Luis A. A. y su esposa Luisa B. B., mayores de edad y residentes en Barcelona, vivían en un barrio de clase media con calles anchas y aceras arboladas; su departamento era amplio y bien ventilado. Llevaban 49 años de matrimonio juntos, no tuvieron hijos.

Efectuaban sus compras por teléfono y los supermercados las subían hasta su casa. Él solamente salía a la calle los domingos por la mañana, temprano, para comprar el periódico en el quiosco de la esquina, también traía una botella de vino blanco Somontano. Ella aprovechaba el día festivo para preparar una paella de pescado: lavaba y cortaba el pescado y el marisco, los doraba con aceite de oliva en una sartén y los reservaba; luego doraba unos ajos picados y le añadía tomate y pimiento rojo hasta conseguir un sofrito; le unía el pescado y el arroz —dos partes de caldo por cada una de arroz— y los ponía a hervir 10 minutos a fuego fuerte y otros 5 en reposo. Era un ritual para los días importantes. La pandemia y el confinamiento los pilló en su nido de amor.

Estaban habituados a comer, beber y dormir juntos, a convivir, con la pensión de jubilación que recibía cada uno; ambos habían sido funcionarios del Estado. Pasaban los días en el salón comedor. Un cuadro grande presidía la sala. Presenta dos figuras: un hombre con bigote, sombrero y traje oscuro, y una mujer de sonrisa angelical vestida con traje oscuro y un ramo de rosas blancas en las manos, son Luis y Luisa fotografiados el día de su boda.

El segundo confinamiento les pilló en su refugio y, tras largos días de calor y de aburrimiento, empezaron a cambiar su rutina de acercamiento sexual: decidieron experimentar. Probaron múltiples ejercicios, destrezas y habilidades que habían visto en un libro.

Una noche, antes de cenar, mientras ambos bailaban un bolero a solas, a media luz, Nat King Cole cantaba así:

Acércate más
Y más
Y más
Pero mucho más...

Luis miró los ojos de Luisa; respiró el aroma del perfume en su larga cabellera, y le mordió suavemente un oído; ella se estremeció. Después le comió las mejillas, le picoteó el cuello y saboreó la sangre que manaba fresca; ella gimió. Repasó el cuerpo de su esposa despacio, con cariño, con amor, desde arriba hacia abajo. Lo apretó, lo amasó. Encontró algunas partes duras, otras blandas, unas dulces, algunas amargas... a ritmo de bolero:

Y bésame así
Así
Así
Como besas tú...

Luis siguió bajando —paraba de vez en cuando para tomar un sorbo de vino tinto—, succionando, saboreando, incluso masticando; hasta que el dedo meñique de un pie se le cruzó en mal sitio: se atragantó.

La misma canción continuó sonando en bucle durante toda la noche:

Pero besa pronto
Porque estoy sufriendo
No lo estás tú viendo
Pero estoy queriendo, sin quererlo tú...

Días después, un fuerte olor salía del hogar conyugal. Una vecina llamó a la policía. Vinieron numerosos efectivos vestidos con uniformes de diferentes colores; ostentaron gran despliegue. Derribaron la puerta con estruendo, entraron con gran aparataje y encontraron: a Luis A. A. tirado en el suelo y pálido. Ni rastro de la mujer, solo una sombra en la pared: en negro sobre fondo blanco. Los perros de la policía ladraron, pero nadie supo entenderlos.

Los forenses llegaron más tarde, dictaminaron que Luis A. A. había muerto envenenado.