Al atardecer, tres ángeles atravesaron el pueblo y se fueron a sentar en el pórtico de la casa del jabonero. Hicieron dos pilas de piedras: una al lado izquierdo de la puerta principal, otra al lado derecho y una más a tres metros de distancia, justo frente a la puerta. Cuando acabaron su trabajo, se sacudieron las manos. El sol de la mañana ya había salido y entonces, el Dios del Cielo y la Tierra dejó que la lluvia cayera y lavara las piedras. En el ambiente se escucharon, entre los aleteos de los que han partido, unos murmullos: el que honra las palabras y cumple la promesa dada será recompensado.

Dentro, la mujer del jabonero se despereza, se lleva la mano a la boca para ocultar el bostezo y salta del lecho conyugal para iniciar la labor. Quisiera quedarse ahí, entre el jubón de las sábanas y los recuerdos tibios de lo que acaba de suceder, pero corre a enjuagarse la boca y a lavarse la cara. No entiende porqué encontró una mancha de hollín en su cuerpo. Se detiene en el reflejo de un rayo de luz y pasa la mano por la piel del cuello que ya no luce tan firme. Se limpia con el jabón tan blanco que le dio su esposo y mira al frente. Sabe que debe ordenar la casa, hacerla menos resbalosa y esforzarse en armonizar la vida para que al llegar la noche, los frutos le llenen las manos y su cosecha no sea tan sólo de viento. Extiende los brazos como si fueran las ramas del cedro y estira los dedos como un viñedo cargado de uvas. El movimiento empieza y todos corren detrás de la cotidianidad.

La abuela se sienta en la mecedora de la esquina y observa sin ser vista. Ella sabe y guarda silencio. Guarda tesoros incalculables de experiencia en el corazón que le permiten adivinar todo sin necesidad de que alguien se lo venga a contar. Se impulsa con el pie una y otra vez recordando los placeres de la cuna. En una casa próspera siempre se cuenta con la bendición de un viejo. Cierra los ojos. Recorre la bóveda del cielo para arrancar a cada estrella la aprobación especial que ha de dar, uno por uno, a los que ve sin ser vista. Es como un canalito del río que se pierde en el jardín, o como el rocío que sirve de consuelo a las flores. Está ahí, para ser ese hilo de agua que se convierte en arroyo, sigue el curso del río y va rumbo al afluente del mar, del mar eterno.

Los retoños de la vid fecunda, se apresuran a la mesa y comen del fruto del trabajo del jabonero. Llegan como las chispas que encienden el carbón y en sus rostros se reflejan las sonrisas y las inquietudes de los que apenas empiezan a recorrer el camino. En la cabecera, el hombre inicia los alimentos con una oración de gracias por los regalos que le llegaron de las entrañas. Son destellos de su propia imagen, renuevos de su propio entusiasmo. El jabonero se adueña de sus pensamientos y con habilidad termina controlándolos, los somete al aquí y al ahora, antes de que se vayan a pastar por aquellas laderas que provocan la cólera del Señor.

Pero, ya se sabe: en esa casa, el que no cae, resbala. El hombre se detiene a contemplar la brizna en el ojo ajeno sin reparar en la gran losa que lleva a cuestas. Es más fácil mirar al de al otro lado. Arruga la frente y suspira: reconoce que ese ojo es tan parecido al suyo, podría ser el propio, pero es de otro. La forma almendrada, el color oscuro del iris, nada más que aquel es de piel firme y éste ya se arrugó por ver tanto. Sabe que tantas briznas se pueden convertir en un paquete tan pesado como una piedra y grita, pero sus advertencias no se escuchan. La sabiduría se destruye diluida en voces del que no desea sino el bien y no sabe cómo entregarlo. La anciana lo observa desde la esquina y sigue meciéndose al ritmo del pie que ahora toca el suelo y ahora ya no.

La cuentista se asoma por la ventana, eleva la pluma con la intención de revelar sigilos y no se olvida que el que merece confianza es aquel que sabe guardar secretos. Un testigo digno de fe dice la verdad y corre tras ella con la misma necesidad con la que los pulmones absorben el aire de la tierra. Elige las palabras para contar, pues sin las palabras adecuadas, el corazón se convierte en un granero vacío.

El jabonero la encara: no se te ocurra revelar más de lo que debes. El que toca alquitrán se ensucia los dedos. No conviertas a un amigo en enemigo, recuerda que un adversario no se disimula cuando cae la adversidad. Traspasar ciertos límites es como juntar fierro con arcilla, uno golpeará al otro y el más débil se quebrará. La pluma guarda reposo y el jabonero vuelve a sus pensamientos. Las sombras lo rodean y por un momento los rayos del sol no lo iluminan.

Cavila sobre las pasiones que se encienden en el centro del deseo y que no se apagarán antes de ser satisfechas. El hombre que comete adulterio no se detendrá hasta que la lumbre lo devore. Olvidándose de esos ojos a quienes les prometió fidelidad y tantas otras cosas que habían de cumplirse en la salud y la enfermedad, en lo próspero y en lo adverso. La rectitud que habitaba en el alma del jabonero se malbarató, transformó su plata en basura y su espíritu quedó como vino revuelto con agua.

Sin embargo, la cal pica en las heridas que están vivas. Hay tres cosas a las que les teme y una cuarta que le espanta: el rumor que se extiende por el vecindario, la multitud amotinada y esa acusación. La cuarta es un dolor íntimo, es la angustia que provoca el apetito por la piel prohibida. Es la ambivalencia que se arraiga en la aventura: la potencia apasionada y la sensación de ser una planta sin raíces. En su favor, se dice para justificarse, que él no la andaba buscando. Se encendió, de igual forma como los árboles secos del desierto se prenden cuando les cae un rayo encima.

Es esa mujer malvada que trajo el yugo suelto. Es tan arriesgada que cortó la tela del escote y se alzó un poco las faldas. No hubo forma de alejar la mirada de ese cuerpo. Siempre supo que su presencia era tan segura como traer un alacrán enojado en el hueco de la mano. Falló la mesura. Ambos aprovecharon esa mutua complacencia. El jabonero se sintió como un viajero sediento en su presencia y, aunque tuvo miedo de sus propias carnes, se entregó cegado por sus pasiones. Descorrió el pestillo, se abrió la cerradura y la curvatura de aquellas caderas transformaron la rudeza un jabonero en delicadeza, gracia y encanto.

Ahora, ¿cómo va a poder remediar el deshonor?, ¿cómo se borra ese insulto? Al sacudir el cedazo caen las mugres.

El viajero sediento abrió la boca y bebió del agua de un manantial prohibido. Se le llenó la garganta de sal. El jabonero anda con el rostro sombrío, camina como si trajera guijarros en las sandalias, como si caminara por cuestas arenosas. Anda con el corazón apenado y la cara larga, va con los brazos caídos y las rodillas vacilantes. Oculta la herida que trae en las cavernas del alma. La travesura se convirtió en una multiplicación inexplicable de cólera, amargura y culpas. Los impulsos se salieron de control, los arrebatos tienen consecuencias que no son visibles a primera mirada. Se ve las manos y las siente llenas de hollín. Esos dedos mugrosos que repasaron la piel ajena, acaban de recorrer la de su propia esposa en el tálamo marital, quisiera arrancarlos uno a uno.

El jabonero corre a la pila de cantera que recoge la lluvia clara. Elige el jabón más blanco que fabricó con arduo empeño y se talla las manos con energía. Cepilla las palmas, las muñecas, los antebrazos hasta llegar a los codos. Se mete de medio cuerpo para enjuagarse. Espera que con la espuma se vaya el escozor que lleva en el alma. Siente un hoyo en el pecho por el que se le va escurriendo todo el sentimiento, es como una fuga de agua que no se puede detener con un tapón de corcho.

Sobre aquel lecho ajeno se despertó un cuerpo desconocido. Hasta entonces entendió lo que era estar dormido y despertar. Corrió como gacela sobre esa piel desnuda y entró sin que ningún centinela le impidiera el paso. Recorrió, palmo a palmo, el fruto prohibido, buscó y encontró. En la última mordida a la manzana tan dulce, se abrieron los ojos y cayó la venda que cubría los ojos. Escuchó con claridad la sentencia: por haber comido del árbol clandestino, entenderás el dolor de las espinas y los cardos.

Al siguiente atardecer, la familia está dentro, tranquila alrededor de la mesa. Una vez más, tres ángeles atraviesan el pueblo y se van a sentar en el pórtico de la casa del jabonero, cada uno junto a las pilas de piedras: a uno al lado izquierdo de la puerta principal, otro al lado derecho y uno más a tres metros de distancia, justo frente a la puerta. También la cuentista aparece por ahí, sentada. El jabonero siente el llamado. Sale a la entrada de su casa con la mirada arrastrando el suelo. Lleva encarnados sus temores: el rumor que se extiende por el vecindario, la multitud amotinada y esa acusación. La cuarta, la que le espanta es un dolor íntimo: es la angustia de la carne que se sigue despertando ante la presencia que le fue prohibida. ¡Yo no la busqué!, grita y extiende los brazos, dejando expuesto el pecho.

El jabonero los mira, y espera a ver quién puede lanzar la primera piedra.