EL tiempo toma a veces la forma de la muerte,
a su frío compás los ojos se desbordan,
y en la memoria un ruido, un martilleo
de recuerdos desfilan en un paisaje oscuro.

Porque hasta ahora la muerte ha tenido que esperar,
a pesar de observarme a diario sin descanso,
de seguirme como un fiel perro a los pies,
buscando una caricia o una excusa para morderme.

Muchas veces la escucho como un lejano rumor,
porque resuena, y tiemblo, y no la olvido,
y su proximidad atiranta y calienta mi piel,
y retumba en mi mente como parte de mi memoria.

Sé que estoy solo y temeroso, retraído de estupor
porque he reconocido el vacío destino que me espera,
porque he sido creado para ser inexorablemente polvo,
sin llegar a entender la oculta clave de esta trampa.

Porque, aunque siempre la he mirado de lejos,
la he visto pasar de cerca, en la calle, en los campos,
en la escombrera humana de los cementerios,
y he quedado inmóvil arrebatado de miedo.

Porque no hay clemencia ni alianza en derredor,
ni esperar señal infatigable de consuelo,
ni llorar tu grotesco tormento sin desventura,
cuando sabes que has perdido el contacto con la tierra.

Tanto amar, tanta ambrosía ofreciendo quimeras
siempre asomados ante el cráter de la nada,
negando toda opacidad con ciegos esplendores,
tanto usar la inocente razón para perderla.

No quiero morir, pero siento aproximarse su eco,
porque cuando la muerte llega, la sientes,
y quedas en sus manos, inerte, sobrecogido,
mientras todo tu cuerpo desfallece, y olvida.

Un paisaje oscuro

Reflexiones sobre un poema de Carlos Doñamayor

Se nace poeta, ya desde el comienzo los poetas ven en las palabras una fuente de signos, que se irán ordenando mágicamente para ir descubriendo sus emociones y su sentir.

Porque los poetas sienten la vida como un torrente caudaloso de fuego y de hielo que zarandea su alma como el casco de un velero embestido por las tempestades del océano de la vida.

Carlos Doñamayor, nació poeta, y de ello, dan testimonio sus versos, que son como una luz que brilla en el devenir de los días, en la oscuridad de las noches, en la vida que va pasando y en este poema sobre la muerte y su realidad, que llega cuando ve pasar la estela del ángel exterminador.

Y como poeta y maestro de la palabra, enfrentará este poema a la muerte para poder conjurarla.

El tiempo hace que nos extraviemos en la soledad del silencio, cuando han sido muchas las hojas que hemos arrancado del calendario, y nuestra memoria se convierte en un desierto sin oasis, ni lluvia para mitigar la sed.

Quedan los recuerdos, pero eso no basta, porque toman la forma de una tupida enredadera, que oculta la ventana por la que deseamos que entre la luz.

Nos gusta jugar al escondite con la muerte, a veces la deseamos, pero cuando creemos que puede escuchar nuestra llamada y acudir con la presteza del rayo, entonces preferimos ir sorteando las olas y que nuestro barco siga navegando, aunque los golpes que sufra en la quilla sean tan fuertes, que casi nos hagan naufragar.

Mas la insondable oscuridad del fondo del océano, nos sobrecoge y el temor a lo desconocido hace que nos agarremos al mástil hasta quedar exhaustos.

Que presencia más constante. Que blanca dama del amanecer, con su báculo imprevisible y poderoso, que a su paso siembra el miedo y la duda, porque nunca sabemos con certeza a dónde se dirige, ni cuándo llegará.

Mientras, nuestro cuerpo se derrama, inventando refugios miserables para sobrevivir al tormento de la espera.

Todos tememos despertar de golpe al borde del abismo, sin saber el día, ni la hora, en que se romperá ese frágil velo, que han cantado los místicos, y se nos permitirá descubrir, lo que, para ellos, es un dulce encuentro.

Llegará sin ser notada, como llega un ladrón, sigiloso, para arrebatarnos aquello más querido que es la vida.

Puede que se asome detrás de los cristales, para sorprendernos quizás cuando dormimos, o puede que pase de largo, y la tregua se alargue…

Mientras tanto, volvemos a la rutina para seguir apacentando el miedo de cada día, continuamos dando cuerda a los relojes, para que sigan concertando y echando a volar sus campanadas.

Seguiremos oteando el aire, percibiendo el coraje del viento de la tarde, que se cuela en nuestro corazón para anunciarnos que un día se detendrá su pálpito.

Y llega el momento del cansancio, y la rendición, porque la lucha es desigual, y al final sólo ha quedado un reguero de lágrimas que toman la forma de cristales rotos.

Tal vez la respuesta está en los sueños, en no despertar nunca.

Ir cerrando los ojos, arrullando nuestro cuerpo con las tiernas canciones de la infancia, los pies descalzos para no dejar huellas, el cabello suelto para que ondee al viento como signo de eterna juventud, ligeros de equipaje.

Y dejarse llevar, porque la muerte es sólo eso, dormir, soñar, olvidar…