Pronto completaré mi año 71 de vida y, ahora jubilado, me he dedicado a investigar y escribir sobre la historia de nuestras ciencias biológicas. Esto me llena de gran satisfacción y regocijo, pues con ello cumplo dos responsabilidades como ciudadano: honrar la memoria de los naturalistas y científicos que supieron abrir sendas en el conocimiento de nuestra naturaleza, y hacer consciencia acerca de la urgente necesidad de proteger los maravillosos dones naturales de los que disfrutamos a diario, y especialmente quienes vivimos en el trópico, con esas inextricables, sutiles y deslumbrantes tramas de relaciones ecológicas entre las plantas y los animales silvestres, pero que son tan frágiles.

Al respecto, después de casi seis meses de trabajo, recién terminé de escribir un muy extenso artículo intitulado «Los pioneros de la entomología en Costa Rica», que envié de inmediato a la Revista de Biología Tropical, con la que había pactado publicarlo, a propósito de la celebración del septuagésimo aniversario de su creación. Será antecedido por uno aún más extenso, denominado «Naturalistas y científicos extranjeros influyentes en el desarrollo de las ciencias biológicas en Costa Rica» —que verá la luz en las próximas semanas, como parte de un número conmemorativo—, y en el cual acoto que «con casi 70 años de publicación ininterrumpida, la Revista de Biología Tropical representa el foro científico más especializado y con mayor trayectoria histórica en la biología de los trópicos, en sentido amplio».

En realidad, para una revista de cualquier país, no es nada sencillo alcanzar los 70 años, y menos para las de los países del llamado Tercer Mundo. Apasionado por el mundo de la comunicación científica, he vivido y sufrido varias veces —desde adentro— la pesarosa incertidumbre de no saber si habría un mañana para una revista. Esto es así porque siempre hubo una conjunción de factores —de diferente peso específico—, pero el principal era el desfinanciamiento, al igual que la incomprensión de burócratas, tanto gubernamentales como universitarios, cuyas anteojeras les impedían tener una visión de largo plazo acerca de la importancia de las revistas en el desarrollo científico y tecnológico de un país. En cuanto a la Revista de Biología Tropical, con la que me identifiqué de corazón desde mis días de estudiante universitario, ese fue un mal crónico, que puso en serio riesgo su continuidad, y de lo cual dejé testimonio hace 33 años en el artículo «El calvario de una revista» (La República, 22-IX-90).

Lo cierto es que no puede haber ciencia sin revistas, en las que los investigadores publiquen sus hallazgos, sus avances de investigación, a la vez que expresan sus criterios y percepciones, para compartirlos por ese medio con sus pares académicos o colegas y, al fin de cuentas, con la sociedad como un todo.

Eso lo comprendieron a cabalidad los gobernantes que, como Bernardo Soto Alfaro, impulsaron la célebre Reforma Liberal, en la que —lejos del asfixiante clericalismo que nos había dominado desde la propia conquista española—, otorgaron primacía a la ciencia y la tecnología, para impulsar el desarrollo del país. Además del reclutamiento en Suiza de los excelentes científicos Henri Pittier, Paul Biolley y Adolphe Tonduz, los frutos más suculentos de sus acciones fueron la fundación del Museo Nacional (1887) y el Instituto Físico-Geográfico Nacional (1889). Y, ya establecidos ambos entes, sus respectivos directores, Anastasio Alfaro y Pittier, persuadirían al gobierno para que financiara la publicación de los Anales del Museo Nacional de Costa Rica y los Anales del Instituto Físico-Geográfico Nacional.

Es decir, hacer ciencia de calidad, compartirla y divulgarla, para ponerla al servicio de la sociedad y de la humanidad. Lamentablemente, por diversas circunstancias, en 1890 ambas revistas debieron ser fusionadas, y para 1896 habían expirado, sin alcanzar un decenio de vida. Ante este vacío, que se prolongó por unos cuatro años, Pittier captó que había que crear otro tipo de publicación, a la que llamó Boletín del Instituto Físico-Geográfico Nacional, de carácter más divulgativo, concebida para un público no científico, pero con un nivel educativo suficiente para obtener provecho de su contenido. Sin embargo, vio su fin en 1904, con apenas cuatro años de existencia. Y fue así cómo, a partir de entonces, viviríamos medio siglo de oscurantismo en el ámbito de la divulgación científica derivada de la investigación local.

Tras tan dilatada espera, la buena nueva fue el surgimiento de la revista Turrialba, nacida en 1950 en el Instituto Interamericano de Ciencias Agrícolas (IICA), con sede en el cantón homónimo. No obstante, por ser el IICA un ente de cobertura continental, no toda la información publicada provenía de Costa Rica, además de que su énfasis era la producción agrícola y forestal. Sin embargo, no mucho después vendrían tiempos halagüeños para la biología pura, básica o fundamental —que es tan importante como la aplicada—, y la que tanto Alfaro como Pittier practicaron y fomentaron.

En efecto, y por fortuna, la coincidencia de dos preclaras mentes daría a luz una revista en la que, aunque inicialmente predominaron las ciencias biomédicas —y sobre todo la microbiología—, poco a poco se abriría espacio la biología pura, al punto de que, con el correr del tiempo, llegó a predominar en cada uno de los números o fascículos publicados hasta hoy.

Acerca del origen de dicha revista, no hay duda de que en ello fueron clave dos destacados científicos: el médico italiano Ettore De Girolami y el parasitólogo costarricense Alfonso Trejos Willis, este último discípulo del egregio científico Clodomiro (Clorito) Picado Twight. Al respecto, hay versiones contradictorias acerca de su paternidad, las cuales aparecen algo más detalladas en nuestro artículo «Alfonso Trejos Willis y la génesis de la Revista de Biología Tropical» (La Revista, 3-XI-2021). He aquí la versión resumida.

En un artículo intitulado «Reseña histórica de la fundación de la Revista de Biología Tropical», publicado en la propia revista en 1988, De Girolami acota que:

En los primeros días de septiembre de 1952, durante una de mis visitas al laboratorio del Hospital San Juan de Dios, expuse al Dr. Trejos mi plan para fundar una revista científica patrocinada por la Universidad. Don Alfonso acogió la idea con entusiasmo, y juntos nos pasamos la mañana soñando y haciendo planes. Asimismo, de inmediato narra algunos detalles de la gestación del proyecto de revista, que contó con la aprobación del economista Rodrigo Facio Brenes, rector de la Universidad de Costa Rica.

Sin embargo, todo parece indicar que la afortunada idea empezó a tomar forma incluso antes de la llegada De Girolami a Costa Rica, ocurrida en 1950. Así lo explica el Dr. Rodrigo Zeledón Araya —connotado científico, hoy con 93 años— en una entrevista intitulada «Origen de la Revista de Biología Tropical», publicada en 2015 en dicha revista. En ella señala que «en 1949, Alfonso nos comenzó a hablar, por primera vez, de la necesidad de una revista científica nuestra», y que no se quedó en las puras intenciones. Por el contrario, al prever la necesidad de que «si vamos a hacer una revista, necesitamos que la gente escriba correctamente», le sugirió a Zeledón «hacer un librito de cómo se escriben los trabajos científicos», el cual vería la luz en 1953, con el título Normas para la preparación de trabajos científicos, escrito por ambos. Mientras esto se gestaba, Trejos conversó con su entrañable amigo Facio, quien acogió y respaldó la idea de la revista, y posteriormente acordaron que De Girolami «se encargara de editar la revista, conseguir artículos para ser juzgados, atendiera la correspondencia y velara porque saliera a su debido tiempo, de acuerdo con la programación».

En fin… esto es lo que se sabe. Pero lo más importante es que nadie reclamó paternidad alguna, y se actuó con armonía y presteza. Pronto incorporaron al microbiólogo Armando Ruiz Golcher en el Comité de Redacción, y prepararon una propuesta formal, que el Consejo Universitario conoció y aprobó el 5 de enero de 1953. Hecho esto, el grupo trabajó con entusiasmo y diligencia, no solo en los aspectos logísticos, sino que también en el contenido, para lo cual debieron incluir sus propios artículos, al punto de que, de los diez artículos del primer número, en seis eran autores o coautores los tres miembros del citado comité; dos más fueron escritos por el Dr. Rodrigo Zeledón, uno por Luis Enrique Solano Serrano y el otro por Carlos Alberto Echandi Rodríguez. Fue el 15 de julio de 1953 que venía al mundo la anhelada criatura, entre el penetrante olor a tinta y el monótono ruido de los talleres gráficos de la Imprenta Falcó.

En concordancia con el contenido de ese primer número, en realidad debió haberse llamado... ¡Revista de Microbiología Tropical! Sin embargo, para sus fundadores estaba claro que, poco a poco, iba a acoger contribuciones de las ciencias biológicas sensu lato; de hecho, para entonces ni siquiera existía el Departamento de Biología, que se fundaría en 1957 y adquiriría la condición de Escuela en 1974. Asimismo, se decidió que sería una revista multilingüe, sobre todo con el fin de extender su influencia a países tropicales no hispanohablantes, tanto de América como de África, Asia y Oceanía.

Al respecto, el desiderátum manifestado en el editorial del primer número rezaba así: «La recompensa de nuestro modesto trabajo será el estímulo que, para la producción científica de nuestra juventud universitaria, represente el tener una revista seria, de amplia divulgación en el extranjero y que sea expresión del naciente pensamiento científico costarricense». ¡Y no hay duda de que lo lograrían! Los hechos hablan por sí solos, con tan copiosa cosecha. Por ejemplo, más de 9000 artículos han sido presentados a la revista en el último decenio, y los más selectos —porque se actúa con tamices muy estrictos— están contenidos en los 211 números publicados hasta hoy, a los que se suman los aparecidos en nada menos que 54 suplementos monográficos. Asimismo, de los artículos publicados en el siglo XXI —según me informa su actual director, el Dr. Jeffrey Sibaja Cordero—, el 17% proviene de científicos costarricenses, a quienes se suman los investigadores de México (20%), Colombia (12%), Brasil (8%), EE. UU. (7%) y de otros países (36%).

Ahora bien, en cuanto a mi relación con la revista —de la cual fui suscriptor por largo tiempo, así como colaborador con 16 artículos en años recientes, ya sea como autor único o como coautor—, esto lo he narrado en detalle en los dos artículos periodísticos que ya cité, al igual que en «Medio siglo fecundo» (Semanario Universidad, 6-IX-02).

En realidad, aunque nunca he sido profesor en la UCR —con excepción de un curso de postgrado en control biológico de plagas, que impartí en 1984— mis afectos hacia ella son de larga y profunda raigambre, y datan de mis días de estudiante, cuando tuve la fortuna de tratar a su editor y director de entonces, don Manuel Chavarría Aguilar y al Dr. Rafael Lucas Rodríguez Caballero, quien le permitía a don Manuel utilizar un sector de su oficina para desempeñar sus labores editoriales. De tan memorables días, expresé lo siguiente:

¡Cuántas horas de gratas tertulias vivimos ahí, entre la sapiencia y la picardía de don Manuel, y el enciclopedismo y el fino humor de don Rafa! ¡Cuánto se nos acrecentó el gusto y cariño por ese arte y disciplina, a veces poco entendida y valorada, que es la edición científica!

Ello ocurría en medio de los avatares propios de publicar cada número, que nunca podía salir a tiempo, sobre todo por falta de fondos.

Cuando, tras la muerte de don Manuel y don Rafa, asumió labores el amigo y colega Julián Monge Nájera, enfrentó problemas similares, los cuales se agudizaron tanto, que en un aciago momento hubo un inminente riesgo de desaparición de la revista, pero él supo luchar con denuedo y, al final, salir airoso. Por eso, tiempo después, al celebrar su cincuentenario, expresé que «esta querida revista, como la cigarra de la hermosa canción de María Elena Walsh, está viva a punta de pequeñas resurrecciones, en medio de carencias, pobrezas, incomprensiones y miopías», para después afirmar que «en verdad, es como un sueño verla aquí, sobreviviente, robusta y, por fin, puntual».

Hoy, 20 años después, renovada y revitalizada, en gran medida gracias a los medios y tecnologías modernos de comunicación, pero sobre todo al empeño y compromiso de Julián, Jeffrey y quienes los han apoyado en este largo y tortuoso proceso, jubilosos decimos «¡¡¡Salud!!!», y deseamos que la marcha continúe a paso firme hacia el centenario. Y, ya aquí en confianza, ¡quién quita que yo esté ahí para celebrarlo!, pues los viejitos ahora duramos mucho, y la revista y yo tenemos casi la misma edad.