Volví al Paladar de Virtudes —en La Habana vieja— para recoger mi billetera de cuero oscuro. La había olvidado encima de la mesa después de comer: no estaba. La Señora Virtudes —mi «más que amiga»— me aseguró que nadie había entrado, que nadie la había encontrado. Camareros, cocineros, portero, todos fueron interrogados: nadie había visto mi billetera negra. Me molestó crear aquel alboroto en el Paladar de Virtudes por una simple billetera, era de piel oscura, pero sin valor especial. Más me preocupaba el recuperar su contenido: un billete de 5 dólares, 10 en moneda nacional cubana, una foto de mi perra y el papelito con un número de teléfono. Era el teléfono de Juliette, la mulata de ojos saltones que me había topado al salir de la bodega donde conseguí algo de arroz y unos frijoles; yo había prometido a Juliette llamarla esa misma noche.

Pasaron doce años y vuelvo a La Habana vieja. Camino por las calles estrechas, más limpias, blancas y luminosas que antaño. Al entrar en la calle Obispo hay una librería que vende libros nuevos de temas antiguos; en los comercios para extranjeros venden los souvenirs de siempre; ya no hay dependientas mulatas, ahora son de piel más blanca; fornidas turistas canadienses lucen escotes enrojecidos por el sol, otros vienen del Floridita con la nariz roja. La calle está llena de nuevos «restaurantes» para extranjeros con la comida de siempre —pollo con patatas o ropa vieja, arroz, ensalada de tomate con repollo, nada de fruta— a 15 dólares por persona más la bebida aparte. Más abajo, hay una larga cola de cubanos frente a las oficinas de ETECSA, la compañía telefónica nacional cubana, comprando tarjetas prepago para conectarse a Internet; a las afueras de los hoteles internacionales, numerosas personas intentan tomar WiFi con las tarjetas prepago a 1 dólar la hora de conexión.

También hay comercios pequeños. Un empleado mulato achinado me llama primero en ruso y luego en inglés para que entre en su comercio de viejo. Entro para ojear lo que ofrece: libros viejos de otro tiempo, varios espejuelos que pudieron ser de la mismísima Yoko Ono, camisetas con los Rolling, pantalones de rayas circenses, medallas militares, etc. El chino también vende fotos de barbudos en blanco y negro, postales viejas, y un disco de vinilo con la cara de Matamoros en portada; y billetes con la imagen del Che y macutos soldadescos, carteras, pulseras y billeteras. Todos, todos ellos son objetos viejos, reliquias de tiempos mejores. Y gorras, también vende muchas gorras nuevas con la bandera cubana y la imagen del Che.

Entre los trastos viejos, una billetera de cuero oscuro me atrae: es negra, como la que yo perdí, está mucho más envejecida, pero tiene la piel más suave. La agarro, la manoseo, es similar a la que yo un día tuve y perdí: me sube la adrenalina. La abro nervioso. Dentro hay: un billete de 5 dólares, otros 10 en moneda nacional, una foto, un recorte del diario Granma con «Yo soy Fidel». No estaba el papelito con el número de Juliette, pero sí encontré dentro una nota escrita a mano: «Ingrato Rodolfo: Aquella noche quise sentir tu voz, te esperé, te busqué, te lloré» y, firmado con pintalabios rojo: Juliette. ¡Es mi billetera auténtica!, la recuperé 12 años después. La acaricié con disimulo, hablé con el dependiente chino y la compré. Pero Juliette ya no estaba allí.