La primera vez que la vi fue al entrar en una frutería de mi barrio. Una mujer mayor, muy bajita, con la cara bastante arrugada. Podría rondar, a simple vista, los ochenta. La dejadez que se apreciaba en su pelo contrastaba con la pintura del rostro: rojo intenso en los labios, mal pintados, y raya negra en los ojos. Iba embutida en un abrigo marrón claro. Me llamó la atención que, a pesar de la edad que yo le calculaba, calzara unos zapatos de tacón de unos siete centímetros de altura.

Al verme entrar, se puso en pie, levantándose del taburete como si hubiese sido despedida por un resorte.

—Buenos días —me saludó—. Si desea algo, tendrá que esperar a que llegue la señorita. Ha tenido que salir un momento —le temblaba la voz y se restregaba las manos con un nerviosismo evidente.

Sonreí y asentí con la cabeza, como respuesta. Durante el par de minutos que tardó en regresar la señorita frutera, no paró de recorrer de un extremo a otro la pequeña estancia, mirándome de vez en cuando para repetirme, con su voz temblorosa, que no tardaría en llegar, en un intento evidente por tranquilizarme. Yo no le quitaba ojo de encima. Me parecía un personaje de lo más esperpéntico y, al mismo tiempo, despertaba en mí compasión e inquietud.

En cuanto llegó la señorita, la extraña mujer le dijo que tenía mucha prisa por no sé cuántos quehaceres, que enumeró de corrido. La frutera le dedicó una sonrisa que delataba que se conocían. A mí me entraron unas ganas enormes de preguntar quién era la que se acababa de marchar, pero me frenó un sentimiento de pudor o de prudencia. Tampoco es que tenga mucha confianza con la tendera.

A partir de ese día, me la he encontrado en muchas ocasiones. Siempre con el mismo abrigo y los mismos zapatos y ese rojo, extremadamente intenso, que se extiende más allá de los labios otorgándole un aspecto bastante cómico. Camina con una agilidad asombrosa, como si el tiempo se le acabase. Mientras camina, murmura continuamente, de un modo compulsivo. Dada su velocidad de desplazamiento, cuando me topo con ella o la diviso a lo lejos, desaparece de mi vista en un santiamén, dejándome siempre ese regusto de inquietud y compasión.

¿Quién es?, ¿cuál es su nombre?, ¿dónde ha nacido?, ¿dónde vive?, ¿la cuida alguien?, ¿tiene familia?, ¿se siente sola?, ¿qué murmura por la calle? Estos y otros muchos interrogantes vienen a mi mente. Me quedo pensando en ella largo tiempo, después de verla. Seguramente, vive sola en una casa mal adecentada. Se alimenta mal. Los días se le hacen interminables, a pesar de recorrerlos tan aprisa.

Siento esa soledad que imagino en ella y un frío intenso se apodera de mí.

Algún día no muy lejano, pues el tiempo vuela, alcanzaré la edad que le supongo. Para entonces, ya llevaré algunos años de jubilado.

Sin hijos ni más familia que mi mujer, para la que pido a Dios que le dé toda la salud que a mí me falta, ¿a qué dedicaré mis horas?

Ayer la vi sentada en un banco del parque de la avenida. Hacía frío y se había encasquetado un gorro de lana del mismo color que su inseparable abrigo. Me senté en un banco frente a ella, para observarla a mis anchas. De vez en cuando, por disimular, miraba hacia otro lado. Sus pies no llegaban al suelo. Los balanceaba rítmicamente, sin descanso. Sin descanso, también movía los labios en un monólogo o diálogo con alguien imaginario del que no logré captar ni una sola palabra, muy a mi pesar. Parecía una estampa infantil: una niña sentada en un banco, balanceando sus piernas y su cuerpo, hablando sola, sumida en un mundo de fantasía.

La muerte la sorprenderá cualquier día. Amanecerá en su cama o en su sillón, muerta y sola. Seguramente tardarán varios días en advertir su ausencia. Quizá, alguna vecina la eche en falta.

¿Quién se encarga del entierro cuando alguien no tiene familia? ¿A dónde va el poco o el mucho dinero que haya guardado en el banco? ¿Tendrá ella algún familiar viviendo en otro lugar con el que se pueda contactar llegado el caso? ¿Quién irá a visitar su tumba? Puede que, incluso, si nadie reclama su cuerpo, este sea donado para que los estudiantes de Medicina practiquen con él. Bien mirado, es una forma de serle útil a la humanidad. Desde luego, es mejor que el hecho de que te coman los gusanos. Aun así, ambas posibilidades me producen escalofríos, se me revuelve el estómago.

—¿Has terminado ya? —me espeta mi señora esposa, a quien le estaba relatando esta historia. Ha soltado bruscamente sobre la mesa la labor de ganchillo y me mira con cara de pocos amigos.

—Creo que sí. ¿Por qué, Carlota? —respondo asombrado ante su actitud.

—Escúchame bien, Manolo. A partir de ahora, ni una palabra más sobre esa mujer, que vete tú a saber si no vive mejor que nosotros. Pero de la que, además, su vida me importa un pimiento. ¡La perra que te ha entrado con «la pobre desconocida»! Cuando te la encuentres, te das media vuelta y a otro asunto. Como me vuelvas a hablar sobre ella, te llevo a rastras al psiquiatra. Y aligera en sacar la basura y dar un paseo al perro, que ya es su hora.