaron en plenas clases salimos juntos hablando. De esa forma se fue desarrollando una gran amistad que compartía intereses comunes. Los mismos iban desde la atracción que comenzábamos a sentir por algunas muchachas, pasando por los diversos contenidos de las clases muy especialmente las de historia y ciencias en general, hasta el debate político nacional del momento o cualquier acontecimiento mundial. No podía faltar la rivalidad en algunos campeonatos deportivos y los chismes colegiales. Y lo mejor: marear a los profesores con montones de preguntas generando una gran cercanía con ellos. Nos hacíamos sus discípulos, tal como fuimos de Rafaela Clemente y José Pernalete (los de Historia Universal y de Venezuela), Calanche (Química), y Miguel González (Biología). También Rafael Emilio Guillén (Geografía) y Cándido Millán (Educación Artística y Artes Plásticas), entre otros.

La mayor lección que me dejó, además de su sincera amistad, fue lo que el profesor Pernalete llamaba «don de gente». El respetar la dignidad de cada ser humano por medio de pequeños detalles en el trato diario. Ser cordial con todos e incluso con aquellos que no lo son con nosotros. Mi familia me había enseñado a dar los «buenos días», a nunca ser ofensivo y a buscar ser una buena persona; pero creo que no había aprendido los detalles. El interesarme por la vida de cada persona que nos rodea, en especial los más humildes. Mi cristianismo de Primera Comunión no pasaba de aspectos teóricos y muy probablemente de una «religión cómo muleta»: reducida a pedir favores al Dios Padre ¡Para ser cristiano hay que ir más allá!

Amores me enseñó con su ejemplo a ser «detallista». Se detenía a hablar con los que limpian, con los vigilantes, con las secretarias; con todo el personal del colegio. No era amable exclusivamente con los profesores. Y en algunas fechas o momentos daba un pequeño regalo a cada uno de ellos (un chocolate, algo sencillo). Poco a poco comenzamos a imitarlo. Algunos profesores se dieron cuenta de este cambio, y aplaudieron nuestra actitud. Incluso debatimos con el de Química sobre la caballerosidad cómo un medio para lograr conquistar a las chicas. Recuerdo esa clase mucho más que el resto de los contenidos que dictó y su consejo de vivir la urbanidad; por lo que al llegar a casa busqué el Manual de Urbanidad y Buenas Maneras de Manuel Antonio Carreño intentando dar con la clave. Me quedé algo perplejo por las recomendaciones de Carreño de «quitarse el sombrero» y «bajar del caballo».

Amores liderizó entre nuestro pequeño grupo varias aficiones, y a ellas se sumaban ocasionalmente otros estudiantes y conocidos. En esos momentos él se leía todo lo relacionado con las mismas y pasábamos meses hablando del tema. Tuvimos una época de excursionistas y subimos mucho al Ávila, otra relativa a las cuevas y fuimos a las del Cafetal, y muy probablemente con la que tuve una mayor identificación fue la de los libros (que ya era algo natural en mí desde los 12 años aproximadamente). Esta última nunca la he dejado, y él la mantuvo durante todo el bachillerato porque muchos días a la semana pasaba las tardes en la librería Noctua de Andrés y Magdalena Boersner (yo no lo hacía tanto quizás porque no vivía como él en los Palos Grandes). Una de esas pasiones fue el ping pong, probablemente porque el colegio tenía varias mesas detrás de la biblioteca. Y en este lugar se dio un hecho que su protagonista nunca lo olvidará y al recordarlo exclama: «¡Amores me salvó la vida!»

En medio de un «torneo», Amores esperaba su turno para jugar al borde las escaleras que van a la biblioteca, cuando nuestra compañera de clases Yadira Carpio se le acercó y comenzó a hablarle. De repente ella le dijo: «me siento mal», y Amores vio cómo se iba de espaldas y la agarró de inmediato acostándola en el piso. Al darse cuenta de que era un ataque de epilepsia le puso un lápiz entre los dientes, y fue en ese momento que todos salimos corriendo a ver qué pasaba. Yadira me contará muchos años después que él hizo todo lo que se tiene que hacer en esos momentos, «e incluso evitó que yo cayera de espaldas donde estaban los escalones y de esa forma muy seguramente evitó que yo me diera un golpe fatal».

En varios momentos Amores me invitó a su casa y sus padres me trataron de maravilla, y en las vacaciones de diciembre del año de nuestra graduación me viajé con ellos a los Llanos centrales quedándonos en Calabozo. A pesar de estudiar ambos en la Universidad Central la amistad se fue distanciando, aunque manteníamos cierto contacto, hasta que se fue de Caracas a Maracaibo y le perdí la pista. Por esta razón me enteré muy tarde de su fallecimiento. Al hablar con personas que lo conocieron posteriormente destacan su cordialidad, su especial cariño para los amigos y el ser un profesional de gran preparación que siempre se mantenía al día.

Una vez más me solidarizo con sus padres, su hijo, y todos sus familiares y amigos. Nos entristece inmensamente el que nos haya dejado, pero agradecemos el privilegio de haber contado con su cercana amistad y el orgullo de haber aprendido su «don de gente».