Son las cuatro y media de la mañana. Estás frente al espejo. Nefarius te mira, silencioso, con una sonrisa lujuriosa. No podés moverte, sentís que estás paralizado, que no hay fuerza en tus brazos y entonces recordás esa habitación en casa de doña Cornelia en donde vive su hermana paralítica, prisionera de su cuerpo. Te invade la parálisis mientras ves cómo Nefarius se rasura mirándose al espejo, mirándote: sos el reflejo, vivís dentro del espejo, en el mundo reflejado, y esa habitación que hay a espaldas de Nefarius no es la tuya, no vivís ahí, ese no es tu mundo. Al morderte los labios ves en el espejo como sangran, sos vos de nuevo. Por un momento te concentrás en un zumbido en la habitación, como de un viejo radio de transistores, pero sabés que no viene de la habitación, hoy no encendiste la radio, todo está en tu cabeza, pero escuchas como siempre el noticiario, las voces que te sabés de memoria hasta que el zumbido pierde relevancia. Un nuevo examen médico confirmó que sí tenés tínitus, de hecho, sos capás de oír dos sonidos al mismo tiempo, como un acorde incompleto. Hoy no tenés hambre, solo querés un poco de café.

La segunda vez que estuve en casa de Nefarius fue como si no me hubiese ido, la simple continuación de la primera ocasión, luego de una pausa para tomar otra taza de té. En agradecimiento por los estacones de rosas que Nefarius le había enviado conmigo, mi madre, que muy probablemente lo tomaba por un simple profesor retirado aficionado a la botánica, le enviaba de vuelta una maceta con una matica de la zona, una bromelia, según me dijo, posiblemente endémica. Me recibió en una antesala que daba directo a la cocina.

—Oh, una Aechmea— exclamó Nefarius al verla, al par que le examinaba las hojas. Sospecho que es una Aechmea ludeddemanniana, pero no estoy seguro, tengo que revisar mi catálogo. Dale las gracias a tu madre.

Luego, como si su rutina fuese lo único que existiera, fue a la cocina por té y galletas, y en su ausencia vi que había estado leyendo de un libro que había tomado de un pequeño anaquel, en donde había otros igualmente forrados en cuero negro. Al regresar colocó una charola con dos tazas, una tetera y un plato con galletas sobre la mesita de la antesala y sin ningún otro comentario, comenzó a hablar de los dioses egipcios, con seguridad queriendo aclarar algo que se le había quedado dando vueltas en su cabeza cuando le pregunté la otra vez sobre los cuadros de Anubis y Kali. Evidentemente hablaba consigo mismo, más bien como si pensara en voz alta en la soledad de su vivienda. Obviando los dioses hindúes, se concentró en las deidades egipcias. No es que recuerde cada palabra de lo que dijo, pero durante media vida no hice otra cosa que dedicar mi existencia a entender como un loco que era todo eso de los dioses egipcios, sin pensar en la locura de Nefarius, en que lo que me decía tenía por intención establecerlo a él por autoridad, para dominarme.

—Sí, sí —dijo, asumiendo que yo también me había quedado con la misma interrogante— los egipcios, con la llegada de Aries, adoraban a Amon-Ra, que sucedió a Thot y a Ptah, ambos de la época de Tauro, y estos a su vez a Atum-Ra, de la época de Géminis. Pero los egipcios no es que fueran politeístas, sino que daban un nombre a cada manifestación de su dios, según la época. Así Atum-Ra, era el todo, la unidad primordial antes de que el universo se manifestara. Ptah representaba la voluntad activa del todo, cuando manifiesta el universo, cuando crea la materia y Thot, el dios único cuando multiplica la creación sobre la tierra. Luego, Amon-Ra es el todo cuando crea al hombre. Y si seguimos hacia atrás, mi joven amigo, llegamos a una civilización de la que vienen sus sagas, una civilización magnífica que se remonta hasta la época del gran diluvio: los atlantes.

Se había apoyado sobre la mesa, preso de una extraña excitación que, si la miro hoy daría por amenazante, pero de niño no sentí realmente temor, sino que estaba bloqueado, incapaz de saber cómo reaccionar a todo cuanto veía y escuchaba. Pude observar cómo extendía sus grandes manos sobre la mesa al exclamar «los atlantes» hasta llevarlas a la altura de su cabeza y posarlas sobre su escasa cabellera, sujetando seguidamente su cráneo con fuerza. Sus ojos de repente parecían que iba a girarse, en éxtasis.

—Antes del diluvio existió la Atlántida, sumamente avanzada, en donde el propósito de la vida era netamente espiritual, un ascenso de los niveles de vibración de la materia hasta llegar a ser pura energía y, una vez allí, alcanzar el máximo, para regresar al todo. Los valores de su sociedad consistían en alcanzar la armonía interior, en convertir al hombre en superhombre. Así, los egipcios representaban, para el entendimiento de las masas, estas manifestaciones con formas de animales. Thot, es el nombre en griego que corresponde a su divinidad, Hermes, pero en egipcio se llama realmente Dyehuty, y es el dios de la escritura, de las bibliotecas, de la lengua y el señor de las palabras divinas (dijo, al par que se ponía de pie y caminaba lentamente por la habitación). Representaba las matemáticas, la astronomía y las ciencias en general. Era por ello símbolo de sabiduría y señor de los discursos convincentes, de la astucia y de la magia (agregó, ya detrás de mí, apoyando su mano en mi hombro e inclinándose hasta tomar la tetera y servirme té, aunque mi taza estuviera casi hasta el borde). Tenía dos formas de representación animal: el babuino y el ibis. Es poco frecuente la representación de Thot con cuerpo humano y cabeza de babuino (luego, puso sus manos sobre mi cabeza y comenzó a mesarme el cabello:), pero por el contrario son numerosas con cuerpo humano y cabeza de ibis. Thot (sentí sus dedos sobre mi cuello,) era abogado y dios de las leyes; estuvo muy ligado a la diosa Maat como representante de la verdad y la justicia. Thot se servía de la astucia y la magia en los casos difíciles. Ocupaba una posición importante en el tribunal divino. Ptah era el dios creador. Se decía que él creó todos los seres con el corazón (frotándolo de abajo hacia arriba con los dedos de ambas manos hasta sujetarme los lóbulos de las orejas: sentí cómo aproximó su cabeza, sentí su aliento.) y la lengua. Se le denominaba también señor de la verdad y era fuente de valores morales. Señor de los artesanos. El buey Apis era su portavoz. Se representaba en forma humana (Caminó de nuevo hasta su sitio y bebió té de mi taza), cubierto con una envoltura semejante a la de las momias y de la que sólo le sobresalían las dos manos. Para el pueblo, naturalmente, se contaban historias llenas de alegorías y seres fantásticos, fáciles de entender y recordar.

Nefarius respiraba jadeante. Puso su mano sobre mi rodilla izquierda y la deslizó hasta frotarme el pene. Sentí que estaba paralizado, mudo. Tenía la mirada clavada en la ventana que daba hacia la calle lateral que se dirige hacia barrio San Cristóbal, y sin poder parpadear, vi con los ojos lloroso a Marcelo pasar en la bicicleta de su padre, enorme para él, en la que apenas podía pedalear. Quise gritar, pero sentía una mano apretándome la garganta, dejándome apenas respirar.

Nota

Este es un fragmento de la novela Nefarius escrita por Manuel Marín Oconitrillo, Editorial Arboleda.