Discreta, seductora, magnífica: mantuvo ocupados a los grandes maestros del Quattrocento, incluso mucho tiempo después de su muerte. En vida, fue vigorosa: reina de la belleza en las justas de los Medici, razón de los suspiros de los más adiestrados pintores de la época, inspiración inefable de los balbuceos literarios del siglo XV en la Toscana. El Renacimiento temprano no pudo encontrar un mejor ícono que elevar al canon de exquisitez estética, de delicadeza, de virtud: Simonetta Vespucci era el molde perfecto, impoluto, insustituible —al punto en que, tal vez, lo que nos queda de ella sea solamente la impresión idealizada que los artistas de su tiempo quisieron forzar en su figura.

Entró a la corte de los Medici porque se casó con un hombre poderoso. Su padre consideró pertinente que contrajera matrimonio con uno de los comerciantes más influyentes de la época: algo bueno habría de desprenderse de esta relación comercial. Después de eso, Génova se convirtió en un lugar seguro al cual regresar en sueños cuando encontraba momentos para sí misma. La boda se llevó a cabo con las formalidades necesarias y los lujos pertinentes a una familia de gente bien posicionada: la iglesia de San Torpete la vio entrar como una niña —de dieciséis años solamente—, y la entregó al mundo como la mujer de Marco Vespucci.

No perdieron el tiempo: días más tarde partieron a Florencia, lejos del mar, lejos de lo conocido, lejos de casa. Sin embargo, como cualquier mujer de «alta crianza», se supo adaptar muy pronto a las actividades de la vida cortesana. El flujo de la cotidianidad, sin embargo, no corrió el mismo cauce jamás para ella: desde el principio, llamó la atención por su belleza inexpugnable. Los más altos mandatarios de la casa de los Medici quedaron prendados por sus «encantos femeninos», y con la misma rapidez que entró a la corte, logró poner el mundo a sus pies.

No mucho tiempo después de su llegada a la capital cultural de Italia, Sandro Botticelli la tomó como su musa distante —a la lejanía, en las alturas, como cualquier hombre adoctrinado en la corriente neoplatónica sabría amar. La veneró en silencio, casi con la misma vehemencia con la que se reverencian las figuras eclesiásticas. Sin embargo, como hombre de su tiempo, recurrió al Humanismo para explicarse el gran deseo que sentía por ella: la belleza física, para los hombres de la época, era una manera de enlazar al ser humano a la Gracia Divina, que se expresa en todas las manifestaciones de la creación de Dios.

Las tribulaciones amorosas de Botticelli sucedieron a sabiendas del grave peligro que implicaba idolatrar a la mujer de los ojos de los hermanos Medici: los celos de dos de los hombres más poderosos de todo Europa no significaban algo menor, no podían darse por hecho. Mucho menos siendo él un hombre de la corte: el artista por excelencia que cumplía con las expectativas estéticas con las que los Medici habrían de colmarse los ojos. A pesar de la gran carga moral y espiritual que Botticelli arrastraba necesariamente con esta situación, Simonetta era para él la encarnación de la virtud y de la belleza: la rodeó con un halo divino con el que jamás dejaría de coronarla.

Es común encontrar en la obra de Botticelli rostros femeninos similares —casi idénticos—, repetidos invariablemente en escenas donde se representa la culminación la belleza humana. Esto no es ninguna causalidad: la idealización de la figura de Simonetta Vespucci contiene en sí misma un adoctrinamiento canónico, una búsqueda estética común para todos los grandes del Quattrocento italiano. Se trataba de recuperar la perfección de los cuerpos representados en el clasicismo griego: de regresar a los estándares antiguos, exhumando sus métodos matemáticos, poniendo al ser humano como centro del universo: concibiendo al hombre, nuevamente, como la medida de todas las cosas —con las adecuaciones inevitables que la modernidad trajo consigo.

La obsesión por esta mujer encuentra su punto máximo en El nacimiento de Venus: el lienzo culmen de la pintura de la primera mitad del siglo XV, que se vuelve una constante característica para identificar el periodo en el que fue concebido. Además de la evidente reincorporación de las medidas griegas del cuerpo, es interesante notar el pudor casi fingido con la que el personaje principal se cubre el sexo y los pechos: hay un cierto tono de «querer ser descubierta», a pesar de que la Primavera —representada como la mujer del lado derecho del lienzo— corre, apuradísima, con una tela a tapar a Venus, que recién emerge de las olas sobre una concha nácar. Esto es evidente en la manera en la que Venus mira directamente al espectador, con el rostro ligeramente ladeado hacia la izquierda, los hombros relajados, y el cuerpo contenido en un contrapuesto perfecto.

Independientemente de la simbología compleja con la que esta composición está empapada, habría que notar la solidez de la postura del personaje principal: femenina, delicada, de una sola pieza. Las proporciones perfectas, el cabello que ondea como una extensión más de las olas, y el gesto casi inexpresivo del rostro, que podría confundirse con la magnificencia con la que la escena está lograda: esa que expide, que transpira, con la que impacta al observador. Esto se contrasta con la figura femenina de la izquierda, completamente en movimiento, solícita, buscando el pudor que la Venus no necesita. Y a pesar de las diferencias extremas entre ambos personajes, es inevitable notar la similitud casi exacta en el trazo del rostro.

Pareciera que el impulso de creatividad que Simonetta Vespucci despertó en sus contemporáneos quiso contenerla en su belleza original: un ataque de tuberculosis se la llevó cuando tenía solamente veintidós años, y el mundo a su alrededor pareció enloquecer con su partida. Incluso décadas después de su muerte, los grandes maestros florentinos seguían recurriendo a ella como fuente de inspiración. Es por esto por lo que ha habido controversia entre los historiadores del arte: no se sabe con exactitud si las imágenes que se tienen en la actualidad representan fielmente a la mujer que fue musa de todos. Se supone que muchos de los retratos fueron póstumos, y con esta premisa se asume que fueron trazos de memoria, sin la precisión necesaria que nos permitiría tener un retrato fiel de su persona.

Botticelli nunca dejó de pintarla. Antes de morir, pidió que fuera enterrado a los pies de su amada perpetua, como último deseo antes de partir a su encuentro eterno. Hoy, Sandro Botticelli descansa a los pies de Simonetta Vespucci: su encarnación de Venus, su musa a la lejanía —la mujer que emerge del mar sobre una concha nácar.