Luego de llegar a este hermoso tepuy llamado Ptari y pasar la primera noche con el sonido del viento con gotas golpeando la tela de la carpa nos despertamos para un amanecer hermoso. Hoy es el cumpleaños de mi mamá y viendo cómo la luz del amanecer dibuja los techos de las carpas lamento no estar con ella en este momento, pero tomaré fotos para mostrárselas apenas termine la expedición.

Papá y yo estábamos despiertos desde las 4 de la madrugada, pero no quisimos salir de la carpa hasta que la luz dibujara el paisaje. Fuimos a desayunar en la pequeña mesa de plástico donde nos agrupábamos, pero no tenía protección, así que los comensales debíamos comer de pie y a voluntad del clima cambiante.

Decidimos ir de nuevo al borde, así que empezamos a caminar, pero llegó una densa nube a cubrir todo el paisaje. Por fortuna ya habíamos explorado esa zona y sabíamos que no habían grietas por las cuales preocuparnos así que decidimos seguir avanzando. Vimos muchas plantas interesantes, orquídeas, bromelias, plantas carnívoras, pero me costaba tomarles fotos porque temblaba mucho por el frío que hacía por el viento, por mi media y mi bota que seguían mojadas.

La niebla era tan densa que a pocos metros perdías la visibilidad y teníamos que llamarnos constantemente para no quedar separados del grupo. Las pequeñas gotas de la nube se nos pegaban poco a poco en las cejas y en el vello facial haciendo el frío cada vez más intenso. Menos mal que Javier me prestó sus guantes porque no sentía mis manos sin ellos.

No avanzábamos rápido porque luego de dar algunos pasos aparecía alguna planta interesante la cual merecía fotos y una pequeña discusión sobre el nombre de la especie. Llegamos de nuevo al borde sur y las plantas de ese lugar eran muy particulares, pero me tenía nerviosa el hecho de que papá caminaba cerca del abismo y con poca precaución.

Me dio hambre así que decidí alejarme del estrés que me provocaba mi papá con su caminar tambaleante y me devolví al campamento, pero me distraje con un hermoso grupo de Bonnetia y una gran cantidad de invertebrados que encontré debajo de ellas, especialmente entre las hojas en descomposición de las Orectanthe que pinchaban durísimo con sus espinas al final de cada larga hoja. Si te apresurabas en tratar de ver algún invertebrado que quería esconderse y no tenías cuidado podías lastimarte.

Así empecé a caminar de bosque en bosque que no tenían más de dos metros de altura, separados por largos espacios de roca y charcos en busca de insectos, arácnidos y miriápodos (milpiés) mientras preparaban el almuerzo en aquella carpa alta pero angosta que llamamos «la cocina».

Vi que papá empezó a caminar hacia mí. Detrás de él estaba el campamento y más atrás venía una densa nube a cubrirlo todo de nuevo (aunque en ese momento no estaba despejado, la visibilidad era de 10 metros aproximadamente porque la nube no era tan densa) me apresuré hacia él porque no me veía ni me escuchaba a pesar de que yo respondía a sus llamados. Nos devolvimos al campamento y luego de almorzar y hablar sobre lo que habíamos visto salimos de nuevo ya que se había despejado de nuevo la nube que nos cubría.

Caminamos hacia el borde oeste del Tepuy esta vez para ver algunas grietas grandes que venían desde el borde y donde habitaban diferentes plantas que llamaban nuestra atención. El problema con estas grietas era que no sabíamos con certeza si el suelo era sólido o si estábamos sobre una capa de hojas secas que podía estar descansando como una trampa sobre el vacío. Debíamos caminar con cuidado.

Papá estaba con José Grande o, como le decimos con cariño Moncho, el botánico que estaba encargado de reconocer las plantas nuevas, tomar las notas para describirlas y clasificarlas. Así que aproveché para separarme de ellos e ir hasta el extremo Norte del Ptari, pero papá estaba nervioso y no quería que me alejara de él porque ya se había perdido dos veces.

Logré llegar a ese borde para tomar las coordenadas y me fijé que por ahí baja el viento que viene desde el Sur y atraviesa a lo largo toda la superficie. Este viento es muy fuerte, frío y húmedo, sin ninguna estructura que lo detenga o disminuya su velocidad, sólo algunos pequeños arbustos escasos en lugares muy puntuales, lo cual me hace apreciar las condiciones extremas en las que se desarrollan los organismos que ahí arriba habitan.

Estaba contemplando estas ideas cuando escucho a papá llamándome porque a gran velocidad venía la niebla cubriendo todo de nuevo. El cielo siempre estaba cubierto y no veíamos el sol desde esa mañana pero la visibilidad donde estábamos era bastante buena hasta que venía alguna nube rasante a borrar todo el paisaje.

Oía y veía a papá; más atrás el campamento, pero él no podía verme ni oírme. Moncho lo había dejado solo para buscar las cosas que había soltado al lado de una roca pensando que llegaría fácilmente a mí, pero la nube llegó muy rápido.

Logré acercarme a él casi a ciegas y juntos caminamos hasta el campamento mientras empezaba a llover. No lo veíamos pero sabíamos en qué dirección estaba, esperábamos llegar de frente al grupo de carpas pero para nuestra sorpresa la cocina apenas se asomó entre la niebla por nuestra izquierda.

Es muy fácil desorientarse y perderse en esas condiciones.

Ya no eran las gotitas que siempre estaban presentes, ahora llovía cada vez con mayor intensidad y decidimos meternos en las carpas porque afuera no teníamos ninguna protección. Intentamos salir un par de veces pero la lluvia no nos permitía movernos mucho, así que nos preparamos para dormir.

Me desperté en la madrugada. No sé a qué hora porque no había electricidad para cargar los equipos pero me sentía rara, tenía mucha sed y cuando moví la boca me di cuenta que tenía los labios hinchados. Desperté a papá y me dijo que eso podía ser por la deshidratación y por la fuerte radiación que nos afectaba sin darnos cuenta por el frío que nos tenía entumecidos.

Buscaba torpemente mi botella de agua y luego de un rato la encontré y alivié mi sed. Pero no me podía dormir, no sé si por el viento que golpeaba la carpa o por el dolor de columna que tenía. Quería ir al baño, pero estaba un poco lejos y no me quería mover, no me sentía bien y estuve un rato así hasta que papá también quiso ir.

Salí en la mitad de la noche y me sentía muy torpe, de hecho casi me caigo, no podía coordinar bien mis movimientos, algo me estaba pasando. Pero el cielo estaba despejado y se veían todas las estrellas cubiertas apenas por un delgado velo de niebla, disfrutamos ese espectáculo. Volvimos a la carpa y nos acostamos a dormir de nuevo.

Nos despertamos con las voces de los demás que se preparaban para la llegada del helicóptero pero cuando salimos de la carpa vimos todo nublado y consideramos el hecho de quedarnos por un día más, así que papá no quiso desarmar la carpa.

Casi todos estaban listos, con sus carpas guardadas y sus equipos en orden pero aún no se despejaba el cielo, así que empezamos a caminar cerca del campamento. No quería alejarme mucho porque mi GPS se había quedado sin batería y no me sentía muy bien, todavía tenía el labio bastante inflamado y papá tenía los párpados hinchados también.

Caminé y vi en uno de los charcos un coleóptero (un insecto de alas duras que también llaman coco o escarabajo) ahogado así que presté más atención y vi muchos animales que habían caído ahí por el fuerte viento y no habían tenido suerte de escapar, pero eso me permitía ver un poco más de la fauna que vive en este lugar.

Nos avisaron que venía el helicóptero en camino y un rato después pudimos escuchar de nuevo las aspas que se acercaban. Desarmamos la carpa rápidamente y quedamos listos. Se fue el primer grupo y traté de disfrutar de esos últimos minutos en el Tepuy porque en el próximo vuelo me iría yo.

Quería recordar el frío, el suave olor del musgo y las algas sobre las rocas, de la falta de olores, de las plantas, las texturas, los colores de las flores, de cómo bajo los arbustos de Bonnetia hacía menos frío, de cómo dolían los pinchazos de las Orectanthe, de la altísima humedad que había, de la emoción de las personas cuando veían una especie nueva, por lo caliente que tenía la cara por las noches y lo hinchadas e inútiles que eran mis manos de día por el frío, de las minúsculas gotas de rocío que tenía en los vellos de mis dedos, las cejas, las pestañas y de cómo todo, absolutamente todo estaba empapado.

Quería grabar todo eso en mi memoria mientras le daba la espalda al viento para que no me enfriara la cara y las manos. Estaba presente en ese momento, casi como en una meditación. Oía a lo lejos el helicóptero que venía por nosotros y no quería desconectarme de todos esos recuerdos y sensaciones hasta que aterrizó y tuvimos que agarrar nuestras cosas y montarnos rápidamente antes de que se nublara de nuevo por completo el Tepuy.

Me monté en el puesto del copiloto y vi el suelo poco a poco alejarse, con los charcos que había explorado siento perturbados por el viento del helicóptero. Los pequeños bosques de Bonnetia que me habían protegido del viento y del frío pasaban cada vez más rápido, y algunos de ellos aún inexplorados se despedían de mí esperando a mi regreso para hurgar entre las hojas muertas de las Orectanthe buscando animalitos.

Viendo todo esto me doy cuenta que lo que había experimentado ya estaba en el pasado y sin previo aviso una pequeña turbulencia acompañaba a la sensación de vacío de dejar el Tepuy y ver la selva kilómetros abajo me indicaba que ya todo había terminado.

¡Sentía cada vez más calor mientras descendíamos hacia el campamento base y con razón! Tenía varias capas de abrigo que no me había quitado todavía.

Llegamos y estaba muy acalorada así que salí corriendo a bañarme con el agua que venía directamente del río.

Arreglamos nuestros equipos y los dejamos listos para salir mientras las estrellas iban apareciendo poco a poco y me detuve a contemplarlas. Estábamos cansados y casi nadie hablaba, no sé si por el agotamiento físico o recordando la maravillosa experiencia que vivimos haciendo historia.