Corren, como siempre, tiempos violentos. La violencia germina en el hombre porque la libertad, junto con el Amor, es lo más sagrado de la existencia. Gozamos, por tanto, del derecho fundamental de rechazarnos, odiarnos o eliminarnos entre nosotros.

Hace unas semanas, el periodista Iñaki Gabilondo declaraba, en relación al debate sobre el endurecimiento de la prisión permanente revisable, que esta «tiene muy poco que ver con la erradicación de los crímenes más abominables, y desde luego está más vinculado a esa fantasía del hombre de creer que a través del castigo se puede acabar con lo que le horroriza».

Las leyes, ha demostrado la historia, no pueden reinstaurar la justicia, porque la justicia emana del corazón de los hombres que se conocen a sí mismos y, por ende, se saben libres. Así, quien ve la necesidad de establecer límites y quien los acata por miedo es poco más que un peón en manos de la inconsciencia. Y en eso nos hemos convertido, en supervivientes maniatados por leyes escritas o no escritas, bombas de relojería cruzándose cada día hasta que un hecho fortuito, o no tanto, haga estallar el sufrimiento acumulado por incontables experiencias dolorosas no digeridas.

El miedo permanece latente en el cuarto oscuro de nuestra psique, donde abandonamos al olvido momentáneo cada comentario hiriente, mirada de desaprobación o actitud recriminatoria del que somos blanco a lo largo del camino.

Así que eso es todo. O estamos en Amor o bajo capas enrolladas y malolientes de dolor sedimentado. El proceso de llegar a odiarse a uno mismo, y por tanto odiar al mundo, resulta increíblemente fácil. Es fácil que un progenitor nos reproche a su manera el no encajar en su concepto de buen hijo, es fácil que un profesor solo sepa identificar nuestros puntos débiles, es muy fácil dar permiso a alguien a quien creemos amar para que contribuya a empeorar nuestras llagas emocionales.

Pasan los años, las heridas mutan, se enquistan o cicatrizan en falso. En un ejercicio de burdo autoengaño creemos que las malas experiencias nos han hecho más fuertes, resilientes a cualquier prueba que la vida nos depare. Pero la fortaleza forjada con sufrimiento no sanado es un espejismo. Soportamos la presión laboral para mantener las necesidades creadas; aguantamos a nuestra pareja a base de tomar oxígeno en brazos de otros de vez en cuando; resistimos ante una vida derrumbada porque vemos que los demás no lo llevan mucho mejor. Soportamos lo insoportable porque no recordamos, ni nadie nos ha mostrado, otro camino.

Pero el miedo no es sino la sombra del Amor y es, por tanto, abrazando el máximo dolor y temor posibles cuando, agotados, cedemos y nos abandonamos a la muerte de lo irreal. Cuando todos los mecanismos de aletargamiento pierden efectividad, cuando el dinero, el sexo o el poder no consiguen contener por más tiempo la riada de la insatisfacción solo queda el salto al abismo de la aceptación y el perdón. Aceptar que cualquier experiencia dolorosa trata de recordarnos que olvidamos fluir con la vida, y que perdonar y perdonarnos es el peaje inevitable para reconectar con la paz. No importa si herimos o fuimos heridos, si el objeto de nuestras disculpas o nuestro rencor ya no forma parte del presente. El perdón es un estado de Ser y como tal no se supedita al tiempo ni al espacio, no entiende de formulismos ni protocolos de actuación.

El perdón no requiere destinatarios de carne y hueso, ni testigos, no exige despliegues de arrepentimiento, tan solo silencio, desnudo y sincero, y la más pura intención de volver a empezar.