Hacia el segundo apartado de su ensayo de 1929, El malestar en la cultura, Sigmund Freud postula tres fuentes de sufrimiento que influyen en la infelicidad humana oponiéndose al principio de placer. «El sufrimiento —plantea— nos amenaza por tres lados» (p. 3025). Por una parte, desde el propio cuerpo que, condenado a la decadencia y a la aniquilación, ni siquiera puede prescindir de los signos de alarma que representan el dolor y la angustia. Por otra parte, desde el mundo exterior, capaz de encarnizarse en nosotros con fuerzas destructoras omnipotentes e implacables. Finalmente, desde las relaciones que establecemos con otros seres humanos. Bien leídas, las tres fuentes postuladas por Freud tienen en común la incapacidad por parte del sujeto de dominar en su totalidad el mundo circundante y, a la vez, de dominarse a sí mismo. En los dos primeros casos la naturaleza se impone de forma inevitable sobre nuestro cuerpo a través de la enfermedad o del paso del tiempo. En el tercer caso, las relaciones con el otro pueden tornarse tan complejas hasta el punto de desencadenar conflictos de la magnitud propia de una guerra.

En la tercera fuente de malestar —producto de las relaciones con los otros— Freud señala que «el sufrimiento que emana de esta última fuente quizás nos sea más doloroso que cualquier otro» (Ibid.). Más adelante, y en esta misma línea, cuestionará los imperativos religiosos que rigen buena parte de las relaciones sociales de Occidente: «amarás al prójimo como a ti mismo» y «amarás a tus enemigos», ya que la tensión entre las pulsiones que coexisten en el sujeto impide la realización de estas exigencias. Amar a un extraño o a un enemigo no es un precepto razonable. Es más, plantea Freud, «siempre que le sea de alguna utilidad, no vacilará en perjudicarme... Ni siquiera es necesario que de ello derive un provecho; le bastará experimentar el menor placer para que no tenga escrúpulo alguno en denigrarme, en ofenderme, en difamarme, en exhibir su poderío sobre mi persona» (p. 3045).

Reflexionar sobre la guerra en tanto relación posible entre los hombres implica un posicionamiento a propósito de dos formas diferentes de entenderla: como factor asocial o como forma de establecimiento de vínculos sociales. Entender a la violencia como un factor de disolución de la organización social hace comprensible que el progreso de la civilización exija su anulación para poder realizarse, es decir, para que la sociedad —constituida en el pacto— no disminuya el contrato social que rige como principio de racionalidad y entendimiento. Pensadores como Jürgen Habermas o Hannan Arendt han concebido a la violencia como factor asocial basándose en que el carácter primitivo de la lucha y el conflicto habrá de ser superado por las organizaciones sociales futuras. No obstante, resulta posible establecer una premisa completamente opuesta según la cual la violencia sería un factor de constitución social, por lo que el orden social se fundaría en la violencia. El conflicto es, desde este otro punto de vista, un tejido de relación social, y combatir significa relacionarse con el otro. Georg Simmel considera a «la lucha» como «forma de socialización» y en su libro titulado Sociología. Estudios sobre las formas de socialización plantea:

Si toda acción recíproca entre hombres es una socialización, la lucha, que constituye una de las más vivas acciones recíprocas y que es lógicamente imposible de limitar a un individuo, ha de constituir necesariamente una socialización. De hecho, los elementos propiamente disociadores son las causas de la lucha: el odio y la envidia, la necesidad y la apetencia. Pero cuando, producida por ellas, ha estallado la lucha, esta es un remedio contra el dualismo disociador, una vía para llegar de algún modo a la unidad, aunque sea por el aniquilamiento de uno de los partidos. Así ocurre con frecuencia que las manifestaciones más vivas de la enfermedad significan los esfuerzos del organismo para vencer las perturbaciones perjudiciales (1927: 9).

Desde este punto de vista, la violencia sería un instrumento de conformación o constitución del orden social. La lógica de la guerra permite la unión de un grupo en contra de un adversario común; la relación sería, así, doble: con el adversario y entre quienes se identifican como integrantes de un grupo contra la otredad.

Existe una célebre afirmación de Karl von Clausewitz, general polaco decimonónico, contenida en su obra publicada póstumamente, De la guerra, en la cual postula que «La guerra es la continuación de la política por otros medios» (2013: 29), lo que equivaldría a decir, aproximadamente, que la guerra se realiza con una finalidad política y que solo para llegar a ella se impone la propia voluntad sobre el otro derrotado. Hacia 1976, en uno de sus cursos llevados a cabo en el Collège de France, Michel Foucault invierte el aforismo de Clausewitz diciendo que «la política es la continuación de la guerra por otros medios» (p. 28) lo que equivaldría a decir que la guerra hace uso de un poder para dominar y ejercer una vigilancia sobre la sociedad y la política no es más que la continuación o proyección de esta vigilancia sobre la sociedad civil. La guerra es la escena primordial y el modelo de la política.

En la medida en que el motor del desarrollo y de las relaciones sociales es la lucha y el conflicto, también el desarrollo técnico se deduce como resultado de la guerra. Concluida la Primera Guerra Mundial, se continuó buscando el perfeccionamiento del avión como instrumento de combate y de transporte de tropas. Los ingenieros alemanes advirtieron el bajo rendimiento de la hélice y se propusieron buscar un nuevo método de propulsión a fines de alcanzar mayores velocidades. En 1930, Frank Whittle patenta sus primeros motores de turbina de compresor centrífugo y Hans von Ohain hace lo propio en 1935 con sus motores de compresor axial de turbina. En Alemania, el 27 de agosto de 1939 despega el HE-178 de Heinkel que montaba un motor de Ohain, realizando lo que sería el primer vuelo a reacción pura de la historia.

Eric Hobsbawm postula, como tesis fundamental en Historia del siglo XX, que el inicio de este siglo coincide, más bien, con el inicio de la Primera Guerra Mundial, es decir, en 1914, momento en el cual el capitalismo ingresa en su fase de completa internacionalización. Siguiendo esta lógica ¿sería posible plantear que el siglo XXI se inicia con el atentado a las Torres Gemelas, es decir, cuando dos aviones usados para transportar civiles son resignificados a su condición primordial de instrumentos de combate? El atentado a las Torres Gemelas se concibe en este siglo como la continuación de la guerra por otros medios y define, en cierto modo, el carácter de la sociedad actual. En términos de Zygmunt Bauman (2014), se vive en estado de «incertidumbre prolongada», lo que «augura dos sensaciones similarmente humillantes: la de ignorancia —no saber lo que deparará el futuro— y la de impotencia —ser incapaz de influir en su rumbo» (p. 21).

El terrorismo de estado produce las mismas sensaciones de temor e incertidumbre generalizadas: cualquier miembro de la sociedad civil corre el riesgo de ser atacado, secuestrado, desaparecido, torturado y, en este punto, existe una coincidencia entre la guerra y la enfermedad o, en términos más contemporáneos, la pandemia. La relación antes aludida entre desarrollo técnico y guerra puede resignificarse en términos de industria farmacéutica y enfermedad. La vigilancia y los controles de los aeropuertos han aumentado intentando detener tanto el avance del terrorismo como de las enfermedades. Tanto la enfermedad como la guerra generan un efecto de horror y fascinación simultáneos: así como la fascinación humana por la guerra está plasmada desde la Ilíada, la enfermedad está representada en la plaga que asola a Tebas en Edipo Rey, en el Decamerón de Bocaccio y en la propia Biblia.

El horror y la fascinación provienen del hecho de que la enfermedad y la guerra pueden y no pueden ser dominadas por el hombre, están en él y lo exceden, como el deseo. Freud observó esta tensión y las denominó pulsión de vida y pulsión de muerte. El cineasta Jean-Luc Godard (2007) lo expresó de la siguiente manera:

…Mientras que el acróbata
es presa
del equilibrio más inestable
pedimos un deseo
y ese deseo es
extrañamente doble
y nulo
anhelamos
que se caiga
y anhelamos
que resista
pero ese deseo es necesario
no podemos
no formularlo
con toda contradicción
y sinceridad (p. 159).

Notas

Bauman, Z. (2014). Libertad y seguridad: un caso de Hassliebe en: El retorno del péndulo. Buenos Aires: FCE, p.21.
Clausewitz, K. (2013) De la guerra. Buenos Aires: Distal.
Freud, S. ([1929] 2005). El malestar en la cultura en: Obras completas, vol. III. Madrid: Biblioteca Nueva.
Foucault, M. (2014). Clase del 7 de enero de 1976 en: Defender la sociedad. Buenos Aires: FCE. Godard, J. L. (2007). Historia(s) del cine. Buenos Aires: Caja Negra. Hobsbawm, E. (1998). Historia del S. XX. Buenos Aires: Crítica. Simmel, G. (1927). La lucha en: Sociología. Estudios sobre las formas de socialización. Madrid: Revista de Occidente.