Días antes de su aniversario, y solo después de pasar un par de horas rumeando al respecto, Fabricio decidió que ese año sí valdría la pena darse a él mismo un regalo. Lo hizo, en parte, porque recordaba lo que alguna vez su padre le dijo sobre las veleidades del existir. Que a este mundo uno viene y se va en soledad, ¿qué importaba cuántas sonrisas o lágrimas conmemoraran el respectivo evento? Que la única compañía verdadera es la de uno mismo, por lo que la mejor manera de tolerar los propios sinsabores es dándose un obsequio de vez en cuando.

Vivía en un apartamento minúsculo, en una ciudad en la que había pocas cosas que le llamaran la atención. Le gustaba el silencio, la comida poco condimentada, las habitaciones limpias y la privacidad de su mente. La música poco escandalosa y el arte, de preferencia, sin riesgos. Sus atributos se contaban con una mano, ni uno de ellos importante para otra persona que no fuera su jefe, o cualquier futuro empleador. Sus intereses se limitaban al muy concreto mundo del que tenía conocimiento y, en consecuencia, supo entonces qué quería de regalo.

Salió de su apartamento por la tarde, rumbo a la librería. Ahí deambuló por los pasillos hasta que dio con algo que le llamó la atención. Un texto publicado por alguna editorial académica, algo sobre ciertas controversias del Bauhaus, unos hechos que escandalizaron a unos cuantos iluminados a su debido tiempo, décadas y décadas atrás. Un asunto, le pareció, de lo más interesante. Qué buena lectura —dijo la muchacha que recibió su dinero en la caja, pero Fabricio ni se molestó en hacer algún comentario, no del todo seguro si se lo decía en serio o tan solo se burlaba de él. ¿Qué podía saber esa insensata sobre buenas lecturas?

Al poco rato de pagar el libro, buscó alguna tienda en dónde comprar papel con cual envolverlo. Era un gesto más bien pedestre. ¿Qué podía importarle ese detalle? Era, sobre todo, una pérdida de tiempo, ya que conocía muy bien lo que encontraría bajo el envoltorio la mañana de su cumpleaños. Pero el tiempo, como le ocurría cada fin de semana, era lo que Fabricio más tenía entre manos, por lo que pasó varias horas yendo y viniendo por las papelerías y demás negocios similares que encontró por la ciudad. Si iba a tomarse la molestia de consagrar al libro con el glamur que el cumpleañero espera del obsequio, entonces al menos lo haría con el mejor de los papeles.

Y fue así como se mantuvo ocupado. Caminó de una tienda a otra en busca del papel más fino. Visitó negocios pequeños y otros no tanto. Puso pies en centros comerciales, enormes como palacios, donde la música de fondo se dejaba escuchar como un lamento lejano en cada corredor, cada piso y cada almacén que visitó. Un sollozo que se musitaba quedo bajo las voces de toda suerte de personas con las que Fabricio se topó en su búsqueda. Por aquí y por allá a la caza de papel de regalo, del cual encontró muchos tipos, colores y texturas, incapaz de elegir el mejor.

Se decidió al fin por un diseño de motivos vegetales. Brotes y flores de amapolas sobre un fondo azul océano, acompañadas de pequeñas mariposas. Demasiado escandaloso para la sobriedad de su gusto, pero adecuado para la ocasión. Le recordó los días en los que su madre decoraba con flores la casa en la que él vivió alguna vez. También le insinuó el recuerdo de su padre, que gustaba coleccionar y catalogar toda suerte de lepidópteros. Hacía ya muchos años que ambos no eran más que espectros sobre un montón de huesos viejos, por lo que la ornamentación del papel le pareció una manera sensata de estar con ellos la mañana de su cumpleaños. Tomó un pliego, suficiente para recubrir el libro más de una vez, y, sin más, se marchó.

Regresó a casa cuando la luna ya se levantaba sobre la ciudad. Coincidió en la escalera con uno de sus vecinos, a quien pasó de largo a pesar del saludo no tan discreto que el otro le dio. Luego de una cena escueta —pues entre sus talentos no figuraba el culinario—, se dedicó a admirar las cubiertas y las páginas del obsequio recién adquirido. Para sentir el grueso de la encuadernación y la textura del grano de las hojas. En ninguna circunstancia para echarle un vistazo al texto, mucho menos una lectura incluso superficial. Su cumpleaños sería dentro de dos días y aún debía de envolver el obsequio. Más tarde, luego de algunas reflexiones, se quedó dormido con la ventana de la habitación abierta, bajo el murmullo de los búhos.

A la mañana siguiente, despertó con los primeros rayos del sol sobre su rostro. Con el tronar de los gorriones, que le sonaron gigantescos. Luego del desayuno —que fue incluso más desabrido que la cena de la noche anterior—, envolvió su regalo. Le tomó casi cuarenta minutos, y qué resultado tan penoso fue para él. Una verdadera vergüenza. Un escándalo, incluso. ¿Cómo era posible?, se preguntó. ¿Cómo era posible que él, que desde hacía treinta años se dedicaba a la arquitectura, que diseñaba rascacielos, casas y puentes, no pudiera hacer unos simples y elegantes pliegues de papel sobre un objeto, tal cual hacían otras personas civilizadas? Su regalo parecía una caja de embutidos envuelta a prisa para alegrar a un pordiosero hambriento. Dobleces abultados por aquí. Cortes y rajaduras por acá. Arrugas por toda la superficie. Cinta y más cinta adhesiva a lo largo de las juntas, como un mal cirujano que pretende evitar que al mutilado no se le derramen las entrañas. ¿Cómo era eso posible, por Dios?

Fabricio desgarró el envoltorio obsceno y lo arrojó a la basura. Aún tenía papel suficiente para hacerlo mejor, pero tantos fueron sus malos pliegues, tantas las rajaduras espontáneas, tantas —tantísimas— las estimaciones erróneas de sus medidas, que después de dos horas de trabajo delicado, lo único que le quedó fue el resto de todo ese papel hecho jirones por el suelo. También la mala opinión que comenzaba a tener sobre él mismo. ¿Cómo era posible que no pudiera hacer simples dobleces? En otras circunstancias, su incapacidad para envolver un regalo lo hubiera tenido sin cuidado, de no ser porque se trataba de una ocasión personal.

Marchó rumbo a los almacenes para comprar más pliegos del mismo papel, pero como era domingo lo encontró cerrado. Se aventuró entonces a unos cuantos bazares, a unos pocos negocios pequeños que encontró. De esos iluminados por rayos fluorescentes bajo los que resaltan todas las cicatrices, las manchas y los golpes que durante años ha sufrido la piel. Buscó por todo sitio, pero no dio con el estampado que quería. Se conformó, al fin, con lo más parecido que encontró; unas rosas insulsas sobre un fondo azul como la última hora del atardecer. Llevó con él todos los pliegos con los que pudo cargar. Qué papel tan bonito —dijo el hombre que recibió su dinero, pero Fabricio ni se molestó en responder. ¿Qué podía saber ese viejo sobre lo bello?

De vuelta en su apartamento, y luego de varias horas de cavilaciones, tomó el libro y lo colocó sobre un rectángulo de papel recién cortado. Había tomado todas las precauciones para obtener las medidas exactas del obsequio y su envoltorio. Había meditado sobre la mejor manera de proceder con aquello. Había incluso hecho algunos bosquejos y trazos técnicos para lograr el mejor resultado, el regalo mejor envuelto de todos, y no fue sino hasta ya bien avanzada la jornada cuando puso al fin manos a la obra. El resultado de todas esas reflexiones, sin embargo, fue incluso más desastroso que la última ocasión. Resultó aquello en una masa de papel frondoso, como una oruga que de alguna manera había devorado un objeto diez veces más grande que ella misma, pero sin saber a priori la manera en la que podría digerirlo. Lo intentó otra vez. Y otra más. Y otras tantas más, y cada nuevo intento no solo era igual de fallido, sino que a su vez parecía impartirle verdades profundas sobre las limitaciones de su ser.

La mañana de su cumpleaños lo encontró en vela. La ropa hecha una colección de arrugas, perfumada toda con el tufillo del sudor y la desesperación. Su nombre podía encontrarse entre las firmas de los planos más sofisticados con los que se levantaron algunos de los edificios más vistosos de aquella ciudad, pero ahora se descubría a si mismo incapacitado para envolver un regalo vil. ¿Qué hacer ante eso? Llamó a la oficina para pedir disculpas: no podría presentarse en los siguientes días. Alegó una dolencia general del cuerpo, pues tenía aún la suficiente vergüenza para no confesar que se trataba más bien de un malestar del espíritu. Le desearon que se recuperara y tuviera un espléndido cumpleaños, pero poco fue el caso que él hizo, ocupado como estaba con sus angustias existenciales.

Observó los montones de papel a su alrededor. ¿Qué hacer? Años antes, en alguna crónica arcaica, leyó que el rey Salomón, corto de visión y talento para construir el primer templo de Jerusalén, solicitó ayuda a una veintena de demonios a los que encadenó a su capricho con una serie de operaciones mágicas. Aquella breve —brevísima— consideración le pareció a Fabricio una medida extrema con cual adquirir la sofisticación necesaria para plegar papel de forma elegante sobre un obsequio, incluso si es verdad que, a lo largo de la historia, los ha habido quienes han vendido el alma al diablo por razones mucho menos nobles. Fue así por lo que marchó a la biblioteca y, después de hurgar ahí durante un rato, regresó a su apartamento con varios textos sobre origami, kirigami, teselado, zhezhi, ingeniería textil y de membranas, y otras tantas disciplinas, antiguas y modernas, con cuales encontrar lo que le era tan elusivo. Antes de volver a casa, pasó por los almacenes en busca de todos los pliegos del papel que tanto le había gustado. El de las amapolas y las mariposas.

Se encerró tras su puerta durante aquella semana. Leyó todo lo que pudo y practicó todo de lo que fue capaz. Aprendió los secretos con los que viejos monjes, con una sola pieza de papel, creaban mares llenos de delfines. Comprendió la secuencia de dobleces necesarios con las que algunos filósofos entienden los procesos secretos de la naturaleza, y, luego de un par de días sin descanso, fue capaz de hacer los pliegues necesarios con cuales representar cualquier flor, cualquier ave, cualquier pensamiento que cruzara su imaginación. Con esa habilidad bajo su control, aprendió entonces la manera en cómo utilizar la propia geometría de los objetos para así recubrirlos de bellos envoltorios. Sin quiebres, ni cortes, ni irregularidades, tal como la piel cubre la carne, la carne al esqueleto, y el esqueleto a la esencia de la vida misma, que, durante esa semana de meditación intensa, se le presentó a Fabricio como un mar tumultuoso. Un mar vasto, oculto tan solo tras el grosor de un puñado de átomos.

Una tarde, concluido todo aquello, Fabricio tomó el libro y lo envolvió como si se deslizara por un valle de seda. Ni un solo abultamiento, ni una simple desgarradura, nada de cinta adhesiva de más. Lo tuvo ante sus ojos como si de un objeto nacido de una madre se tratara, recubierto no por papel mundano, sino por una hermosa piel. Lo guardó en su armario para encontrarlo ahí el año próximo, como le hubiera gustado encontrarlo días antes, en su cumpleaños.

Pensó entonces en todos los regalos que tenía por delante. Todos los objetos que envolvería con la destreza de un gran maestro. Dádivas embellecidas por la sofisticación de un envoltorio bien plegado. Qué gusto le daba pensar en eso. Qué delicia sentir el papel envuelto como un sueño bajo su mano.

Luego recordó que no tenía a nadie. Ni siquiera una mascota, a quien darle el más mínimo regalo.