La cama del hospital era incómoda. Josefina estaba por primera vez de guardia y solo tenía un par de horas para descansar. La rigidez del colchón le impedía dormir sin moverse y entreabría los ojos cada vez que se le adormecía una pierna. Se acostó boca arriba y estiró los brazos hasta ya no poder. El techo se unía en el foco y el sueño se convertía en un deseo inalcanzable: ¿sería así por el resto de su vida?

La cortina del cuarto estaba iluminada por uno de los postes que rodeaban el hospital. La luz que se distinguía era rojiza, como el sol al caer en el atardecer. Josefina observó la apertura de las telas y bostezó. Se puso de pie, sacó de entre sus ropas un teléfono y, al alumbrar su rostro, supo que era hora de regresar. Se dirigió hacia la puerta, movió la perilla y notó que el ruido habitual del pabellón de Urgencias se había esfumado. Viró la cabeza hacia ambos extremos del pasillo y frunció el ceño. Las luces aún estaban encendidas, pero las personas habían desaparecido con el ruido.

Josefina caminó hacia el centro del corredor con la cabeza gacha. Sus ojos aún no se acostumbraban al brillo de los fluorescentes. Con una mano los cubría, mientras que la otra ocultaba el teléfono en uno de sus bolsillos. Volteó para cerrar la puerta, pero percibió que una sombra se había formado en las cortinas de la habitación. Josefina se detuvo y notó que una sonrisa aparecía en la oscuridad. La persona crecía en la traslucidez de la tela y la enfermera infirió que se dirigía hacia ella. Cerró la puerta rápidamente y se alejó del cuarto hasta que su espalda chocó con una pared. Buscó el teléfono en su bolsillo y advirtió que no tenía señal. De pronto, escuchó que el vidrio dentro de la habitación se estaba quebrando. Las manos de Josefina empezaron a temblar y el aparato cayó al suelo. La mujer observó el teléfono roto, levantó la mirada y corrió sin saber hacia dónde se dirigía. Sentía que era perseguida en el trayecto, pero cada vez que volteaba el rostro no encontraba quién la buscase.

La sala de espera también se encontraba desierta. Las luces del techo aún estaban encendidas, los papeles de registros se habían esparcido por el suelo y una silla de ruedas se había desplomado hacia un costado. Josefina se tocaba el pecho e intentaba calmarse con pequeños golpes. Sentía que su corazón palpitaba como el de una caricatura. Recordó lo que había aprendido en las prácticas, los consejos de los doctores y sus compañeros: si quería salvar vidas debía suprimir su miedo. Buscó una silla y pensó en gritar por ayuda. Sin embargo, descartó la idea al darse cuenta que su acosador sabría dónde estaba.

En el silencio, los ojos de la enfermera revisaron minuciosamente cada entrada hacia el lugar donde se encontraba. Ninguna sombra se aproximaba a la sala, pero presentía que súbitamente llegaría. Un escalofrío le recorrió la espalda y Josefina sacudió la cabeza sin notarlo. Se preguntó si él estaría afuera, si estaría esperándola y si cometería un gran error al tratar de escapar. Se mordió los labios, secó su frente con una mano y decidió que era momento de salir.

Caminó lentamente hasta la puerta de vidrio que daba hacia el jardín del hospital, mientras sus dedos aún golpeaban su pecho. Observó a través del cristal y buscó la misma sombra que había visto en las telas, pero solo encontró las luces de los postes y su reflejo en la transparencia. Bajó la mirada y entonces supo que el miedo que le habían enseñado a suprimir era el miedo a que el resto sufriera daño, mas no el miedo primordial de los humanos. Apretó las manos, levantó la mirada y notó que la misma sonrisa que había visto antes se encontraba frente a ella. Josefina gritó y echó a correr, mientras que el vidrio se resquebrajaba. Encontró las escaleras, pero algo la cogió del tobillo en el segundo escalón. Cayó en las gradas y su rodilla golpeó el cemento. Forcejeó sin ver qué la jalaba hacia atrás y logró desprenderse. Se apoyó con sus manos y gateó hasta el segundo piso, mientras temblaba sin notarlo. Pensó en esconderse en alguna habitación y esperar a que alguien regresara al hospital, pero antes de dar el último paso, frente a ella, apareció nuevamente.

La sombra trató de alcanzarla, despacio, como si no tratase de tocarla, pero Josefina empezó a retroceder sin dejar de observar lo que tenía adelante. La sonrisa apareció desde lo que se asemejaba a una cabeza y la enfermera trató de hablar. Las palabras se difuminaron en su garganta y la mano oscura acarició su rostro. Josefina cayó de espaldas por las escaleras y abrió los ojos de golpe. El foco en el techo todavía estaba apagado y a su lado se encontraba la cama de la habitación donde había dormido. Se tocó el rostro rápidamente, como si dudase que sus mejillas aún estuviesen al lado de su boca. Había caído al suelo y sentía que sus piernas se estaban adormeciendo. Se puso de pie y observó las cortinas. La luz rojiza aún traslucía por la tela y ninguna sombra se proyectaba en ella. Se acercó a la puerta y apoyó su oreja en la madera. El ruido habitual de Urgencias todavía se propagaba por el pasillo y la enfermera sonrió al buscar el teléfono en sus bolsillos. La señal estaba a máximo nivel e incluso tenía un par de minutos antes de regresar a la guardia. Posó su mano en la perilla y se dispuso a abrir la puerta. Sin embargo, se detuvo antes de girar el metal. Josefina volteó el rostro hacia la ventana y encontró que nada había cambiado. Cerró los ojos, se dio un par de golpecitos en el pecho y guardó el teléfono. Bostezó suavemente y observó la luz que ingresaba a la habitación. En ese momento, la tela resplandeció y una sombra se aproximó con una sonrisa.