Tú eras el huracán, y yo la alta
torre que desafía su poder.
¡Tenías que estrellarte o que abatirme...!
¡No pudo ser!

Tú eras el océano; y yo la enhiesta
roca que firme aguarda su vaivén.
¡Tenías que romperte o que arrancarme...!
¡No pudo ser!

(Gustavo Adolfo Bécquer, Rima XLI)

Siempre que Emilia se va, Doménica siente que el aire queda pesado. Todavía puede ver la figura de sus isquiones dibujada en los cojines del sillón en el que se sentó. Además, en las últimas visitas, dejaba un tufo amargo, era claro que no se había bañado en días. El que avisa no es traidor y aunque no es consuelo, se lo advirtieron. Al menos, ella hizo su trabajo, le dio los medios para ver. No hay peor ciego que el que no quiere ver. Le buscó todas las formas para iluminar esos puntos ciegos. No hubo forma. Eso hace un amigo, ¿no? Un buen amigo trata de poner las alertas, de advertir los peligros y allá cada quién. Se señalan las alertas sin juicios y que cada uno tome decisiones en libertad. Para eso tenemos inteligencia, ¿no? Emilia Acevedo siguió el camino perfecto al desfiladero. Jugó con fuego y se quemó. Tiene orejas de pescado. No oye más que lo que quiere escuchar. Por eso, justo por eso, el golpe le llegó entre ceja, oreja y alma. La dejó aturdida. Sigue sin escuchar.

Solo unos cuantos minutos antes, seguía empecinada. Continuaba hundiéndose. Doménica repasa las escenas de la reunión que acaban de tener. Casi se puede escuchar y ver con nitidez frente a ella dándole elementos para tomar conciencia.

—Mira, Emilia, todos nos ponemos tristes por algún tiempo, pero lo tuyo es más que eso. Ya cruzó los límites de la tristeza y se adentró en la frontera de lo que hace daño. Lo tuyo ya se pasó de tueste. A lo mejor se trata de una depresión clínica —la voz de Doménica buscó los giros adecuados en el tono y las palabras precisas para que su amiga no se sintiera juzgada sino acompañada.

Emilia elevó la cara y la traspasó con la mirada.

—Estoy cansada. No he podido dormir.

—¿Hace cuánto que no duermes?

—Mucho, no sé. Mucho. No logro conciliar el sueño. Tampoco tengo hambre.

—¿Qué te gustaría comer? Lo pido.

—Nada, no se me antoja nada. Tengo nauseas. Los olores me irritan el estómago. Traigo irritadísimos los pezones. No sé cómo le hice para llegar a esta condición.

—¿En serio no sabes?

Emilia miró a Doménica con el gesto descompuesto. Si pudiera, le arañaría la cara y le dejaría una cicatriz que le recorriera esa piel tan blanca, le descuadrara esos ojos tan azules y le golpearía esa nariz perfecta. Mete aire a los pulmones, se enreda un mechón de pelo al dedo índice y lo jala, como si quisiera arrancarlo todo de cuajo.

—Emilia, entiéndelo. La depresión es una enfermedad real que puede tratarse. Son muchos los que creen que es una tristeza normal de la vida y que pueden superarla por cuenta propia.

—Yo le echo ganas, en serio. Pero lo extraño mucho. Quiero compensar sus ausencias, contrapesar la fuerza de ese deseo con algo. No sé qué es ese algo. Desafiar al destino. Ir a buscarlo, tirármele de panza, quiero pedirle que me recoja. Pagar el precio que haya que pagar. Me quiero morir al imaginar que no me aceptará de regreso. Va a venir, digo bajito en la mañana. No vino, grito frente al espejo en la noche.

—Emilia, entiéndeme, no se trata de echarle ganas. Yo creo que esto ya es una cuestión de los elementos químicos del cuerpo.

—¿De dónde sacas palabras tan elegantes? ¿Estoy con mi amiga o con una ñoña estudiante de medicina? —Emilia la reta.

—Soy tu amiga, Emilia —Doménica le quiere recordar que es casi la única amiga que le queda, pero sabe que esos golpes bajos son mezquinos.

—¿Cuántas veces habremos hecho el amor? Me despierto creyendo que está acostado junto a mí. Extiendo el brazo hasta que se me entumece y compruebo que no hay nadie ahí. Me falta el beso y la caricia. Me faltan todas las palabras que pronunciaba. Y fantaseo y lo imagino junto a mí, con la misma necesidad que yo siento y repito una y otra vez las escenas con cada vez más detalles. No quiero buscar explicaciones y encontrar expiaciones, eso sería reconocer que lo nuestro fue un error o un desvarío por los que tengo que justificarme o pedir perdón. No y no. ¿Ves como no estoy loca?

—Soy tu amiga, pero eso no quita lo que es. Necesitas ayuda de un profesional. Esto que sientes tiene una explicación científica: tu tristeza es causada por un déficit funcional de los neurotransmisores noradrenalina y la serotonina en las regiones límbicas del cerebro que es en donde se ubican las emociones. ¿Cómo te explico? —Doménica eleva los ojos al techo, como si ahí estuviera escrita la respuesta—. Es como si los neurotransmisores que regulan el funcionamiento del cerebro estuvieran bloqueados o disminuidos. Por eso el cerebro se sume en la depresión, por eso necesitamos un impulso y ese empujoncito lo dan los medicamentos.

—¿Estas bromeando? Nada de lo que dices me parece una buena idea, para nada. No quiero ir con un psiquiatra. Yo no estoy loca. —Emilia enfatiza las palabras y rechina los dientes—. Solo puedo pensar que hay un hombre que está respirando en alguna parte del mundo y que me hace falta. Me pregunto qué significarían para él esos días que pasamos juntos, esas mañanas en las que despertábamos en la misma cama o las tardes que pasábamos enredados el uno en el otro. Sin duda algo más que eso, algo más que cuerpos. El hombre al que amo es un total desconocido.

—Necesitamos la asesoría de un médico. Si esto no se trata, tus sufrimientos irán en aumento y padecerás trastornos innecesarios que afectarán tu vida personal y tu trabajo.

—¿Cuál trabajo Doménica? Pedí licencia y me la concedieron. No quiero salir del departamento. No quiero ver a nadie. No quiero que nadie me vea así.

—Emilia, busca ayuda. No puedes posponerlo más.

—Es que no tengo dinero.

—Emilia, tú y yo sabemos que ese no es el problema.

—¿Por qué tuvo que pasar algo así y arrebatármelo tan pronto? Tenía cuidado de que no quedaran pistas de que estuvo conmigo, ni en su cuerpo ni en su ropa. Nunca le dejé marcas en la piel. Quería evitarle cualquier drama que le sirviera de pretexto para dejarme. Porque sé que cualquier sospecha en su casa lo habría movido a abandonarme. Cómo cambian las cosas, ¿verdad?

Doménica recuerda que lo primero que su amiga le dijo cuando inició esa relación fue: «En estos tiempos el amor ya no importa». Sí, esas fueron sus palabras exactas. Muchos se lo creen y no escatiman esfuerzos a la hora de dar la espalda a los sentimientos. Creyó que la iba a escandalizar y no, la verdad, no lo logró. La tendencia de estar con alguien mayor siempre ha existido; sin embargo, no siempre se admite que esto ocurre por interés. Emilia lo decía con descaro. El punto de partida fue la conveniencia, lo que ella calculó que obtendría de ganancias, jamás supuso los riesgos ni las posibles pérdidas.

Lo describió como un hombre exitoso, rico y experimentado. Omitió decir que era muy poderoso, tal vez no se dio cuenta de que era peligroso. Doménica fue descubriendo de quién se trataba, porque Emilia no se lo dijo, no al principio. Era el típico retrato del hombre que se relaciona con mujeres jóvenes para reforzar la idea de seguir vigente. Claro que era casado y que desde el principio se establecieron con claridad los términos y las fronteras de la relación. Tú eres la que te cuidas, yo no me pongo condón; si yo te llamo, tú tienes que estar disponible; nos veremos dónde yo te diga, tú discreta; así todos disfrutamos, estamos contentos y nos evitamos problemas. Esto es un juego entre tú y yo y ya, nadie más está invitado. No le cuentes nada a nadie y todos ganamos: nadie sale lastimado.

—Las limitaciones que me puso fueron claras. Esas limitaciones eran un motivo de esperanza y de deseo. Estoy segura de que se sorprendería si supiera que no puedo quitármelo de la cabeza ni un instante. No puedo. No puedo.

Emilia lo conoció en una plática que fue a dar en la universidad donde ellas habían estudiado. Fue para apoyar a la sociedad de alumnos y no supo ni cómo se vio incluida en el comité de recepción y bienvenida. Al terminar el evento, el hombre le ofreció darle un aventón a su casa. En el trayecto, fueron platicando sobre los temas controversiales que no dio tiempo de abordar en el auditorio. Emilia lo escuchaba con tanta atención, con tanto entusiasmo que no quería llegar a su casa, quería estirar los segundos para seguir a su lado. La invitó a cenar. Se puso feliz.

Emilia estaba pasando por un momento muy bajo. Su novio la había dejado dos días después de acompañarla a la boda de una prima en la que le lanzaron el ramo. Ella lo recibió, lo levantó alto, como si fuera un trofeo y al muy cobarde se le hizo tarde para poner pies en polvorosa. Quizás, al principio soñaba con el joven huidizo, porque ella creía que se casaba con él. Empezó la nueva relación casi de inmediato.

¡Pobre de mi amiga! No creo estarla traicionando al contarle todo esto. Le advertí, se lo dije y no me escuchó. Insistía en que todo empezó por interés económico, frío y transaccional. Pero no se dio cuenta cuando empezaron a crearse vínculos de dependencia. Se gestó un ambiente de seguridad emocional y financiera. ¿Quién no se acostumbra a gozar de lugares lujosos y a que te cubran los gastos?

¿Qué gastos, me pregunta? De todo tipo: viajes, ropa, autos, renta de un departamento hermoso, pago de su celular, las colegiaturas atrasadas por fin al corriente. Porque a él le gustan dos cualidades y las busca: quiere mujeres inteligentes y apasionadas, eso me dijo. La interacción entre ellos parecía tener beneficios para ambos. Emilia adquirió estabilidad económica y él, la compañía de una mujer joven, con buena conversación, firme, pechos grandes, piernas fuertes, cara sin arrugas, pero sin rasgos espectaculares. Parecía como un trato justo, aunque este tipo de relaciones viene con un factor implícito: son frágiles. También son efímeras.

Lo que a Doménica siempre le llamó la atención fue un aspecto con el que no todas las jóvenes se sienten cómodas: el sexo con un viejo. Emilia lo disfrutaba, el sexo la fue intoxicando forma progresiva.

—Poco a poco se fue rompiendo el hielo entre nosotros, amiga. No te imaginas. Con él, alcanzar el punto donde el goce es algo natural es tan fácil. Lo mejor a su favor es la experiencia. No sabes todo lo que me hace. Dejó atrás la etapa de impulsividad y egoísmo. Ha vivido lo suficiente como para saber cómo satisfacer a una mujer. Es un amante sensible, vigoroso y dispuesto a hacer lo que me diera placer. Nunca es flojo ni distraído. Habla de sus preferencias sin pudor. Yo estaba dispuesta a hacer lo que me pidiera, eso lo volvía loco— le decía Emilia.

Eso la fascinaba y la enganchaba. La entonaba.

—Le encanta hacerme feliz en la cama y en todo lugar. Estábamos en sintonía. Intimamos en el sentido extenso de la palabra —Emilia suspiraba al contarle a Doménica.

Doménica se daba cuenta que esta actitud se fue extendiendo a todos los aspectos de su vida. Era un hombre comprensivo y complaciente. Pero, el cuento de azúcar se rompió, estalló en mil pedazos como cuando se azota un plato contra el suelo en medio de un baile. Eso fue lo más doloroso, que todo se interrumpió en forma abrupta, sin señales, sin despedidas, sin un adiós.

Un día Emilia Acevedo se despertó feliz. El aire acondicionado permitía que la temperatura de la habitación estuviera a diecinueve grados mientras afuera desde temprano el mercurio marcaba arriba de los veinticinco Celsius. Se arrebujaba, se envolvía en las sábanas. Seguía desnuda. Era la forma de sentir que no se había ido, que seguía ahí. Miró el reloj de la mesita de noche. Eran las diez de la mañana. Pudo dormirse un rato más. Él no regresaría antes del mediodía. No volvió.

No le regresó las llamadas.

Mandó a un propio. Un tal Juan Imperio se encargó de pagar la cuenta del hotel y le dio un dinero para que regresara de Acapulco a la Ciudad de México. Lo que no le dio fue una explicación. Pasaron varios días antes de que se enterara. La noticia salió en los periódicos y en todos los noticieros del país. Un asesinato masivo se llevó la vida de su hijo, nuera y nieto. Vio las imágenes del funeral en la Capilla de la Paz.

Quería buscarlo para darle el pésame, para consolarlo. No le respondió los mensajes. No sabe nada. No se imagina nada de nada. Juan Imperio le dejó su número. Pero, no se ha atrevido a contarle, a pedirle que le diga a su jefe, que lo entere de las noticias que ella tiene que darle. Tiene dudas, quiere que él le ayude a tomar la decisión. No entiende que, en eso, ella va sola.

—Emilia, ya no lo busques más. Si él quisiera, ya te habría llamado —las palabras de Doménica siguen flotando en el ambiente.

—Si veo un BMW, me fijo para descartar si no será él que quiere volver conmigo. Tengo todo el derecho de mundo de seguir esperándolo. No siento pena ni vergüenza en decirte que me muero, me muero porque vuelva a mí. No quiero que todo esto se convierta en retazos descoloridos de su memoria y la mía. No. No. Quiero recordar, recordar su cuerpo, desde el cabello hasta los dedos de los pies. La sensación de los dientes, la forma de los muslos, la textura de la piel. Ya no sé en dónde empieza la imaginación, la alucinación o la memoria —se pasa las manos sobre el vientre llora desconsolada.

—Emilia, quédate con lo que te dejó y no te metas en más problemas. Si insistes, te puedes estar metiendo en terrenos peligrosos, lo sabes. No hay forma de retener a un hombre casado. Y, a como están las cosas, lo que le quieres decir, tal vez no sea una buena noticia para él.

—¿Y si sí? Y si esto le sirve de consuelo —la voz de Emilia era hueca, como si quisiera convencerse y al mismo tiempo sume la panza como si tuviera miedo.

Doménica mira a la mujer que la está interrogando. A ella no le cuenta sobre eso. Si no le preguntan, es que no tienen idea. Lo único que le hace falta a Emilia es que la involucren en una investigación por un asesinato masivo. Cómo si no tuviera suficientes problemas. Da respuestas a lo que le preguntan y le pide a Dios no haber dado más información que la justa. No quiere que se le vaya la lengua, tampoco quiere problemas ni que la acusen de obstrucción de la justicia. Le dije, piensa, le dije. Se lo advertí y no se imaginó que su cuento de azúcar se iba a volver de hiel.

La detective se despide. Agradece y se retira. Doménica cierra la puerta de su departamento y suspira. Piensa en su amiga. Solo ella sabe lo que hará. Tiene orejas de pescado. Sigue empecinada. Tengo la impresión, piensa Doménica, de que ese reencuentro nunca se va a dar. Sin embargo, ese regreso irreal, virtual es lo que la mantiene algo viva y la saca de la muerte. Es cierto, sigue hundiéndose. Sigue sin entender que ahora está sola y que tal vez, sea mejor así.