Frecuentemente, definimos como «mentira» el propósito dirigido a engañarnos, sea con palabras o con acciones. Esta definición, sin embargo, reduce la mentira a hechos malintencionados cuando, en realidad, todo el mundo miente, por motivos diferentes y con intenciones diversas. No siempre el objetivo de una mentira es el de perjudicar a otras personas; hay ocasiones en las que proporcionamos información falsa contra nuestra voluntad, sin por ello mentir. Dar un consejo, sin saber que se está faltando a la verdad, no es una mentira. Quien me ha recomendado infusiones, caldos o incluso agua caliente como remedio para no contagiarme de coronavirus, porque alguien en quien confía se lo recomendó a su vez, me muestra su ignorancia, no su intención de engañarme. Alguien que transmite una falsa impresión no está, necesariamente mintiendo; las apariencias suelen confundir más que las mentiras explícitas.

Probablemente ustedes, como yo, conoceremos a quien afirma no mentir jamás. Tal afirmación, además de vanidad y falta de modestia, contiene en sí misma una mentira. La realidad es que mentimos constantemente; omitimos información, minimizamos o exageramos la verdad, damos respuestas ambiguas e imprecisas. Mentimos para salvar las apariencias, para no dar explicaciones, para salir del paso. Mentimos para evitar consecuencias no deseables o para no asumir determinadas responsabilidades. Tergiversar la verdad, en ocasiones, es un recurso muy socorrido del que echamos mano cuando nos conviene. Mentir, aunque solo se trate de decir mentirijillas, es un pegamento que nos iguala a todos.

¿Sabían que, solemos mentir cuando entablamos la primera conversación con alguien? Los estudios de Robert Feldman, sociólogo y psicólogo, recogidos en su libro The liar in your life, afirman que: «Decimos dos o tres mentiras durante los primeros 10 minutos de la primera conversación con alguien que acabamos de conocer». La mentira, suele estar bastante presente en nuestras relaciones, de hecho, mentir forma parte del proceso de socialización infantil. Nos hemos acostumbrado a callar la verdad y, con ello, a poner en práctica la mentira más común, la de engañarnos a nosotros mismos.

Para la mentira hace falta memoria, para la verdad valor

Vivimos en una cultura cada vez más tolerante con la falsedad. La mentira es la forma más rápida de llegar al éxito en una sociedad deshonesta. Esta realidad obstaculiza nuestra capacidad para saber cuándo se nos está mintiendo. Las mentiras son difíciles de detectar, especialmente aquellas que expresan intenciones deshonestas y artimañas manipulativas.

La mayor dificultad para descubrir una mentira o desenmascarar a una persona que usa los embustes en sus relaciones, tiene que ver con el contenido emocional que se pretenda encubrir. Sin embargo, ocurre que, las mentiras quedan más al descubierto cuando se trasluce algún tipo de emoción profunda. Cuanto más intensas y numerosas son las emociones involucradas en la construcción de una mentira, mayores son las probabilidades de que se produzca alguna delación manifiesta de la conducta que ponga en evidencia la mentira. Para evitar el riesgo de ser delatados por las emociones, la mentira necesita de la memoria.

Miente mejor quien es capaz de procesar la información de manera más organizada, rápida y eficaz. Como nuestro cerebro está siempre preparado para la verdad, para mentir hace falta organizarse (si les apetece conocer más sobre la vinculación de mentira y procesos cerebrales, los animo a leer mi artículo «Mentir de memoria», publicado en esta misma revista). La mentira más difícil de detectar siempre será aquella en la que la memoria juegue un papel fundamental de coherencia en el relato mentiroso y se introduzca en el embuste atisbos o retazos de verdad.

Para mentir de memoria, hay que saber controlar los sentimientos de culpabilidad. Si uno no es un narcisista patológico, o alguien con severa carencia de escrúpulos, no sentir culpabilidad por mentir no es fácil. Naturalmente tal culpabilidad es directamente proporcional a la intención de la mentira. La culpa es un sentimiento doblemente problemático para quien miente como hábito; puede propiciar que afloren señales de alerta o, especialmente si existen niveles de tormento personal, produzca el error delator. Es decir, la culpa que puede experimentar una persona que mantiene una relación de infidelidad ocasional, delatará más fácilmente las ideaciones y mentiras con las que querrá ocultar su comportamiento, que quien no tiene ningún conflicto ni arrepentimiento por engañar deliberadamente a otra persona.

Mentir es una característica central en muchas vidas. Una mejor comprensión de esta nos permite valorarla en su justa medida. La mentira puede ser muy cruel y censurable, y aunque no siempre es así, pocas mentiras pueden ser consideradas como altruistas, como más adecuadas que la verdad; desde luego, nadie debería dar por sentado que las personas prefieren ser engañadas por su bien. Como nadie debería arrogarse el derecho de poner al descubierto cualquier mentira.

La ciencia cognitiva en la detección de mentiras

Somo muy buenos mintiendo, pero muy malos detectando mentiras. Esto es un hecho demostrado empíricamente. Eso no quita que haya quien se cree muy bueno rastreando mentiras y poniendo al descubierto mentirosos. Este alarde suele tener más de mito que de científico. No obstante, la ciencia cognitiva enfatiza varios procedimientos y técnicas que aumentan la precisión en la identificación del engaño.

Algunos de estos avances, publicados en un estudio de Erik Mac y Timothy Luke en la edición de diciembre de 2020 de Applied Cognitive Psychology, se los desarrollo a continuación.

El enfoque cognitivo para la detección de mentiras es un término paraguas para un grupo de tácticas de entrevista activas diseñadas para provocar diferencias entre declaraciones verídicas y engañosas. Basándose en la idea de que mentir es generalmente más exigente cognitivamente que decir la verdad, el enfoque cognitivo tiene como objetivo magnificar esta diferencia a través de un uso estratégico del cuestionamiento.

Los principales avances en la detección de mentiras desde el enfoque de la neurociencia cognitiva se desarrollan a partir de lo que se ha venido a conocer como «carga cognitiva». La técnica se sustenta en la evidencia de que, para mentir, en comparación con decir la verdad, se requieren mayores recursos mentales. Mentir, ciertamente, es una tarea más exigente en esfuerzos cognitivos como la atención y la memoria. Cuando sometemos a la persona mentirosa a situaciones de distracción ambiental o percepción emocional fuerte, las dificultades para sostener la coherencia en una mentira se ven muy aumentadas y sus habilidades muy mermadas.

Otra de las maneras importantes que la ciencia cognitiva nos ofrece como técnica para detectar mentiras es «animar a hablar más». En general, las personas que dicen la verdad proporcionan con mayor rapidez información más relevante cuando se les pregunta. Esta evidencia se sustenta en que los recuerdos reales de un evento se evocan sin que medien defensas psicológicas para evitar el error delator. Si, en nuestro intento o afán de descubrir la mentira y a quien la produce, involucramos elementos visuales que permitan la obtención de información más detallada, el mentiroso o la mentirosa tendrá mayor dificultad para mantener sus embustes. Los silencios suelen ser grandes delatores del engaño.

La formulación de «preguntas imprevistas» suele desarbolar a muchas personas que sostienen mentiras persistentes. La mentira, se fortalece cuando se puede preparar respuestas de antemano. Esto hace que sean muy difíciles de distinguir y de diferenciar de la verdad. No tener tiempo para la anticipación hace que se produzcan los fallos de memoria que más delatan la presencia de mentiras. Los signos propios de la mentira, como la dubitación, la contradicción, la incoherencia, pasan a hacerse más evidentes.

A modo de conclusión

La utilización de estas tres técnicas no ha supuesto un hecho sobresaliente en cuanto a la detección de mentiras. Su nivel de acierto en estudios empíricos no ha pasado nunca del 60%. Detectar mentiras es muy difícil, pero la ciencia cognitiva está en el empeño de aportar nuevas estrategias que faciliten que no nos dejemos engañar con facilidad.

De más joven me interesó, y mucho, la relación entre mentiras y gestualidad que proponía el psicólogo Paul Ekman, un estudioso de las emociones humanas y su relación con las expresiones faciales. Sus descubrimientos más notables tienen que ver con la microexpresiones específicas del rostro humano, capaces, en algunos casos, de ponernos sobre la pista de un engaño. Un trabajo muy interesante que, sin embargo, como otros muchos avances en comunicación no verbal, han sido utilizados intencionada y fraudulentamente por manifestaciones pseudocientíficas o intervenciones pseudoterapéuticas (sobre el intrusismo les invito a leer el artículo que publiqué aquí: «Como un ciego con una pistola»).

Hoy, es la neurociencia cognitiva la que está aportando las estrategias más fiables y completas, que actúan sobre nuestra capacidad para el procesamiento de la información, de percepción, del conocimiento adquirido y de nuestra subjetividad, como las que hemos descrito, mismas que nos van a permitir avanzar en la detección de las mentiras. No obstante, como venimos advirtiendo, estos avances hay que tomárselos con precaución. El enfoque cognitivo para la detección de mentiras, al fin y al cabo, se basa en magnificar ciertas señales de engaño, si una persona no presta atención a estos posibles signos de mentira, su capacidad para detectar no mejoraría en comparación con cualquier otra persona ajena al procedimiento.