No te asustes por el latinajo del título, en esta ocasión no voy a hablar de literatura, ni de cultura clásica, sino de una inquietud que revolotea en mi cabeza desde hace un tiempo.

Déjame que te cuente.

Desde hace años vivo en un pequeño pueblo de pocos miles de habitantes y trabajo en mi casa cómodamente, sin necesidad de moverme apenas a Madrid sino media docena de veces al año. Vivo ciertamente tranquila; es más, diría que habito en una agradable burbuja que me cobija y me protege de realidades incómodas. Me resulta agradable vivir así porque esa liviana coraza es lo suficientemente opaca como para hacerme invisible el sufrimiento que ruge en el exterior y que me apearía del dulce transcurrir de mi vida en un lugar donde pocas cosas suceden y donde parece que todo funcionara perfecta y acompasadamente.

Sin embargo, en una de mis visitas a Madrid una triste realidad zarandeó mi ilusoria «felicidad pastoril». Fue un viernes del mes de abril, un día soleado que dio paso a una noche deliciosamente fresca. Había quedado a las nueve de la noche, y como previsiblemente mi cita se prolongaría hasta tarde, me desplacé en coche, que dejé en el parking de la Plaza Mayor. Cuando salí por el escueto túnel peatonal para dirigirme al lugar donde me había citado, me llamaron la atención unos enormes cartones apoyados en la pared del pasadizo que había de cruzar. No le di mayor importancia.

Después de una amena charla en un local típico del centro, me despedí de mi amiga y me dirigí al parking para volver a casa. Como me suele suceder, a pesar de que fui una «experimentada boy scout», no me acordaba del pasadizo de la Plaza Mayor por el que debía entrar para llegar a mi coche. Y también, y como es habitual, escogí mal. Comencé entonces a recorrer los soportales de la plaza; no había mucha gente en ese momento. El ruido de la ajetreada tarde en el centro de la ciudad me había hecho sorda al sonido de mis pisadas, que en ese instante, en el silencio de la noche, semejaban campanas tronando en calles desiertas de vida.

De repente, un miedo comenzó a recorrerme todo el cuerpo: estaba caminando a lo largo de una especie de pasillo cuyas paredes estaban construidas por enormes cartones de frigorífico. Mis pisadas retumbaban. No había una puerta de salida de aquel corredor improvisado. Tenía miedo, mucho miedo. Mis pisadas retumbaban todavía más, pues me apresuraba a cada segundo por encontrar mi salvación: una puerta.

En esa frenética huida uno de aquellos cubículos se mostró a mis ojos: un hombre joven intentaba dormir… pese al estruendo de mis zapatos. La que me había parecido una deliciosa temperatura, para aquella gente sería una fría noche a la intemperie, abrigados apenas por unas maltrechas mantas. En ese momento lo entendí todo, me sentí mal, muy mal. ¿Acaso tenía yo derecho a molestar el sueño de todas aquellas personas? Me culpé por haber sentido miedo, por haber prejuzgado a todos aquellos habitantes de otro mundo que queda muy lejos de mi cotidianeidad. Sentí que la vida en mi burbuja es una cobardía, un cómodo egoísmo. Me di cuenta de que hay muchas realidades que no son tan amables como la mía. Aquel día nació en mí una fuerza que me animó a hacer estallar esa burbuja y navegar por ese otro mundo, ese que no es tan idílico.