Llegó desde temprano, apenas despuntaba la mañana. El fresco del amanecer armonizaba con las calles vacías que estaban a punto de llenarse de gente. Se quedó observando desde el refugio que le daba la sombra del álamo de la esquina, con esa habilidad tan suya de pasar desapercibido, como si fuera un hombre invisible. Increíble que una persona como Salomón, pasara inadvertido: largo como su nombre se extendía al cielo igual que un ciprés, con la piel del tono del tronco de un cedro del Líbano y el desparpajo de un sauce llorón. Miraba el trajín que había dentro de la galería.

Las vidrieras de piso a techo dejaban ver toda la actividad. Desembalaban los cuadros, hacían pruebas de iluminación, presentaban las obras sobre los muros. El hombre del gazné se rascaba la barbilla, unas veces negaba con un movimiento de la cabeza que iba de lado a lado y otras asentía mirando hacia arriba y abajo. Un equipo especial preparaba el espacio en el que se expondría la obra maestra que le daba título a la muestra.

En esos momentos, el cerebro de Salomón era un artefacto que funcionaba como una cámara que grababa los acontecimientos cuadro por cuadro. Fue el testigo de cómo iba apareciendo cada óleo, pastel, aguafuerte y de la forma en que se iba construyendo la puesta en escena para que los compradores recibieran el mayor impacto visual y se olvidaran del que recibirían sus carteras. Suspiró. Al final, el dinero pagado por una obra de arte se tasa a partir de la percepción. De ahí que la instalación fuera tan relevante: la apreciación es un fenómeno complejo.

Con la mirada fija en la pared central, perdió la medida del tiempo. De pronto, el sopor del aburrimiento se desvaneció y sintió el golpeteo del corazón. Un hormigueo le latigueó desde las plantas de los pies hasta la tapa del cráneo. Acababan de desempacar Evaporada. Un hombre con cabeza pequeña, pecho prominente y brazos musculosos desgarró el papel burbuja que protegía el cuadro, lo tomó por los cantos y la puso frente al hombre de gazné. Salomón respiró profundo, como si le faltara aire.

El segundero se detuvo para Salomón, como si hubieran puesto en pausa la transmisión de una película. La gente que se congregaba alrededor de Evaporada inclinaba el torso, como si quisieran entrar a la escena dibujada en la pintura. Era como si aspiraran a acompañar a la mujer llorosa, como si contemplar esa figura doliente les causara un placer sádico. Con sus movimientos, Salomón creyó que los «contemplantes» parecían querer ayudarla a ponerse de pie. Cuanto abatimiento y cuanta compasión. La idea forma parte de la percepción.

En la invitación se lee que la ceremonia de inauguración iniciará las veintiún horas. Son las nueve y diez, aún no dan acceso. Salomón durmió por la tarde, se despertó poco antes de las siete. Entró a la regadera y se quedó bajó el chorro de agua fría un buen rato. Se arregló rápido. El traje negro en contraste con una camisa blanca lo hacía verse como un judío ortodoxo. Mejor.

Al llegar a la galería, vuelve a su puesto debajo del álamo de la esquina. Mira y mira. Los pies parecen enraizados en la banqueta. Juega y trata de imaginar si alguien se llevará a Evaporada, si se venderá. Fantasea, seguro serán un par de jóvenes recién casados, amantes del arte, coleccionistas perfumados que encontrarán un lugar estelar en su nuevo hogar para colocar la pintura. Aprieta los ojos y pide con todas las fuerzas de su fuero interno que no la compre uno de esos viejos acumuladores que la arrincone o la deje sin colgar, tirada en el suelo entre muchos otros cuadros de su repertorio.

Se atreve. Mueve los pies con la agilidad del quien desentierra un par de baúles pesados. Empuja las puertas de cristal con tanto cuidado, como si no quisiera hacer ruido, como si deseara tener la misma transparencia del vidrio. Pero, un hombre de la estatura de Salomón siempre llama la atención. Incluso, la gente que se arremolina frente a Evaporada distrae la atención de la pintura y la fija en él. Hay una mirada que destaca. La siente. Es seca y parece advertir que es mejor guardar distancia. Es la muda amenaza que indica: no te acerques.

Salomón se aproxima. Saluda a la mujer que antes sonreía y ahora sostiene la respiración. Extiende la mano y ella corresponde con un apretón enérgico. Le entierra las uñas en el dorso de la mano. Al fotógrafo de uno de los periódicos de mayor circulación le parece buena idea tomarles una foto junto a Evaporada. Cada uno se coloca al lado de la pintura, en extremos opuestos. No hay sonrisas. El hombre del gazné se acerca a apostar la etiqueta junto al rotulador que tiene los datos de la obra. Vendido. Salomón sonríe. Ella abre más los ojos, aprovecha que un mesero pasa por ahí y toma una copa de champaña. Brinda por el comprador. No se sabe quién es. Fue una compra en línea hecha como una oferta en silencio. El hombre del gazné toma a Salomón por el brazo y lo conduce a la calle.

Salomón vuelve a su puesto debajo del álamo de la esquina. Mira la vidriera. La mujer se inclina, sonríe a la concurrencia. La percibe aliviada. La imagina agradeciendo a todos los compradores. Apunta a Evaporada, la ve pronunciando palabras que no puede escuchar. Señala la etiqueta, el nombre de la pintura y baja el dedo que tiene inscrito el nombre del artista. No es mi nombre, piensa. Mete la mano al bolsillo del saco, siente la suavidad del pelo del pincel, la dureza del mango, la frialdad del casquillo. Eleva los hombros. Ese es el trato. Se fue al despuntar la noche, antes de que Evaporada fuera retirada de la vidriera.