Debía llegar pronto a México. Sin embargo, si una jornada de ocho horas conduciendo resulta agotadora, un recorrido por decenas de horas sin descanso deriva en algo más que extenuación: un estado físico y mental que tal vez explique lo que enseguida me atrevo a narrar. Decidido a no detenerme ante nada, salí conduciendo desde la ciudad de Los Ángeles con rumbo al este por la autopista 10 hasta Laredo, donde entré a México, para dirigirme hacia Cuernavaca. Con una hamburguesa en una mano y el volante en la otra, seguí aferrado por llegar rápido a mi destino para reunirme con mi gente en el estado de Morelos.

Solo que, desde Matehuala, ya de madrugada, comencé a eludir camiones imaginarios y a evitar cuerpos raudos inmateriales cruzando por doquier. Los Red-Bulls solo me desorbitaron los ojos pues yo, en realidad, iba ya casi dormido.

Con un último esfuerzo, dejé la flamante Panamericana 57 y giré hacia el este para internarme a la negrura del corto tramo de nueve kilómetros, angosto y solitario, que me llevaría al pueblo desolado. Casi desfalleciendo, busqué la casa de mis parientes cerca de la estación a donde llegué a media madrugada. Indeciso, toqué el portón y, al momento, reconsideré pues no quería molestar. Decidí, en cambio, irme al hotel; aunque de haber sabido lo que vendría no me hubiera importado despertar a todos.

No paré a pensar que regresar a esa área me expondría, como en cada visita, a hechos tan extraños como increíbles y sin explicación. Pareciera como si algo o alguien venido de no sé dónde pugnara por contactar o hacerme saber de su presencia. Un historial de apariciones, eventos insólitos de corte sobrenatural y de acontecimientos, tal vez no horríficos, pero sí desconcertantes, se habían sucedido con insistente frecuencia durante cada una de mis visitas en años anteriores. Aun así, deseché cualquier posibilidad de que hoy se continuasen, convencido que tal vez todo sería diferente, debido al escepticismo que a algunos nos llega con la edad.

Había un solo hotel casi siempre vacío y hacia allí me dirigí. Estaba a media cuadra del jardín principal, a la vuelta de la iglesia donde sabía estaban los restos de mi padre en un nicho que jamás había visitado. Antes de entrar al hotel, alcancé a atisbar con sensación ambigua cómo las húmedas callejas de cantera envueltas en ligera niebla reflejaban los faroles antiguos de la plaza principal mientras toda la población dormía. Como siempre, tuve la sensación de haber retrocedido en el tiempo; si acaso por la apartada situación geográfica, el silencio y el casi total aislamiento del lugar sin salidas hacia ningún lado.

Seguí al anciano velador somnoliento por una altísima escalinata entre gruesos muros de adobe para, después, recorrer un largo pasillo con luz mortecina donde, al fondo, me asignó cuarto. La cama se veía minúscula en relación con las sobradas dimensiones de la estancia. Los techos de vigas tenían 5 metros de altura y las gruesas paredes eran todas blancas, como en los claustros, y no tenía ventanas. Solo había una mesita de noche y el resto era un área bastante sobria y oscura donde hubiera cabido una sala completa. Me pareció extraño todo ello, pero no me detuve a pensar. Aun así, antes de caer exhausto, alcancé a encender el tenue foco del baño y dejar su puerta entreabierta para tener, por lo menos, un ligero haz de luz dentro de esa oscuridad tan cerrada.

Tan pronto me recosté, caí rendido, pero antes de que pasara media hora, desde lo más profundo del sueño, pude percibir una presencia que venía acercándose desde mis pies de manera imperiosa y que exigía toda mi atención. Era una fuerza que se desplazaba por el aire y venía directo hacia mí, manifestándose con gran ímpetu. Dormía bocabajo y, alarmado, luché por despertar. Al salir del sueño, rápidamente intenté voltear a ver, pero me encontraba paralizado. Como si el ente percibiera mi reacción, se adelantó con violencia hasta situarse por encima de mi cabeza de manera amenazante, como si blandiera una colosal cimitarra a punto de cercenarme y desaparecerme en la nada.

Por suerte, recordé algo que había leído para ocasiones similares: no debía oponer resistencia; no debía luchar contra esa parálisis que envuelve cuando «se ha subido el muerto», pues se puede tornar violento. Seguí, relajado, cada uno de los preceptos contenidos en aquella arcana, pero oportuna literatura, que me pondrían a salvo. Al mismo tiempo, y por si las dudas, comencé a rezar el «Señor mío Jesucristo», aun esperando el tajo que acabaría con mi alma y que caería en cualquier momento. Yo, que nunca rezo, lo hice, como gallina, ante aquella amenaza diabólica que flotaba a un metro por encima mío, sintiéndome del todo perdido.

Pude notar que, conforme avanzaba el rezo, aquél fenómeno o espíritu o fuerza inefable iba retrocediendo y aplacando su exaltada furia, apenas contenida hacía solo un minuto. Aliviado y asombrado, sentí que aquello había cedido por completo cuando llegué al amén; había terminado por retirarse por donde vino. Reuniendo valor y arriesgándome, lo primero que hice fue tratar de voltear a ver qué demonios había sido eso. Pude moverme con soltura y girar mi cara 180 grados, solo para encarar las vigas del techo en semi penumbra. Me incorporé y me senté en la cama tratando de entender ese asalto abrupto y gratuito. No pasó mucho antes de que regresara a seguir durmiendo pues estaba, ahora sí, al borde de la locura.

Cuando dejé la cama, todavía trataba de hallar la lógica detrás de tan sombrío suceso. No habiendo concluido mi travesía como la había planeado, decidí turistear y fui a la iglesia central frente al parque para visitar el sepulcro de mi padre. Sin tener idea de dónde estaban los nichos familiares, caminé directo por el pasillo izquierdo hasta una pequeña sala separada de la gran nave. A la entrada, sobre una pared blanca del lado izquierdo, se leían los nombres en los nichos de mis abuelos paternos, mi padre y familiares varios que habían sido habitantes de esa ciudad, pero no había nadie más fuera de mi grupo genealógico. Enseguida, regresé a la cámara contigua donde, frente a un Cristo de tamaño natural, empecé a llorar con infinita tristeza.

Creyéndome solo en el templo, sollozaba sin control hasta que la mirada azorada de una señora, que estaba sentada en las bancas de la nave, me obligó a tratar de controlar mi exabrupto. Salí al atrio frontal a seguir moqueando en una banca, pensando que no había llorado así ni en su sepelio hacía 4 años. ¡De pronto recordé un suceso que tuvo lugar 20 años atrás en ese mismo hotel y en la misma habitación! ¡No podía creer no haber hecho la conexión antes! No pude más que auto reprenderme. ¿Cómo era posible no haberlo recordado?

En aquella ocasión, dos familias habíamos estado de viaje, pero San Luis no formaba parte del plan. Estuvimos buscando, sin éxito, alojamiento en un sobrepoblado destino turístico a una hora de camino, pero al final desistimos y, con la idea de encontrar con urgencia cualquier lugar donde dormir, acudimos al único hotel que supimos tendría vacantes: o sea este, el de San Luis. Pernoctamos en habitaciones adyacentes y descansamos tranquilos aquella noche. Por estar en una población distinta a lo planeado, resolvimos buscar también actividades distintas y decidí invitarlos a conocer la hacienda de mis relatos, situada al pie de la Sierra Gorda. Iríamos en mi coche y dejaríamos el auto nuevo de la otra pareja frente al hotel, pues era camino malo.

Los llevé a recorrer la hacienda y nadamos en el rio, visitamos la iglesia y pernoctamos en el rancho. Al día siguiente, regresamos a San Luis a recoger el coche frente al hotel, sin imaginar la espantosa sorpresa que nos esperaba: ¡el auto de color amarillo había sido raspado de la pintura hasta el último centímetro cuadrado! No era un simple llavazo, no. Pareciera como si un equipo de por lo menos 2 o 4 personas fuertes hubiesen raspado durante horas la superficie total del vehículo con meticulosidad febril y saña obsesiva. Nadie vio nada; ni el velador del hotel ni los vecinos. Ni antes ni después de esa vez he visto algo parecido y, tal vez, Miguel estuvo en lo cierto al sospechar que no parecía hecho por humanos, ¡algo debe haber en ese hotel!

Cuando terminó mi llanto, fui a desayunar y a visitar la casona con parentela que había descartado la noche anterior. Llegué cuando salía mi tía con un ejército de sobrinos, pues es una familia numerosa. Supe que iban a la iglesia y me invitaron a unirme al grupo, lo cual me daba la oportunidad de realizar una visita al nicho de mi padre. Una vez en la iglesia, me dirigí hacia la salita que ya conocía bien; sin embargo, mi tía se aprestó a indicarme que ahí no había nada. Sin querer contradecirla a media iglesia, quise explicar que yo más temprano en la mañana acababa de ver los nichos, en el muro blanco de esa salita, pero ella, con ademán imperioso, me dijo que la siguiera y eso hice.

Llegamos al fondo de la nave hasta el altar y, de ahí, dimos vuelta por un pasillo oscuro que llevaba a una sala inmensa con cientos de nichos donde yo nunca había estado. Pude ver los nichos de cada uno de los integrantes de mi familia, pero no estaban juntos. Estaban ahora dispersos, sin ningún patrón que indicara cercanía o vecindad entre ellos. Exclamé que estaban junto a la salita del Cristo, no obstante, mi tía afirmó que siempre habían estado en la sala grande; que nunca habían estado donde yo decía.

La dejé con la palabra en la boca y salí aprisa hacia la salita donde estaba seguro de que se encontraban los nichos, descartando una imposible duplicidad. Sentí un vuelco en el estómago cuando encontré que no había nada en la pared blanca, ni siquiera un cuadro o pintura. Escudriñé de cerca el acabado en busca de cualquier señal de construcción, aun sabiendo la imposibilidad de trasladar las criptas en unas cuantas horas. Incluso fui a pararme delante del Cristo, pues desde ahí también habían sido visibles los nichos en mi primera visita. Ya no hice comentarios a mi tía para no parecer un alucinado y decidí aceptar, por lo menos en apariencia, que había cometido un error de apreciación.

Más intrigado que asustado, proseguí mi travesía en automóvil hacia el sur, ahora sí manejando despacio, pues el cúmulo de interrogantes y reflexiones, de análisis y recuerdos, entraron en juego mientras trataba de dilucidar qué había detrás de tan insistentes manifestaciones y ello me tenía más que ocupado. Entrando por el norte, crucé la ciudad de México sobre el periférico en la madrugada y, cuando iba por Chapultepec nuevo, al sur de la Fuente de Petróleos, una patrulla de policía se me pegó detrás, tal vez por mis placas de California, indicándome parar.

Repentinamente angustiado, busqué la primera salida a la lateral, sabiendo que iba a haber una confrontación donde yo saldría perdiendo. Tal vez los policías sabían que la próxima salida llevaba a una lateral oscura y solitaria y ahí me salí. Pero cuando empezaba a detenerme, esperando lo peor, una mujer que gritaba aterrorizada salió al paso de los vehículos pidiendo auxilio. Por el retrovisor, vi que la patrulla paró, pero yo no. Continué la marcha, ¡esta vez sí despavorido, huyendo de los demonios insaciables en uniforme!