Desde hace días me envían fotos de Tokio. Los parques de las ciudades están encendidos con la floración de los cerezos y almendros, pues esta es la época conocida como sakura. En realidad, esta palabra significa flor de cerezo, pero se ha popularizado en occidente como sinónimo de primavera.

Aunque la flor oficial de este país es el crisantemo, símbolo del emperador, la del cerezo es la más significativa, ya que su floración todo lo hermosea; es cuando se celebra el hanani, el cual reúne en los parques a miles de personas que comparten alimentos y celebran la renovación de tales árboles además de la de los almendros, no menos numerosos, bellos e importantes en esta celebración.

En el pueblo japonés siempre surge la parte espiritual de cualquier manifestación. La caída de los pétalos simboliza la fugacidad de la vida. Esas flores rara vez se marchitan en el propio árbol: el viento las arranca y las lleva lejos. Muchas veces se ven flotando miríadas de ellas en los ríos que las transportan hasta el mar, como una metáfora de nuestro transcurrir por la vida, tal como escribió Jorge Manrique: «Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar». Y las flores rojizas de los cerezos, dice la tradición, son gotas de sangre de los jóvenes samuráis que dieron su vida por Japón.

También aquí, en los cementerios, lugares de descanso eterno, hay sakura. El ver los pasillos o las propias tumbas llenas de flores produce en el occidental una extraña y fascinante sensación. Incluso puede hacer que la imaginación piense en el renacer basándose en las promesas de las distintas religiones de que no todo acaba cuando fallecemos. Esta continuidad de la vida más allá de la muerte varía según las distintas creencias; así, una vida eterna individual es típica del cristianismo y del islamismo y sería la resurrección; en cambio, religiones orientales como hinduismo o budismo, proponen el perfeccionamiento a través de vidas sucesivas, es decir, la reencarnación; algunas, como el taoísmo, plantean el logro de la inmortalidad, no física, pero sí espiritual.

En Tokio es curioso ver cementerios urbanos, a veces colindando con edificios habitados. Son recintos relativamente pequeños que hay entre las construcciones en las que están depositadas las cenizas de los difuntos, ya que en Japón es obligatoria la incineración.

Hay una lectura idealizada de estos emplazamientos que dice que esa circunstancia es debida a que el pueblo japonés sabe que la muerte forma parte de la vida y esa es una manera de tenerlo presente, pero en una megápolis, la mayor del mundo, donde se concentran nada menos que 37 millones de personas, cada palmo de terreno es valioso, por lo que, a mi humilde entender, es la falta de espacio la que origina estos peculiares cementerios; por otro lado, lugares llenos de paz y, en muchos casos, de belleza.

La visita al cementerio por parte de los familiares se llama en Japón Ohaka Mairi (visitar tumba) y consta de varias partes, tales como la limpieza de la propia tumba con agua, ofrecer incienso y flores, para terminar rezando, uniendo los presentes las manos Oinori (oración y deseo).

Por supuesto, existen cementerios extensos y alejados, con tumbas que son obras de arte, recintos tan grandes que, algunos, como el de Yanaka, tienen dentro una comisaría de policía y un lugar de esparcimiento para los niños. Solo citaré los que me han causado más impresión. Tokio es una ciudad inabarcable y siempre me quedarán parajes por ver, ya que habitualmente busco sitios especiales, donde no suelen ir turistas.

Entre los que allí he podido visitar comentaré solo dos, para mí, de los más significativos. Uno muy curioso es el de Aoyama en la zona de Minato. Es el cementerio público más antiguo de Japón y pasear por sus calles es una inmersión en la cultura y el arte de este país. Fue, durante mucho tiempo, el principal cementerio para los extranjeros, por ello es de los pocos que no está limitado por las creencias religiosas de los fallecidos, ya que aquí la inmensa mayoría de los cementerios son budistas. Sus calles, entre las tumbas, se llenan de vida cuando miles de personas celebran el citado hanani.

En el distrito de Ueno, podemos acudir al cementerio Myohoji, cuya visita nos retrotrae a otra época, porque esta zona, afortunadamente, sobrevivió a los devastadores bombardeos de la Segunda Guerra Mundial y desde las calles del propio recinto, pueden verse los tejados tradicionales de las casas típicas del Japón. Son todos diferentes y con el acabado familiar de sus moradores.

En él hay numerosas tablas llamadas sotoba puestas por familiares y amigos en las tumbas y en ellas, escrito en caracteres kanjis, está el nombre y alguna virtud del fallecido. Su gran cantidad, sobresaliendo de los sepulcros, sobrecoge. Dentro del recinto y en los alrededores, los cerezos y almendros florecidos, nos transmiten paz y belleza.

Pero el tiempo transcurre muy rápido. Leo que la última moda para guardar las cenizas de los seres queridos en Japón son columbarios verticales en multipropiedad, donde reposan miles de difuntos.

El primero y más importante de estos nuevos cementerios es el Shinjuku Rurikoin Byakurengedo, obra del arquitecto Kiyoshu Takeyama, con tecnología informática desarrollada por Toyota Industries. Los familiares de los muertos, cuando vienen a visitarlos, encuentran un recinto donde se respira paz, que está climatizado y que tiene ventanales al exterior.

Con una tarjeta electrónica activarán el sistema que les traerá las cenizas, una fotografía y una pequeña lápida con el nombre de su familiar hasta la sala donde están ellos. Concluida la visita, los restos volverán a ser guardados en su nicho, en las profundidades del enorme cementerio. Espiritualmente, asisten monjes budistas con los que suelen hablar los visitantes buscando consuelo.

La empresa ofrece distintas modalidades de estancias y, curiosamente, hace hincapié en lo bien que están protegidos los restos en caso de terremoto; dice literalmente su web: «Además, debido al plan de resistencia a terremotos, hemos logrado una fuerza de sujeción que es más del doble de la ley estándar de construcción, y es seguro incluso en caso de un terremoto directo con una intensidad sísmica de 7 o más. En Shinjuku Rurikoin, protegeremos los restos durante mucho tiempo».

Como podemos comprobar, aquí todo es muy aséptico, cómodo, funcional y muy japonés, pero sin alma y sin sakura entre sus circuitos y es que la distopía ya nos ha alcanzado.

Este tipo de cementerios verticales son conocidos como «Escaleras al cielo» («Stairway to Heaven») en coincidencia con el título de la célebre canción grabada en 1970 por el grupo británico Led Zeppelin. Esta composición, en su momento, desató toda clase de comentarios al relacionarla con prácticas ocultistas, cuando no satánicas, teorías que el mismo grupo desmintió. Jimmy Page, el guitarrista del conjunto, dijo: «La gente cree que es una letra oscura, en realidad tiene un significado simple: la búsqueda de la esperanza. Sentirte perdido y encontrar la vida. Eso significa Stairway to Heaven».

¿Pensaron lo mismo los creadores de estos cementerios al recurrir a ese nombre? Si así fuera, estarían aceptando que hay vida tras la muerte, algo lógico en ellos; entonces volvemos a la resurrección, a la reencarnación o a la vida inmortal. Todo nace, muere y renace en la rueda eterna de la fe.