Hace unos meses leí en algún lugar la siguiente frase de la novelista británica Agatha Christie:

Los mejores crímenes para mis novelas se me han ocurrido fregando platos. Fregar los platos convierte a cualquiera en un maníaco homicida de categoría.

Sinceramente, me resultó curiosa la frase e intenté hilvanar groseramente argumentos para sostener y justificar esa, cuando menos, fuente de inspiración tan prosaica. Y así, enhebrando pensamientos e intentando trazar algún paralelismo con mi propia experiencia hice un inesperado descubrimiento que me convenció de que yo misma podría planear el crimen más perfecto jamás concebido (aunque he de decir que más acorde con nuestros tiempos, pues ya todos delegamos en el lavavajillas la ingrata tarea de fregar los platos): ¡podría pergeñarlo mientras plancho! Sinceramente, no niego que en alguna fugaz ocasión se me ha pasado por la cabeza la idea de asesinar a alguien, e incluso he llegado a pensar en cómo deshacerme del cadáver sin dejar rastro… Confieso que en una ocasión tuve que detener a mi imaginación, ya que la camisa que tuvo la desdicha de ser el papel sobre el que escribí el guion de ese asesinato desapareció chamuscada bajo la presión de la plancha.

En fin, sigamos con el razonamiento. Ambas tareas —fregar y planchar— tienen algo de automático en los movimientos repetitivos que hace que la mente alcance una suerte de estado de desconexión del cuerpo que la permite volar y regocijarse en sus pensamientos más escondidos, en los más profundos. Y lo sé por experiencia.

Cuando me pongo delante del ordenador a escribir soy consciente de que en algunas ocasiones me excedo al hablar de experiencias personales o de pensamientos demasiado íntimos… e intuyo que esta va a ser una de estas confesiones de las que me probablemente me arrepienta. Pero, llegados a este punto, ya no hay marcha atrás: te voy a contar mi experiencia con la plancha.

Suelo dedicar parte de la indolente tarde del domingo a planchar, y no me lo tomo como una tarea tediosa, sino como un momento íntimo conmigo misma que puede acunar mi tristeza o espolear mi alegría, todo depende de mi estado de ánimo. Pero siempre, siempre, es un momento de paz que vivo a solas. Incluso bromeo con mi hija diciéndole que se trata de una fiesta en la que hay música y alguna bebida, pero solo un invitado: yo.

Si es la tristeza la que predomina en mi corazón, suelo elegir música tranquila, de desamor, de desengaños, y a medida que los pensamientos llegan a mi cabeza, la plancha se va deslizando por cada una de las arrugas como si se tratara de mis propias heridas que intento sanar como se curan las heridas de los niños con un tierno beso. Repaso una y mil veces cada una de las arrugas anhelando alcanzar la perfección, como si ese sublime resultado se fuera a reflejar en mi melancolía, como si esas melodías acariciaran mi tristeza y la convencieran de instalarse en mi vida.

Sin embargo, si esa tarde de domingo me domina la alegría, la euforia… todo es muy diferente, dejo que la música me sorprenda e incluso me aturda, como si fuera el son al que debo amaestrar a las rebeldes arrugas de cada prenda. Música, baile… ¿acaso importa mucho que las arrugas esquiven el movimiento de mis manos? ¡No, claro que no! El salón se transforma entonces en un divertido mundo en el que soy la heroína que acaba con todos los monstruos que habitan en mí, incluso los más oscuros. Y no quiero que la tarde termine, y busco ansiosa más ropa que planchar, más tristezas que abatir y más pensamientos que entender.

A veces, invito a mis hijos a compartir ese momento y entonces… entonces el salón se torna en una bulliciosa plaza donde se mezclan sin pudor canciones ochenteras con ritmos audaces y diferentes; ritmos cálidos se maridan con notas electrónicas, violines con baterías, y ya no hay tristeza ni borradores de crímenes, solo hay locura: una deliciosa locura que comparto con mis hijos.