Montevideo, 2012.

A pesar de la noche
los lápices siguen escribiendo.

(En un muro de una calle de Jujuy)

La luz del día empezaba a ceder. Los eucaliptus se alternaban con algunos pinos y ceibos que salpicaban las lindes de la carretera de regreso de Punta Ballena. Helena desviaba la mirada del asfalto para terminar de saborear esas horas, pero la imagen de Lilián Baños le acompañaba. Si alguien podía ayudarle a dispersar las interrogaciones sobre los Colmenero que flotaban en su cabeza esa era su amiga colombiana. Hacía meses que no sabía de ella. La última noticia que tuvo es que había viajado a Panamá para apoyar la recuperación de Walter después de que este se sometiera a una intervención quirúrgica. Era difícil mantener la relación a distancia viviendo en países diferentes, fingiendo respeto a los espacios de cada cual. Helena había compartido muchas veces este tipo de reflexiones con su amiga. Ella decidió poner un candado a su matrimonio con Hugo porque ninguno quiso renunciar a sus elecciones vitales. No existía el menú único. Walter, como científico, comprometido en la lucha contra la degradación del medioambiente panameño, defensor de la biodiversidad y de la ecología popular, era un gran peleador contra las grandes empresas contaminantes que compraban voluntades políticas para que, ante las críticas por la ausencia de regulación, se elaboraran leyes que favorecieran los intereses corporativos. Un hombre tranquilo a quien le ponían enfermo los viajes. Lilián entendía muy bien sus motivaciones de permanecer, como él comprendía que ella no quisiera perder la oportunidad que le abría su otro país de origen. Había destinado gran parte de su juventud a ver crecer a sus dos hijos, pero la paternidad responsable de Walter le permitió estudiar derecho como segunda licenciatura. Después, una mínima sensibilidad a la incorporación de mujeres a los puestos más importantes de la administración y los sacrificios posteriores que tuvo que hacer para abrirse paso en la carrera judicial, favorecieron su entrada en la fiscalía. Estaba en una edad en la que las oportunidades no llamaban dos veces y se subió al tren en marcha sin saber cuál sería el destino final.

Cuando Helena llegó a su casa no pudo esperar a ducharse. Todavía percibía granos de arena en distintas partes de su cuerpo que se desprendían y amalgamaban formando un engrudo en su garganta que le impedía respirar con normalidad. Aquella pareja había viciado el aire de la reunión con Rubén y Cecilia pero, de alguna forma, su aparición providencial le mostró una hebra suelta que le tentaba a estirar. Prendió el ordenador personal y abrió la página de gmail con la intención de escribir a Lilián. Le resultó mágico comprobar que su amiga se había adelantado con un mensaje a través de skype. «Me leíste el pensamiento —le contestó Helena, a quien no le sorprendía la casualidad—. Ahora mismo iba a contactarte». Lilián añadió: «Estamos conectadas pese a la distancia física. Dejé a Walter en Panamá, está mejor. Retomando mi trabajo en Colombia».

Helena había conocido a Lilián en la cena que Walter organizó en el jardín selvático de su casa. La institución donde trabajó durante los años que vivió en Bogotá había colaborado con el Instituto Smithsonian, que aquel dirigía en Panamá. Congeniaron inmediatamente. Ambos de gustos sencillos, se sentían como «perros verdes» en las recepciones con mayordomos y coches oficiales. Pronto fueron aliados en la búsqueda de caminos alejados de lo trillado, en sus impugnaciones a las inercias en un mundo donde el miedo a perder las comodidades creaba sordera. Solían encontrarse en los pasillos de las embajadas para reírse de la solemnidad de los himnos y banderas o abrir ventanas ante la rigidez del protocolo. Pocos hombres sabían responder a las responsabilidades que aquellas mujeres tenían y Walter no perdía la oportunidad de poner en evidencia el relato machista que otros construían para ningunear a Helena. Había grietas por donde se filtraba la pestilencia del patriarcado y, al menos en el discurso político, discriminar a la mujer empezaba a tener connotaciones negativas. Lo que antes se aplaudía, ahora se condenaba. «Es mi turno», decía Lilián decidida desde una voz poderosa que no malograba ni un ápice su acento del sur cuando en las reuniones los hombres no le reconocían el uso de la palabra. Se despachaba a gusto con todo lo que tenía que decir y con esa manía de ignorarla por ser mujer.

Helena, ante los mensajes verborreicos de su amiga a través del chat, fue diluyendo su ansiedad de preguntarle por los Colmenero en una respiración larga y pausada. Lilián escribía sobre su esposo: «Cuando llegué a casa, Walter vivía con una faisana. No estoy usando ninguna metáfora, era una de verdad, con largas plumas. La había encontrado malherida en el jardín y para sanarla tuvo que inyectarle la comida por el pico durante los primeros días. La mantuvo en el calor del hogar por semanas. Tan encariñada estaba que, cuando llegué, al animal le disgustó mi presencia y me atacó en un par de ocasiones. La mañana la pasaba fuera volando libremente en el jardín, pero al anochecer venía a dormir a nuestro cuarto. Walter me dijo que si la echaba podía poner en riesgo su recuperación. Te aconsejo que nunca vivas con un conservacionista».

A través de la ventana, Helena percibió que la ciudad rompería en lluvias. El viento revolvía las ramas de las jacarandas floridas. La humedad agudizó el olor a salitre que su cuerpo supuraba. Estaba contenta de haber regresado a Uruguay. Nunca se creyó del todo aquel argumento de lo lejos que estaban el resto de los países de la región. Que ella gozara de una aparente tranquilidad en Montevideo no significaba que el suelo de unas y otras ciudades y aldeas no rezumara parecidos olores y las mismas grietas en baldosines. Quedaba más al sur, pero eso no lo hacía del todo diferente. Las palabras que Lilián le hacía llegar a través del skype provocaron su añoranza bogotana, o de la mujer que fue unos años atrás, en ese país donde tanto aprendió. Su amiga seguía escribiendo: «No te vas a creer de lo que me enteré en Panamá. Quieren reabrir el proyecto de megaminería del cobre, aquel que hace millares de años quedó paralizado por la respuesta de la población. Creo que esta tarde añadiré alguna información al blog. Estate atenta para aprobarla».

Desde el día que apareció aquella referencia a la narcominería, la fiscal Baños colaboraba con La Cruz del Sur, el blog que Helena había iniciado buscando un espacio de comunicación no intervenido (vivíamos en la era de la información, su exceso daba una apariencia de libertad que confundía: verdad y mentira, propaganda y denuncia se amalgamaban en nudos de difícil resolución, en mixturas uniformes). La cúpula celeste, si bien podía ser amenazadora, también era un lugar donde verter la indignación y por eso eligió el cielo estrellado de una noche de verano en San Antonio como imagen del blog: constelaciones habitadas por un número infinito de astros, mensajes que explosionaban al contacto con asteroides, interrogantes que no siempre quedaban sin respuesta. Sus entradas eran más que botellas de náufrago. Habían sido muchos los intercambios con distintos lugares del mundo: reflexiones y pesquisas sobre el negocio de la alimentación y su relación con el medio ambiente; del agronegocio y la financiación de grupos religiosos en contra de los derechos sexuales y reproductivos; sobre los paraísos fiscales de las empresas de megaminería; sobre las presiones a activistas de derechos humanos. Los internautas trataban de aportar testimonios o informaciones sobre lo que ocurría en distintos puntos de América Latina. La Cruz del Sur dejaba en evidencia la visión tuerta de un desarrollo insolidario con las generaciones futuras, que promovía la inversión rápida y un puñado de puestos de trabajo. Además de las estrellas, un mural de Diego Rivera que fotografió en el Palacio Nacional de México ilustraba el blog: un gran aspirador succionaba el esfuerzo de la clase trabajadora para alimentar la codicia de las elites. Helena había visto cambios importantes desde que el Frente Amplio gobernaba, pero no creía que se hubiese apostado por un modelo diferente al que ya imperaba en el resto del mundo: uno que asumía la explotación sin límites de la naturaleza si había rédito económico a corto plazo. La humanidad necesitaba transitar hacia otro tipo de debates, pero los adalides de una izquierda marxista, con fe ciega en el productivismo y de color marrón en lugar de verde, vivían en su mayor parte con la cabeza para atrás, hacía un pasado que ya no valía para un planeta habitado por más de siete mil millones de habitantes. No entendía por qué siempre encontraban una justificación para los planes desarrollistas, por qué iban a construir una nueva planta de carbón cuando la quema de combustibles fósiles asfixiaba el planeta y el recalentamiento climático no podía sobrepasar los dos grados; ni por qué imponían los transgénicos en el campo, una vez vendida la tierra a inversores y corporaciones extranjeras, para satisfacer al mercado chino.

Si bien esa estrella, la Cruz del Sur, permanecía a miles de kilómetros, ajena al momento de procesos acelerados que tocaban vivir en el planeta tierra, los humanos seguían corriendo como un perro detrás de un hueso donde ya quedaba poco para roer. Alentada por las preguntas de Helena y las de otros lectores, Lilián, bajo el nickname de «Nagua», fue compartiendo en el blog enlaces que evidenciaban que el narcotráfico había dejado de ser rentable en algunos lugares frente a las minerías a cielo abierto sin control de donde se extraía el coltán y otros minerales para las tabletas y teléfonos celulares. Lo etiquetó como narcominería. Un investigador de la Universidad de los Andes añadió información sobre el origen del Escudo guayanés, que comprendía un arco que iba desde Venezuela hasta Colombia. Se remontaba al tiempo en el que África y América del Sur, junto con lugares como India, Antártida y Australia, habían sido parte de Gondwana, uno de los dos continentes en los que se dividió Pangea. Los abusos cometidos en nombre del progreso de los habitantes del mundo acomodado habían sembrado el horror en áreas como la del Congo, aunque algunos acuerdos internacionales paliaron esa depredación. Los mismos componentes geológicos podían encontrarse al otro lado, en América del Sur. Las minas de oro, plata, hierro o cobre mojaban las barbas del rey Salomón y los más codiciosos corrían a abrir otras vetas en territorios vírgenes o lugares apartados sin control estatal. Lilián posteó conflictos latentes, como los que sucedían en las minas ilegales de Buriticá. Los destellos del oro codiciado no podían silenciar las secuelas de trabajadores informales a quienes se cortaban el agua y la luz, las presiones de transnacionales propietarias de los predios, las evacuaciones por deslizamientos de tierra ante la falta de control de los explosivos que hacían estallar montañas en millones de pedazos.

A La Cruz del Sur se fueron sumando voces que cuestionaban las contradicciones de la explotación del Yasuní, en la Amazonía ecuatoriana, en aras de la defensa de la soberanía, cuando al mismo tiempo el Estado hacía una campaña contra las acciones contaminantes de Texaco; o de los beneficios de las empresas geotérmicas en mano de capital extranjero en Guatemala. Un experto argentino, que respondía al nombre de Darío, describió los problemas derivados de la primera explotación de minería transnacional a gran escala de su país, después de que se construyera La Alumbrera en 1995. Tituló su post, «Zorros sin pelo» porque así quedaron los animales de la zona de Catamarca donde se hizo un tajo abierto al suelo. Murieron cabras y vacas, se incrementaron las enfermedades broncopulmonares y las afecciones en piel y ojos… Diez toneladas de explosivos y cien millones de litros de agua diarios que dejaron sin riego a cultivos locales vecinos. Ante la petición de plebiscito, se negó a las personas el derecho de decidir sobre su propio territorio. En el 2008 —así cerraba su post— se usó el veto presidencial para frenar la ley de protección a los glaciares, favoreciendo a la minería transnacional.

El mundo entero era un glaciar a la deriva que se derretía.

A Helena no le sorprendía que de nuevo se intentaran explotar las minas de cobre. Habían pasado cuarenta años y la voracidad por las materias primas se había incrementado. Aprovechó la fisura de silencio que su amiga le brindaba para proceder con la pregunta que todo el día había rondado por su cabeza. Lilián, al otro lado, se quedó lívida. No podía entender cómo aquellos nombres, claves en su pesquisa colombiana, hubieran llegado tan lejos. Por un par de minutos, todavía helada, pospuso su respuesta. Ella no quería airear demasiado esa sospecha. La cautela era la primera regla para que sus objetivos llegaran a buen puerto. ¿Qué si había oído hablar de Luís Colmenero y su esposa Angélica? ¡Ese matrimonio se estaba convirtiendo en su pesadilla! Cuando recuperó el aliento empezó a escribir datos fríos, sin juicios de opinión: de concesiones de minas en Colombia, de las ventas millonarias que hacían de las mismas y del dinero que habían pagado en sobornos. Se guardó para otra ocasión y otro medio más seguro los nombres de sus amigos en altas esferas del Estado colombiano y la relación que mantenían con el narcotráfico. Pero añadió: «Ten cuidado, estoy segura de que no solo fueron a hacer negocios amparados en la legalidad». Era probable que alguien del gobierno quisiera enriquecerse fácilmente, pero mucho más que aquel viaje estuviera financiado por los negocios de los Colmenero en el sector privado. Ellos no hubiesen hecho esa travesía en balde. El polvo blanco lo cubría todo. «Las fronteras se inventaron para que las personas nos sintamos más alejadas en nuestra resistencia al abuso, en la reivindicación de un ambiente más limpio y una riqueza mejor repartida —le respondió Helena—. Pero por fin un lazo humano, como el que tú y yo tenemos, puede saltarlas por encima. ¿No te parece entonces que todavía queda esperanza para la humanidad?».

Después ya no hubo más palabras.

Helena, aunque recién hubiera acabado de llover, se asomó por la ventana para ver si podía distinguir la constelación más pequeña de la esfera celeste. Divisó el carro de la compra y después contó hasta tres: la Cruz del Sur todavía estaba allí, a pesar de los agujeros negros y las estrellas vampiro que, casi heladas, se alimentaban de la masa de sus compañeras más cercanas. Un científico del Instituto Pasteur le había contado que las explosiones de rayos gamma permitían el crecimiento de una estrella a costa del raquitismo de la otra: ¿Sería así como funcionaría todo el universo o solo era un capricho del viento estelar?