Las aletas de la nariz

El día del terremoto, me di cuenta de que me gustan güeritos.

Estaba en la cafetería cuando pasó. Ya había pasado el mediodía, y la clientela había estado francamente baja. Ni las moscas se nos paraban. Y claro, era martes. Y claro, los estudiantes apenas estaban saliendo de la universidad que está a la vuelta del local. La hora sabrosa para servirles de comer empezaría, si acaso, a eso de las 2:30.

Pero se me hacía raro: entre semana, por las mañanas sí teníamos gente generalmente. Pedían de desayunar para llevar, más que nada: entre que iban tarde a clase o tenían que llegar a trabajar en sus propios negocios, se les antojaba un cafecito en el camino. A veces, incluso me pedían waffles. Y sí, me gustaba que quedaran güeritos. No muy quemados, no muy tiernos: solo doraditos.

Nunca me había dado cuenta, hasta que una muchacha me lo hizo notar. Hace un par de días, se paró afuera del zaguán muy temprano, como a las 7. Yo siempre llego al negocio como media hora antes, así que ya estaba adentro del local. A esa hora, aunque la calle no está vacía, rara vez se paran para pedir algo.

Pero sentí su mirada.

La vi parada, como buscando algo al interior de la cafetería. Las luces todavía estaban apagadas, porque me gusta prender la máquina de café antes que todo lo demás. Tal vez fue el murmurar suave de la prensa italiana, o el parloteo discreto del congelador en el otro extremo de la cocina, pero no la escuché llegar. Solo sentí su mirada insistente desde la puerta de cristal.

Flaquita, despeinada, con una gabardina de gamuza gastada, se instaló inmóvil afuera del negocio. Con los ojos bien abiertos, clavó la mirada en el vacío aparente de la cafetería. El olor a granos tostados apenas empezaba a percibirse detrás de la barra. Pensé que tal vez le llegaría, porque pude ver cómo inflaba levemente las aletas de la nariz. Intenté llamar su atención saludándola, indicándole con las manos que en breve le abriría la puerta para que pudiera pasar. No pareció verme. Al rozar su mirada, sentí frío.

Hay gente muy parca

Media hora más tarde, la muchacha estaba desayunando waffles en la mesa de la terraza. No es que tuviéramos una «terraza» como tal. En realidad, solo invadimos la acera con unas mesitas de madera. Después de 4 años de operación, nadie nos había dicho nada: la calle de Regina nos abrazó.

Especialmente en los meses de calor, la gente se peleaba por sentarse afuera. A veces, incluso, preferían hacer cola para agarrar lugar en la terracita. Aunque hubiera espacio adentro, les gustaba ver la silueta de los edificios viejos en el Centro Histórico. En esa calle, todavía no caían turistas: se conservaba como una reserva solo para capitalinos curiosos, que ya no querían saber más del Zócalo o a los que sencillamente se les antojaba un lugar para tomar café que no estuviera quemado.

Por las tardes, había músicos callejeros y artesanos vendiendo cosas. Había quienes, por el contrario, preferían el silencio del interior. El mismo concreto de las paredes hacía que el local se mantuviera frío naturalmente, y venía muy bien para los veranos de la Ciudad de México. Ese día, sin embargo, se respiraba todavía la humedad de la tormenta que había caído la noche anterior. A pesar del fresco de la mañana, ella prefirió sentarse ahí.

Me acerqué:

—¿Qué te ofrezco?

Sin mirarme, exhaló con un hilo de voz:

—Café con leche. Y waffles.

Le pregunté que si los quería con algún acompañamiento:

—Les puedo poner frutita, miel, chocolate…

Me cortó en seco:

—Los quiero solos.

Y le dije que se los traería enseguida. Hay gente muy parca.

Una grieta en el desayuno

Me tardé poco en hacer la masa. En menos de 20 minutos, el local ya olía a vainilla y mantequilla. Incluso a pesar de la carnicería que está en la esquina, el aroma a desayuno prevaleció. Sin que me lo pidiera, le exprimí un jugo de naranja mientras los waffles se cocían en la máquina. Total, se lo podía incluir en el paquete de desayuno. Los revisé un par de veces para que se inflaran lo suficiente, sin que quedaran tostados.

Cuando quedaron en su punto, se los llevé con una cucharadita de mermelada al lado. La muchacha se los quedó viendo en silencio, y le pregunté que si todo estaba bien.

—Tienen una grieta.

Y era cierto: no la había visto, pero justo en uno de los bordes de la masa calientita, se formó una pequeñísima abertura. Era como si los hubiera desprendido con un poquito de fuerza extra, y un pedazo se hubiera quedado adherido a la máquina embarrada de mantequilla. Me tomó por sorpresa. Si no te fijabas, honestamente la grieta pasaba desapercibida.

— … ¿Quieres que te los cambie?

Me miró con gravedad.

—No, pero espero que al rato no se agriete el cemento de la calle.

Lo dijo con una frialdad que me sobresaltó. Al principio, pensé que no le había entendido bien. Pero estaba seria, con los labios apretados. La palidez de su rostro se imponía sobre un par de ojeras marcadas, como si hubiera pasado varias noches sin dormir bien. Al verla así, pensé que tal vez solo estaría de mal humor.

Sí, hay gente nefasta.

Un plato de waffles güeritos

La muchacha comió en silencio. Solita en la mesa, tenía la mirada clavada en el plato de waffles güeritos. No miraba su celular. No leía, como otros comensales acostumbraban. No paseaba la mirada sobre las paredes graffiteadas. Se limitaba a partir meticulosamente cada pedazo que se llevaba a la boca, casi guiándose por la cuadrícula impresa sobre la masa caliente.

No sé si la máquina de café no estaba calentando como generalmente lo hace, pero en el local se sentía frío. Le prendí una veladora a San Juditas, el de las causas perdidas, a ver si nos mandaba tantito sol. De reojo, vi cómo la muchacha se calentaba las palmas con la taza, todavía caliente, del café que todavía no se había terminado.

Al poco rato, llegó la chica que hace el aseo. Me puse a verla hacer la limpieza, con la parsimonia típica de una persona que lleva haciendo lo mismo toda la vida. En la computadora, revisé cómo iba la venta del mes. Nada sobresaliente, sino lo justo para septiembre. Media hora más tarde, la muchacha de la terraza se acercó a la barra con el plato vacío:

—Este fue un plato de waffles güeritos.

Lo declaró casi con orgullo.

—Supongo que sí. ¿Se te antoja algo más?

Solo me pidió la cuenta.

Le dije cuánto era y me pago exactito, contando las monedas para pagar justamente 222 pesos. Me aclaró que eso ya iba con la propina incluida. Le agradecí con una sonrisa tensa, y cuando se fue, saqué la cuenta. Y sí, efectivamente daba 222 pesos, considerando el servicio.

Horas y horas y horas de silencio

Ese día, no vendí nada más. Cuando menos me di cuenta, ya era medio día. Sentía la visita de la muchacha de gabardina lejísimos, como si hubiera sido semanas atrás. Incluso, el momento de limpieza me parecía casi extranjero. Las personas que pasaban en la calle ni se asomaron a la cafetería, como usualmente lo hacen, para ver qué pan de dulce hay en exhibición en el mostrador.

Pensando en eso, el sonido vino desde lejos. Lento, muy lento, me di cuenta del grito adolorido de la alerta sísmica. No sé por qué me tardé tanto en reaccionar. En algún momento, mi cuerpo corrió hacia la calle. Vi cómo los edificios se tambaleaban. Me sentía ajena a la situación, como si le estuviera pasando a otra persona.

Los trabajadores de los locales vecinos gritaban, lloraban, se aferraban a las paredes de sus negocios como para que no se cayeran. Vidrios rotos, sirenas enardecidas, golpes secos, explosiones en otros mundos, andamios caídos. Después de una eternidad, que bien habría podido suceder en un chasquido, todo se detuvo.

Frente a mí, apareció una grieta discreta, como apenas en la orillita de la acera. En ese instante, empezó a oler a waffles recién hechos. Al volver al interior de la cafetería, vi que las estanterías se habían caído. El vidrio de la puerta en el zaguán estaba completamente destruido. La máquina de café quedó tirada en el suelo, con un golpe fuerte en el costado. En el último rincón de la barra, la máquina de waffles estaba desconectada, pero seguía emitiendo el mismo olor intenso a mantequilla.