Discutir con un pequeño grupo de colegas constituía la forma de trabajar más cercana a la concepción de la filosofía que tenía Wittgenstein, y más exactamente, a su lucha titánica contra la filosofía como sistema o cuerpo doctrinal […] Los temas que se sometían a crítica podían ser casi cualquiera de los que tradicionalmente se han venido ocupando los filósofos en Occidente, en gran medida porque siempre se trataba de lo mismo: analizar el lenguaje, aclarar los rompecabezas o «embrujos» con que nos enredan las palabras…

(Ludwig Wittgenstein y Oets Kolk Bouwsa. «Últimas conversaciones»)

Cuando despierto y confirmo «aún estoy aquí» (donde transcurren los años postreros de mí existir —¡ignoro cuántos serán, pero los calculo con optimismo «al alza»!), cumplo mi primera rutina diaria: desayunar. Desde lo más antiguo que recuerdo —posterior a la lactancia materna—, siempre hice eso mismo y comí lo mismo y lo mismo: un vaso de café con leche y un pedazo de pan, con mantequilla, de cualquier marca. Solo una vez, durante 50 días, una vaca, mi compañera y yo, la fabricamos directamente con nuestras manos. Estábamos en casa de parientes desconocidos que nos acogían: Mina y Cándido, campesinos octogenarios de Asturias. Los encontré mientras realizábamos la última obra, de cierto valor, cuando ambos, ella y yo, nos dedicábamos «al cine». ¡Pero eso ocurrió hace más de 20 años!

Todos esos días a los que me he referido —podrían parecer muchos—, tienen algo en común: siempre estuve y estoy aún, obligado a «comer» —¡aburrido infortunio de mi naturaleza no divina! Y, en los últimos dos lustros, tras cumplir aquel deber irremplazable de desayunar, me dedico, durante un tiempo prudente, a escuchar lo que cuenta «el abismo de mi ignorancia».

Durante muchísimos años antes de esa década —6 de ellas al menos—, no aprecié exactamente el costo que me suponía —¡y supondría en el «después»!—, desconocer y no saber cómo enfrentar y dar solución correcta y útil a las situaciones problemáticas, incontables, que iban sucediéndose y ocurriéndome en esta vida que experimento. Pero logré —tardíamente—, darme cuenta de qué era semejante e igual en todas esas vivencias incomodas y conflictivas que tanto me molestaban. E, incluso, también, cómo «eso» estuvo y está presente en numerosas otras que me resultaban, y resultan, más agradables y placenteras: las palabras. Fueron ellas quienes hicieron posible y «dirigían» ambas formas de mis respuestas emocionales básicas, y determinado su sentido, propósito y consecuencia en cada caso.

¿Cómo se adueñaron de mi destino conductual sentimental y qué responder a las muchísimas preguntas que surgieron en mi mente cuando descubrí el poder que ejercían sobre mí? ¿Tuvo «ello» y tiene algo que ver con el azar en medio del cual estamos obligados a vivir los seres humanos? ¿Significa «eso» que existe una conspiración, una alianza, entre ella y él?

¿Qué hacer entonces, cuando identificas la causa de lo malo —¡así la reconozco!—, y te asombra y desconcierta saber que, también, es origen de lo bueno que te ha ocurrido desde que, huérfano de ellas, llegaste «aquí»?

Nada.

Sin la palabra, poco o casi nada puede hacer el sapiens de esta época, llámese Donald Trump, Xi Jinping, Angela Merkel —o cualquier otro/a líder mundial—, o estés en la nomina de quienes disponen de sueldo, aproximado o lejanísimo, al capital que posee «el dueño de Amazon». Ni siquiera carecer de medios biológicos para escucharla, emitirla, leerla o escribirla, te exonera de la necesidad de «usarla». Ella te coloniza mediante el soporte al que se ha adecuado para conquistarte.

Cuando parta y me libere de ella, no me gustaría dejar, a quienes profeso mi apego más fuerte —emocional y racional—, en el desamparo de un futuro que supone «creer» que no existe modo de comprender por qué suceden cosas que incomodan, desagradan y hacen sufrir «dolor cognitivo». El resto de los seres de mi especie que existen más allá de ese conjunto que identifico como «mi pequeña nación» —lo first, familia, more amigos y conocidos—, también me preocupa. Pero en las diferentes proporciones y escalas en que alcanzo a percibir al resto de «seres de la humanidad», me doy cuenta —¡frustrado e insatisfecho por ello!—, de las diferencias de afecto y complicidad que hay en mí con relación a ellos y ellas... ¡inevitables! Reconozco así, que la amplitud de mis sentimientos por «el otro/a», se extiende en línea de intensidades que van desde a quienes «mi cuidado y preocupación abrigan cálidamente», hasta los «quienes masivos» a los que solo puedo ofrecer «solidaridad imaginaria expresada metafóricamente» —cuando digo «cuido a todos por igual», evoco ficción religiosa/política de utilidad dudosa. ¡No siempre se puede más, aunque las palabras impongan y conminen a creerlo así, como ellas lo afirman, en algunos discursos mesiánicos!

Democracia y dictadura se derivan —a diestra y siniestra—, de la palabra. Y su naturaleza y carácter «discretos» —separan en partes lo que es un todo—, es «ficción» en la que somos iniciados, educados y encarcelados por ella misma. Un ejemplo evidente (requiere ser «explicado» porqué, aunque es discurso imposible), es el de los saberes creados por las palabras en una especialidad del «conocimiento» altamente valorada por las elites, pero no siempre con el respeto adecuado por «los de abajo»: el vínculo de significados y significantes que contienen —cómo «saber»—, lo relacionado con «formas históricas de gobernar» en que dicen inspirarse las actuales: la jurisprudencia.

«Justicia» e «injusticia» no solo son antónimos sino, sobre todo «significados complementarios» para crear «una forma»; ¡una estética, una narrativa, un relato, que intenta producir «gobernabilidad» en el caos perceptual que funciona «el sistema operativo del cerebro de los sapiens a los que la palaba aspira convertir en «seres humanos»!

A las poblaciones del mundo de nuestra especie se les gobierna y controla con «programas» de entidades globales, transnacionales, sucedáneas nacionales, locales, ¡y hasta la célula primaria de todas ellas: la familia, con la palabra, que organiza «el cómo debe ser el orden en el planeta Tierra». Y esas «aplicaciones» —app—, amparan «su legalidad» en códigos penales —legales o no—, que aprecian los «actos» que los transgreden como «hechos o intenciones inspirados en el dolo o la culpa». Y someten al «reo» a condena letal, carcelaria o económica —trinidad más temible que «la santísima».

Pero, la palabra —en su auto creencia de «divinidad», la que le, o «se», atribuye el pensamiento mágico o religioso—, no distingue (¡o al menos así lo aparenta!), entre subordinados y dirigentes, víctimas y victimarios, reos y jueces. Ambos conjuntos de la ecuación son y están obligados a acatar y someterse a la civilización y manipulación que ella impone (la «moralidad» o «inmoralidad» de la mayoría de los actos de los sapiens, se derivan de ese «sistema de valores»).

Ellas han construido en un lugar secreto de nuestra naturaleza biológica animal (ignoramos en cuál órgano de los que nos ensamblan como seres vivos está —¡el corazón, el cerebro, ¿ojos u oídos?, ¿manos o pies?, estómago, o, quizá, «los genitales»!), la mejor autoridad con que cuenta «el poder» (¡tan demandado por personas que se sienten «invisibilizadas» y que no saben dónde está realmente la causa de que sea así!), para imponer el modo en que debemos vivir —constituciones, leyes, reglamentos y «otras órdenes curiales». Además de disponer de la prerrogativa de prohibir o autorizar, bajo amenaza de la alternativa de convertirnos en «culpables» —pecadores—, o ser «ciudadanos modelo» —inocentes—, lo que se puede hacer o no.

Y esa «autoridad», nos invita, simultáneamente, a «pensar y creer» que somos «seres libres» (eslogan con que se anuncia y publicita «la democracia» e, incluso, alguna que «otra dictadura» —variantes modernas ellas del viejísimo «liberalismo genético caótico» que daba «forma y orden» a las hordas de homínidos que nos antecedieron). La línea que diferencia la barbarie de la civilización es... —a veces cuando la pienso, al leer, ver o escuchar lo que me cuentan «las noticias»— casi no la distingo.

Así, mediante la palabra, se regulan nuestras mentes en cuanto a «lo que podemos hacer y saber». Y lo único que se mantiene en libertad permitida de esta «dogmatología», es el permiso para «imaginar ficciones». O sea, lo que no existe, ni «ha sido, ni es». Para todo lo demás, «real», solo disponemos, contamos y necesitamos disponer, imprescindiblemente, de la palabra. A la cual ni siquiera «la acción» es capaz de enfrentarse para lograr conseguir «gobernabilidad justa y equitativa», para todos —¡amos y esclavos! O al menos así me lo parece, casi siempre.

Y todos, poderosos y débiles, somos cautivos de ella porque la estructura que hace posible la gobernabilidad no es capaz de escapar del «poder absoluto» y «dependencia total» que ella ha alcanzado a imponer a lo largo de su historia innova-evolutiva. Y esa «creatividad» ha domesticado y controla la cognición natural, original, auténtica, inherente a nuestra especie (y otras del reino animal a las que hemos «sometido» con «lenguaje discreto» también), que nace de la única necesidad de que puede «hablarse y escribir» sin que la palabra deforme, cambie, desvirtúe, o confunda: desear, querer, continuar vivo para disfrutar del placer y del bienestar a que nos invita el estarlo. Esta es la simple y sencilla «historia de la que se deriva el miedo».

Los razonamientos que he explicado hasta aquí, me hacen ¿pensar o creer?, que entre los problemas, conflictos y necesidades urgentes que más deberían alarmarnos —como especie—, está (además del cómo educarnos para entender qué es «el cambio climático», qué son «las energías renovables», «qué debemos hacer y qué no para enfrentar la pandemia de la COVID-19», así como otros muchísimos «males principales» de que nos informan, ininterrumpidamente, los medios para «avisarnos»), también, lo inquietante y perturbador que es el que, en cada paso que damos, en «la evolución educativa de nuestra especie» mediante nuevas pedagogías y tecnologías de comunicación, va mermando más y más la importancia que tiene el «uso consciente de la palabra». ¡Y cómo vamos olvidando que ella es el «átomo fundador y creador del orden civilizado», y vamos dejando que desaparezca la única frontera que importa conservar: la que separa «la mentira» de «la verdad», «la ficción» de «lo real»!

No será posible «sentir, creer y pensar» simpatía ni empatía por esa idea mientras los seres humanos estemos dominados por «el miedo al abismo» —¡y su consecuencia más peligrosa: el pánico al aburrimiento!—, que nació cuando «alguien o alguienes» —¡no sabemos exactamente cuándo!—, se enfrentó a estos tres hechos: espacio, tiempo y universo.

Sin «herramienta necesaria» ni «audacia temeraria» —con apenas primitivo, elemental y precario «pensamiento mágico», homínidos temerosos y asombrados crearon «explicación» —¡«fabricaron conocimiento», diríamos hoy!—, para entender, comprender, el oscuro misterio del cielo que ofrecía «la noche cósmica», donde titiritaban minúsculos parpadeos luminosos. Y con descomunal esfuerzo cognitivo de sus mentes vírgenes, aquellos animales «conectaron», entre «zonas neuronales» de sus cerebros —¡aún pobres de sinapsis gnósticas!— «analogías» visuales de otros «animales» de quienes todavía ignoraban eran «familia carnal» —¡les apreciaban únicamente como «alimento»!

Poco o ningún valor podría tener para el lector lo que imagino, sí no «piensa y comprende» la utilidad e inutilidad simultaneas de su imaginación propia y compara la semejanza de «esa forma de conectar ideas» con la que contribuye a la supervivencia del «pensamiento mágico» ancestral en nosotros, sapiens del siglo XXI.

La palabra nos educa en el dogma vital de su naturaleza imperfecta: «cuando afirmo algo, niego algo». No puedes «aceptar», sin «rechazar». No creas «valor» sin «desvalorar». Contraste, oposición, diferencia, semejanza. En resumen: enfrentamiento y exclusión/inclusión. Tal es el primero de los dogmas y preceptos para dar, atribuir, «significación». No solo en este español del que me valgo para hacerlo, sino en cualquier otra de las lenguas que desconozco como usar. Y es el primer requisito para «producir conocimiento». Sea mediante «conexiones mágico/religiosas o científicas» —¡al menos, así me lo demuestran «plegarias y experimentos»! Y la dualidad, que es «pecado» o «error» imperdonable, si quien la acepta como parte de lo que afirma su opinión referida a saberes de la política y «otras sexualidades» —aunque la religión acune dualidad como «verdad» que respalda su «derecho de ser»—, no lo es.

Desde que rebasé la mitad del tiempo que calculo viviré —50/100—, sentí aumentar mi deseo de apartar pensamientos, interés y curiosidad del magnetismo —atractivo/repelente—, que provocan y al que inducen las guerras de la política, cuando mezclan en sus confrontaciones y posiciones de «principios» la palabra «ideología» —siempre, desde que la escuche o leí, por primera vez, usada como referente de «algo», me pareció termino confuso y casi siempre empleada como «arma gnoseológica para identificar enemigos».

Ante la imposibilidad de deshacerme de problemáticas personales, sociales e inter-colectivas que tales «enfrentamientos políticos sin sangre» —¡aunque algunos la anuncian y estimulan a derramarla!—, y de ni siquiera «entender» cabalmente porqué mi «propia mente» no era capaz de poner orden y «discreción» en ese campo de «saberes para competir por el poder», me propuse «investigar a la propia palabra» (no soy el primero, ni seré el último en hacerlo —solo uno/a más que lo hizo), la más abundante de las «materias primas» usadas para producir política.

Elegí nombre para esa «investigación», que continué, año a año, desde ese entonces: *Palabras globalizadas. El 6 de enero de 2008, comencé a capturar, por escrito, lo que sobrevenía a mi mente sin que yo supiera de dónde, ni porqué ni para qué mi pensamiento había «relacionado entre si tales palabras».

En la introducción a Palabras globalizadas, tomo ll (2012-2014), está el siguiente párrafo:

Mientras escribo esta otra «introducción», siento «dudas» sobre lo que pienso y quiero decirte. Pero cuando leo estas palabras escritas —¡es como sí ellas materializaran lo qué está ocurriendo en mi mente!—, ello me regala una certeza absoluta de que estoy comunicándote «verdades». ¿Qué conclusión extraigo de este hecho que me ocurre a mí? La primera, que «mentir» es, ante todo, «una problemática de la mente», que manipula las conexiones —sinapsis— que hacen sus neuronas entre sí porque se siente amenazada y pretende proteger el cuerpo donde ella —la mente—, tiene la función y el propósito vital de ayudarlo a sobrevivir. Corolario de esta primera observación de mí mismo, es que para que cualquier información que recibo o trasmito posea «veracidad objetiva» es imprescindible auto percibirme a salvo de «todo peligro». Pero ello resulta imposible porque no alcanzo a deshacerme de todos mis imaginarios —es decir, de «mis propias palabras»—. Y entonces se me plantea el siguiente dilema: ¿Cómo no convertirme en lo que quiero desaparezca: ¡la amenaza!? (Buría, L., 2014, p. 11)

Entre las posibilidades que proporcionó la palabra a nuestra especie, destaca la de facilitar «conversar con nosotros mismos» y autogenerar procesos psicosomáticos lingüísticos tales como «discutir con mi yo», autorreconocer capacidades y limitaciones», «empatizar con el otro hablante» —¡compararme o diferenciarme!—, así como otras no tan saludables (pensamientos poco útiles que estimulan con ella —la palabra—, sentimientos y emociones tales como «odiar, rechazar, atacar innecesariamente, envidiar insanamente», etcétera).

Investigar cómo funcionan esas redes sinápticas biopsicológicas —¡la neurobiología ha comenzado a hacerlo!—, permitirá hallar dónde y cuándo ocurrió el «nacimiento» de algo que, actualmente, necesitamos saber con urgencia: ¿qué es la consciencia? Tanto la de «uso individual», como los arquetipos de la colectiva, que Carl Gustav Jung sumó a la propuesta por su maestro —Sigmund Freud—, para penetrar más en el conocimiento de por qué somos como somos y hacemos lo que hacemos: lo inconsciente colectivo.

Nota

Wittgenstein, L. y Bouwsa, O. K. (2004). Últimas conversaciones. Edición y traducción de Miguel Ángel Quintana Paz. Salamanca.